La calamidad civilizatoria que se desató con la invasión rusa a Ucrania no deja indemne a la música. En principio hablamos del Grupo Wagner. Días atrás Rusia estuvo al borde de la guerra civil cuando Yevgeny Prigozhin, el “dueño” de esa fuerza, decidió avanzar hasta Moscú para dirimir a los balazos su disputa con parte del entorno más selecto de Vladimir Putin, entre ellos el ministro de Defensa, Sergei Shoigu. La sangre no llegó al río. El exvendedor de panchos Prigozhin, cuya ingente fortuna y diversos activos crecieron al amparo del liderazgo en el Kremlin, se fue a Bielorrusia y el Estado putinista se comprometió a absorber a los mercenarios.
Lo que nos interesa acá es la genealogía del Grupo Wagner. “La Orquesta W te espera. Por el bien y la grandeza de Rusia”, solían rezar las publicidades de cooptación. Y la “Orquesta”, con mayúsculas, había entrado en acción durante la guerra del Dombás en Ucrania, entre 2014 y 2015. Sus integrantes han participado a su vez en guerras civiles de Siria, Libia y Malí. Pero, ¿de dónde viene el nombre de ese ejército que estuvo asociado a Moscú y que fue convocado por Putin para “desnazificar” Ucrania? Todas las fuentes llevan al teniente coronel Dmitry Uktin, uno de los cofundadores del grupo armado (hasta los dientes) y, ante todo, confeso neonazi, capaz de inscribir en su propio cuerpo tatuajes de las Waffen-SS y de la Reichsadler. A Uktin y no a Prigozhin se le ocurrió bautizar Wagner a esa fuerza en homenaje al compositor alemán. Con esa nominación, se reactivaron viejos fantasmas que revoloteaban alrededor del autor de Tristán e Isolda. Vale la pena convocarlos, a los efectos de regresar luego a Ucrania.
El pensamiento artístico de Wagner ha estado en sus orígenes ligado a los acontecimientos de 1848. Es Wagner quien más emplea la palabra “revolución”, en paralelo a “futuro”. Y el concepto de “revolución” va siempre acompañado en Wagner de la idea de “regeneración”, purificación. Lo que quiere, al principio, es redimir a la humanidad. “Yo destruyo cuanto existe y a mi paso brota una vida nueva de la roca muerta…”. Wagner estaba, al momento de la Revolución alemana, muy influenciado por el anarquista Bakunin. Ya por entonces, el revolucionario ruso recurría a la imagen del fuego destructor y purificador de la revolución proletaria. Ante la pira triunfal, lo único que pretendía salvar del pasado musical es el último movimiento de la IX Sinfonía de Beethoven. Pero, rápidamente, Wagner toma distancia de Bakunin. No le interesa regenerar a toda la humanidad sino al pueblo alemán. Y, además, la regeneración que busca es apenas estética. El nuevo mundo será aquel que acoja al nuevo arte, la obra del porvenir. “Los oprimidos obreros de la industria quieren transformase en hombres bellos”. El trasfondo racista ya está presente en la obra wagneriana. En 1848 empieza a sembrar la semilla de lo que será su tetralogía, El anillo de los Nibelungos. Paganismo, medioevo y raza son para ese Wagner, mitos que representan una fuga del presente.
Wagner también se siente en un sentido desengañado. Quiere encontrar su compensación en la idea de un “arte total”, capaz de compensar, con su poder, el fracaso de la revolución que no ha sido. Porque la vivencia de este arte, imagina, será portavoz de una nueva promesa. La voluntad del arte como religión choca con los límites del “acontecimiento” meramente estético. Y ese acontecimiento está definido por el mercado. Wagner identifica a los judíos como la personificación económica por excelencia. Esa es una de las fuentes de su antisemitismo, aunque no la única. Y esa es, en el fondo, la matriz anticapitalista de Wagner que los nazis hacen suya. Wagner llega a escribir un ensayo De lo judío en la música. Presta su oído para detectar cómo hablan esos hombres y mujeres asimilados (podían ascender socialmente, pero carecían de derechos políticos). Ellos, dice, adoptaron el alemán “con vistas a situarse en una posición ventajosa” y así se “apropiaron” de “nuestra antigua herencia”. La lengua. “En ninguna ocasión he podido tener la experiencia de escuchar a judíos empleando entre ellos su lengua originaria; al contrario, ha constituido una perpetua sorpresa para mí encontrar que en cualquier lugar de Europa los judíos entendían alemán, aunque ¡ay!, a la hora de hablarlo, lo hacían en una jerga fabricada por ellos mismos”. ¿Pensaba en el yiddish? “Imagino que ha sido esta espuria relación con la lengua alemana, en que se echa a faltar cualquier grado de refinamiento, lo que les ha venido a obstaculizar el logro de un entendimiento adecuado del mundo alemán”. Y sentencia: “francamente, sería difícil esperar gran cosa en cuanto a ayuda para nosotros mismos de la victoria del mundo moderno de los judíos”
Es Adolf Hitler el que se asocia tempranamente con los herederos de Wagner (Winifred, la nuera del compositor), que hace de Bayreuth, donde se encuentra el teatro que escenificó sus dramas musicales, un santuario personal. Hitler llega al poder en 1933 apenas dos semanas antes de los fastos por los 50 años de la muerte del autor de Sigfrido. A muchos les será difícil separar un evento del otro. Una vez que los nazis tomaron el poder, no se cansaron en asegurar que eran los legítimos herederos de Wagner. Después de la derrota en la Segunda Guerra, el teatro de Bayreuth, que había sido una tribuna del Tercer Reich, trató de renovarse. Wieland Wagner impuso una importante renovación estética. Escondía que había sido el director de un pequeño campo de concentración en esa misma ciudad.
Un musicólogo alemán, Joachim Koller, escribió dos libros perturbadores. Nietzsche y Wagner, una lección de sojuzgamiento y, hace 23 años, El Wagner de Hitler, el profeta y su discípulo. El argumento de este segundo ensayo es que el programa de Hitler fue un intento de convertir el codificado mundo mitológico de la ópera wagneriana en una realidad política. Hitler actuó como agente del círculo de Bayreuth, e intentó materializar la tarea original del compositor. O sea: Hitler cumplió sus deseos confesables. La fascinación del líder nazi con Wagner siempre fue indisimulable. Hasta se convirtió en vegetariano por él. Y amó a los perros como él. No hay duda que el antisemitismo fue un factor crucial en su culto al compositor e ideólogo. Las conclusiones de Koeller son matizadas por otros autores. “Hitler hizo de Wagner un profeta, pero, naturalmente, no se puede responsabilizar a Wagner por el modo en que Hitler reinterpretó aún las peores cosas que Wagner escribió sobre los judíos”, cree Daniel Barenboim. Claro, todavía no habían entrado en escena los mercenarios rusos. Podríamos imaginarlos fascinados con El triunfo de la voluntad, la película de Leni Riefenstalh que comienza con un Hitler cual semidiós viajando en un avión que, al descender, es recibido por una multitud con un ejercicio de estilo musical wagneriano de trasfondo.
El costado estetizante del mal que tempranamente asocia al cielo con la destrucción. En el último volumen de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, el narrador recupera una conversación con un amigo. “Le hablaba de la belleza de los aeroplanos trepando en la noche”. Compara los escuadrones con las constelaciones. “¿No prefieres el momento de Apocalipsis, cuando incluso las estrellas son arrojadas de sus cursos? Entonces, las sirenas, no podrían haber sido más wagnerianas. Uno podría efectivamente preguntarse si fueron pilotos o valquirias”. Y su amigo, le contesta: “Sí, la música de las sirenas, como la cabalgata de las Valkirias”. A lo que el narrador añade: “En cierta manera, esto no es erróneo. El pueblo quedó en la oscuridad, como arrojado al abismo de la noche, cuando desde la nada los pilotos vuelan, las sirenas comienzan a sonar…Cada piloto se parece efectivamente una Valkiria”. El comentario es anticipatorio de otra famosa escena, Apocalipsis now, de Francis Ford Coppola, cuando los helicópteros norteamericanos atacan un pueblito vietnamita mientras resuena la “cabalgata” de las Valkirias desde los altoparlantes. Chaplin había obrado en sentido inverso, de la mano de Lohengrin, en su película El Gran Dictador, de 1945.
Uno de los primeros intentos posmodernos de infligirle a Wagner una derrota simbólica al finalizar la Segunda Guerra tuvo lugar en 1957, cuando la televisión norteamericana estrenó What's Opera, Doc?, el corto de Bugs Bunny que resume en cinco minutos el ideario musical del alemán. Todo comienza con Elmer/Sigfried utilizando el tema de las valquiriasp al servicio de una misión inexcusable: matar al conejo. “Kill the Wabbit/ Kill the Wabbit”, canta como si fuera un alemán que vive en Estados Unidos. La obra maestra de Chuck Jones y Looney Tunes incluye a su vez una escena de travestismo: Bugs Bunny se hace pasar por Brunilda, uno de los grandes personajes wagnerianos, a los efectos de burlarse del nibelungo y su yelmo mágico. “¿Qué esperan de una ópera, un final feliz?”, dice, sobre el final, el conejo de la Warner, que no es lo mismo que Wagner Bros, como si, en ese reconocimiento se dejaría sentado el carácter coyuntural de la moya: habría siempre que volver a un origen perturbador de Wagner.
Barenboim, como se sabe, ha intentado tomarse en serio el legado musical. “Wagner aprovechó al extremo todas las formas de expresión a disposición de un compositor; armonía, dinámica, orquestación. Su música es sumamente emotiva y al mismo tiempo Wagner ejerce un control extraordinario sobre el efecto que logra”. Por eso se ha empecinado en hacer escuchar sus obras en Israel, a pesar de las continuas resistencias. “Me resulta triste que el Israel oficial se rehúse de modo tan obstinado a permitir que sea interpretado… veo esto como un síntoma de una enfermedad. Las palabras que yo empleo son rudas, pero lo hago de modo deliberado: Hay una politización de la conmemoración del Holocausto y esto es algo terrible”, le dijo a Spiegel en 2012. “Desde la guerra de Seis Días los políticos israelíes establecieron una y otra vez una conexión entre el antisemitismo de los europeos y el hecho de que los palestinos no aceptan la creación del estado de Israel. ¡Pero esto es absurdo! Los palestinos no eran básicamente antisemitas, sino que simplemente no aceptaron ser expulsados. Pero el antisemitismo europeo viene desde mucho mas atrás que la partición de Palestina y la fundación de Israel en 1948. Inclusive viene desde antes del Holocausto. Basta con recordar los pogroms en Rusia y en Ucrania, el caso de Dreyfus en Francia y el antisemitismo de Richard Wagner”.
Faltaban dos años para que entrara en acción en Dombás la fuerza mercenaria de Uktin y Prigozhin. Con ellos, otra vez la espeluznante conexión entre Wagner/Apocalypse Now y un desastre que le compete a la cultura europea, desastre que va mucho más allá del autor que le prestó el nombre al ejército privado que acaba de desmembrarse. La presencia del Grupo Wagner en la invasión tuvo su contrapartida norteamericana en The Mozart Group (TMG), una “startup militar” fundada por un exintegrante de las Fuerzas Especiales, Andy Milburn. Antes de disolverse a fines de enero de este año por un conflicto entre sus integrantes y denuncias de negocios opacos con la guerra, los mozartianos se proponían “construir una capacidad sostenible en las unidades militares y de defensa territorial de Ucrania para que pueda defenderse de la invasión de Rusia”.
Como si faltaran apropiaciones espurias, el conflicto que nos estremece ha dado la posibilidad que exlegionarios franceses funden en el teatro de operaciones el Team o Équipe Berlioz, por el autor de la Sinfonía fantástica, para darle a la ruina de la cultura de estos tiempos bélicos una sazón parisina. ¿Sabrían de las caricaturas del siglo XIX en las que se asociaba al portentoso sonido de sus obras con una unidad de combate?
AG/MG