Esto no es una reseña, es sólo una columna de opinión sobre una obra de teatro, sujeta a las subjetividades, faltas de evidencia y caprichos que la opinión implica. Escrita y dirigida por Rafael Spregelburd, quien también la protagoniza junto a Andrea Garrote, Violeta Urtizberea y Guido Losantos, todos extraordinarios encarnado distintos personajes densos, difíciles, en extremo particulares, y musicalizada en vivo por el gran Nicolás Varchausky, Inferno contrasta con la oferta teatral de la calle Corrientes (y de otras calles y avenidas), entre muchas cosas, por su voluntad de afrontar cuestiones no reductibles a una suerte de vocación monoambiental que viene imponiéndose en tantas historias que se cuentan en escenarios, libros o películas. En tiempos en los que, aunque se hable mucho de diversidad, lo pequeño, lo ínfimo, la mermada experiencia privada de personajes que enfrentan situaciones de vuelo rasante, los diarios íntimos llevados a otros formatos, homogenizan plateas, pantallas y bateas, las propuestas que se atreven construir universos complejos y multidireccionales destacan doblemente. Sin dejar de dialogar con su espacio y su tiempo, Inferno pretende excederlos, evidenciando, acaso, su futilidad, y llevando al espectador a lugares extraterrenos desde los que se puede ver y pensar bajo otras perspectivas.
La presencia del autor, sin embargo, lejos de diluirse, es superlativa, no solo por haberla escrito, o por dirigirla o por actuarla, sino porque sus intereses aparecen acá y allá, a modo de guiños, reflexiones y apostillas. La relación que tenemos con la arquitectura, las ciudades, las artes o la dinámica de trabajo que tenemos los columnistas (Spregelburd escribe columnas semanalmente) entre otros subtemas, salpican el relato, oxigenándolo, librándolo, en parte, de la fatiga intelectual y espiritual que las magnas cuestiones que aborda acarrean invariablemente. La vida y la muerte, el castigo, la culpa, el pecado, el arrepentimiento y la redención… con todo eso se mete Inferno, sin solemnidad, pero seriamente, sin moralina, ni gestos destinados a escandalizar, con sentido del humor y sin ese temor paralizante que detona la idea de trascendencia en el mundo contemporáneo. Comisionada por el Vorarlberger Landestheater Bregenz de Austria para celebrar los 500 años de El Bosco, cumple con creces su propósito. Habría mucho que decir de los aspectos visuales si esto fuera una reseña; quizás alcance con asegurar que el aura infernal que emerge no bien se abre el telón se queda pegada por bastante tiempo después de salir del mítico Teatro Astros. Lo mismo con la música: Varchausky, incorporado como un esbozo de personaje a la historia, amalgama un caos aparente, creando una infinidad de climas que reverberan aun cuando ya dejamos la sala atrás.
Como es profusa en buenas ideas, y se necesitaría demasiado espacio para consignarlas, tarea por lo demás inútil, porque es mejor ir a ver una obra que leer sobre ella, destaco una, específicamente vinculada al presente: El infierno tan temido, nos cuentan los personajes, ha dejado de ser ubicuo, ha dejado de estar ahí abajo, para montarse, tras un nuevo mandato proveniente del Vaticano, sobre el lenguaje. Ahora, el infierno está en lo que decimos y nos dicen. En una época como la nuestra, tan fascinada con los presuntos efectos mágicos del lenguaje (en su versión secular, no en aquel sentido sagrado que el Verbo tenía en los tiempos de El Bosco) situar lo infernal allí, es de una pertinencia fenomenal. Sobre la noción de un infierno que habita en las palabras, Spregelburd armó una estructura narrativa que va ramificándose orgánicamente, en la que el lenguaje es un vector inasible, pero, al mismo tiempo, omnipresente, aplastante, tiránico.
Así como Terrenal, de Mauricio Kartun, también abocada a los grandes temas, se sirve para tocarlos de los pequeños, Inferno no elude poner en escena lo coyuntural, por ejemplo, con los feminismos (la feminista de Garrote tiene momentos antológicos, al igual que la psicóloga con perspectiva de género que encarna Urtizberea), los usos y abusos de los medios de comunicación y sus popes, las drogas legales e ilegales, la cultura del ansiolítico. La agenda pública aparece desfigurada, puesta en otra escala a la luz de la eternidad, debilitada, fuera de su contexto habitual, como un pez fuera del agua.
Iban a ser solo cuatro funciones en septiembre, de modo que este texto iba a terminar con una suerte de invocación a que siga en cartel, pero sucedió sin que medie mi pedido personal: Inferno tiene cuatro funciones más en octubre y, ojalá, muchas otras, en otros meses, en otros años. Los grandes temas, ¡esos que ocuparon al Bosco! pueden volver a ser el pan nuestro de cada día.
NG