“Te escucho”, se llamaba el programa radiofónico -y también televisivo en su momento de mayor audiencia- que conducía Luisa Delfino. El nombre del ciclo que explotó a principios de los noventa parecía decirlo todo: Delfino les prestaba el oído a las personas que no tenían con quien hablar de sus soledades, amores vedados y miserias.
Pero ese ir hacia el otro, a través de la escucha, puede no tener una motivación entrañable o de apertura. Su reverso es la cacería. Lo que se abre es el expediente. “¿No ha habido siempre una afinidad estructural entre las escuchas y el espionaje?”, se ha preguntado el ensayista francés Peter Szendy en Sur écute. Esthétique de l´espionnage. Szendy recorre la historia, pasa por los muros de Jericó, relee a Sun Tzu, a Nietzsche y Bentham, Foucault y Deleuze, y en el camino deja más de un interrogante. “Y si, más allá de los efectos de la actualidad, todo oyente es quizás ante todo un espía, ¿no es ahí, en esta especie de colusión inmemorial, donde hay que buscar los poderes de la escucha frente al poder, o a su lado?”.
Escuchar, entonces, es, también, ir hacia el otro cuando no lo sabe ni lo intuye. Bajo este principio han explotado escándalos en el Palacio del Eliseo y en la misma ONU. Qué decir del Caso Watergate, tan rudimentario si se lo compara con los dispositivos actuales de la NSA y “Echelon”, el sistema de espionaje que, se dice, podría interceptar todas las comunicaciones que circulan en el mundo y que fue creado al fragor de la Guerra Fría. Pero no deberíamos ir tan lejos. Una de las primeras medidas contrainsurgentes que tomó Acdel Vilas, el general que, en nombre del Ejército, se hizo cargo del Operativo Independencia en la provincia de Tucumán, en febrero de 1975, estuvo relacionada con el rastrillaje de las voces telefónicas. En su Diario de Campaña documenta la voluntad de cercar el paso del impulso eléctrico al acústico. La red tecnológica y social era también un problema de la guerra y reclamaba su propio paradigma de fidelidad sonora. Si el teléfono mediaba entre dos espacios acústicos privados, el Operativo Independencia los consideraba propios. “Efectivamente, me extralimité una y otra vez, interviniendo ENTEL -de modo que pudiese controlar las comunicaciones”. Para derrotar a la guerrilla y sus aliados se necesitaba descifrar rumores, habladurías, sospechar del hermetismo, la parquedad, confiscar a la vez los equipos radioeléctricos que se publicitaban en los diarios al igual que los intercomunicadores y contestadores telefónicos automáticos como novedosos bienes de uso cotidiano.
En un artículo del diario La Opinión de febrero de 1975 se reporta el dicharachero encuentro entre el Comando General del Ejército y un grupo de actores. Los militares departían sobre “sus asuntos” y los invitados, de cine. “Cuando coincidían, la cortesía obliga, hablaban de películas. En la rueda formada por el comandante Anaya, Magaña, Mirtha Legrand Tinayre, se recordaron los filmes del actor. Pero también se habló de películas recientes”. El parloteo giró alrededor de La Conversación, de Francis Ford Coppola. Se había estrenado semanas atrás. Legrand la recomendó “vivamente”. La Conversación cuenta la historia de un espía con veleidades musicales (toca el saxo en sus ratos de ocio: jazz) que ofrece sus servicios al sector público y privado. “No me interesa el contenido, sólo la calidad de la grabación”. Pero un día cae en la tentación de escuchar lo que hablan sus objetivos mediante sofisticados aparatos que lo mantienen lejos. La situación le introducirá en un enredo y se convertirá en cazador cazado. El general Vilas tal vez encontró al filme de alguna inspiración.
La semilla maníaca plantada por Vilas en Tucumán hace 46 años se expandió como un rizoma por los intersticios del Estado, primero en dictadura y más tarde, como una rémora de aquellas prácticas, bajo las condiciones que impuso y configuró la transición democrática. Y así llegamos a, salteando algunos pasos e innovaciones tecnológicas, el reciente informe de la Comisión Bicameral del Congreso sobre el festival de escuchas telefónicas que se efectuaron durante el anterior Gobierno en connivencia a los tribunales y a los servicios de inteligencia. Los legisladores no tienen dudas de que hubo un avance sobre la privacidad inconcebible en un contexto democrático. En mayo de 2019, el relator especial de la ONU, Joseph Cannataci, ya había llamado la atención ante el alto número de intercepciones que, dijo, solo deberían efectuarse “como último recurso”. Seis mil pinchaduras mensuales (un cuarto de millón en un periodo de Gobierno) que después se almacenaban en cedés físicos. Soporte que, advirtió entonces, puede “caer fácilmente en manos indebidas”.
Esa acumulación de voces (anaqueles, discos duros con sus respectivas carpetas, pendrives escondidos en cajas fuertes, nubes de acceso encriptado, planillas en orden alfabético o enumerados según el grado de encono o peligrosidad) no ha sido suficientemente señalada como problema. De hecho, tampoco lo es la vigilancia auditiva, y esa debe ser una de las razones por las cuales los escándalos de las escuchas, que de la ciudad de Buenos Aires saltaron a la presidencia, no han tenido quizá la valoración necesaria. Posiblemente no se llegue a una condena judicial (una de las jefas de la AFI, Silvia Majdalani, se ha ido de vacaciones a Miami con la venia de la Cámara Federal). El trasfondo de esa ligereza tiene que ver en un punto la poca importancia que se le da al sonido como materia prima lo político.
Se ha escuchado lo que otros escucharon como parte del flujo incesante que mezcla la punición con la espectacularidad. ¿O no hicieron algunos comunicadores un play list con las charlas telefónicas Cristina Fernández de Kirchner y las pláticas carcelarias de los integrantes de su gobierno detenidos? Primero hubo un espía y, además, un espectador, un fisgón que digitalizó esa fuente. El espía grabó y más tarde, bajo la autorización superior, compartió pinchaduras –qué arcaísmo- con la comunidad informativa, las radios y la TV. Acaso antes experimentó cierto goce no solo por ese u otro hallazgo sino por la voz en tanto materialidad más allá de las palabras y enigma. Dice la filósofa italiana Adriana Caravero que la voz es el equivalente de lo que la persona única tiene más oculta y más genuina. No se trata de un tesoro inalcanzable, ni una esencia inefable, ni mucho menos, una especie de núcleo secreto del yo. “Es, más bien, una vitalidad profunda del ser único que se complace en revelarse a través de la emisión de la voz. Esta revelación procede, precisamente, de adentro hacia afuera, empujándose en el aire, con círculos concéntricos, hacia el oído de otro”.
Hay un texto fascinante de Italo Calvino y de los mismos setenta, “Un rey escucha”, sobre las relaciones entre el poder y el oído. “Vestíbulos, escalinatas, galerías, corredores del palacio tienen cielos rasos altos, abovedados: cada paso, cada chasquido de cerradura, cada estornudo despiertan ecos, retumban, se propagan horizontalmente por una serie de salas que se comunican, vestíbulos, columnatas, puertas de servicio, y verticalmente por cajas de escaleras, vanos, pozos de luz, tuberías, conductos de chimeneas, huecos de montacargas, y todos estos recorridos acústicos convergen en la sala del trono”. Una voluntad soberana de captar la más mínima vibración en el aire. El palacio “es una gran oreja en la cual anatomía y arquitectura intercambian nombres y funciones: pabellones, trompas, tímpanos, caracoles, laberintos”. Un gobernante quiere oír casi todo y esa pulsión nos dice algo tal vez de la Argentina reciente.
En la historia de Calvino, y después de clasificar todos los ruidos posibles, el rey paranoico encuentra placer en el canto de una mujer desconocida. Uno podría pensar, siguiendo a Caravero, en ciertos estereotipos misóginos, construidos sobre los mitos que Occidente ha hecho de la voz seductora, carnal, primitiva, femenina, que se remonta al menos a las sirenas homéricas. Ese canto disuelve a quien lo oye “en el abrazo primitivo de una orgía armónica”. Aquel texto fue el libreto de una ópera del mismo nombre, compuesta por su amigo Luciano Berio, y estrenada en 1984. ¿Qué compositor argentino se atrevería a urdir una ópera sobre un personaje semejante, con la debida aclaración de que su parentesco con la realidad sería apenas fruto del azar? Un soberano que, agotadas todas las posibilidades de supervisión por medio de micrófonos ocultos o intercepciones –parientes, hombres cercanos, rivales de bajas calorías-, tendría ante la voz de una mujer que no sabe que es escuchada, y a la que accede gracias a pericias rocambolescas de una guarida estatal, sensaciones duales: franca repulsión e inconfesable deleite. El compositor debe cantar para sí mientras escribe, nunca en voz alta: puede ser registrada.
AG