PURA ESPUMA

Hablar con un facho

5 de mayo de 2024 00:21 h

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Hace un billón de años (1952), EMECÉ publicó la correspondencia que Paul Claudel y André Gide mantuvieron entre 1899 y 1926. Es una discusión de veintisiete años, en la que se revelan cuestiones inherentes al proceso inestable de intercambios entre dos personas a lo largo del tiempo. 

El resultado es un modelo de discusión seria, tal vez la única posible: dos hombres nadan a favor y en contra de la corriente de sus propios pensamientos y nunca condescienden a la bajeza de ofender o de sentirse ofendido.  

Claudel tiene una neurosis religiosa que lo arrastra a la misión de convertir amigos al catolicismo. Le había ido bien con Francis Jammes, pero Gide es un fémur de titanio que pulveriza la dentadura de quien intente roerlo. Su dios es el deseo. Aun así, las crisis de desacuerdo, lejos de interrumpir la discusión, la prolongan.

El 2 de marzo de 1914, Claudel le escribe: “¡Por Dios, Gide! ¿Cómo ha podido usted escribir el pasaje que encuentro en la página 478 del último número de la N.R.F.?”, y agrega: “si usted no es un pederasta, ¿a qué debe su extraña predilección por esa clase de sujetos? Y si es usted uno de ellos, cúrese, desdichado, no haga alarde de sus abominaciones”. La carta termina con: “Su apenado amigo”.

Gide le contesta en un estado del que podemos intuir los temblores morales que lo sacuden. Le recuerda que está casado y le dice que ama a su esposa más que a su vida, pero “pareciera que en mí el amor impidiera el deseo”. Y le dice algo que es una frase hecha, un verso universal y una verdad de piedra acerca de la carne humana: “Yo no elegí ser así”.

La escaramuza enfría la correspondencia, que luego se reanuda con los “Querido amigo:”. Es una amistad de diferentes, como hay tantas, y tan acérrima en la voluntad de mantenerse, aunque más no fuese en el recuerdo, que en 1929 Gide dice en sus diarios: “Lejos estoy de creerme mejor que Claudel”. No alucinar superioridad respecto de los otros: ¿tanto cuesta ejercer ese deporte saludable?

Las discusiones, si el que discute evita abrazarse al palo enjabonado de la vanidad, son fenómenos de carácter orgánico. Se vive un poco, y otro poco se muere en las discusiones. La gracia no está en ganar o en perder sino en permitir una filtración mutua de pareceres, siempre que estos no sean cualquier cosa.

Para que ocurra este beneficio debe haber en las partes un piso de calidad argumental obligatorio. Tanto tener que reclamar ese mínimo como negarlo, revela fallas a veces insalvables que convierten las discusiones en un choque de bolas de acero. Pongamos un ejemplo imaginado: Albert Einstein resucita, visita la Argentina y va a Neura a discutir la Teoría general de la relatividad, invitado por Alejandro Fantino, que ahora está copado con la física y entonces da clases de física mientras toma clases particulares de física (no aprende para saber sino para enseñar).

Antes de sentar a Einstein en la silla de gamer del streaming de Neura, Cuggini le endereza un poco las crenchas en el camarín y la producción le recomienda hablar corto para no matar el ritmo del programa. Einstein arranca: “O sea, digamos… La energía E de un cuerpo en reposo es igual a su masa m, multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado…”.

Entonces, lo intercepta uno al que le dicen Tronco, un columnista de Fantino que acabo de inventar para esta nota (ya sé que es una exageración que una cosa así exista en la vida, pero la imaginación no es realista), que vive en un ecosistema de emociones violentas. Se para arriba de la mesa, revolea la silla, absorbe de la comisura su saliva de espuma envenenada, y grita: “¡Qué decís Einstein y la concha de tu madre! ¡Masa m, la poronga! ¡Impresentable! ¡Luz al cuadrado la puta que te parió! ¡Hablá bien, pedazo de vendehumo! ¿Vos te pensás que soy tarado? ¡No se puede creer este país de mierda! ¡Hay que parar de mentirle al laburante, viejo! ¡Tomatelá! Astrofísico de la concha de mi hermana sos vos…”.

Entre las restauraciones de la época, dado que esto no es ninguna novedad, se ha comenzado a extender una actividad proliferante como alguna vez lo fueron el paddle y la construcción de canchas de paddle. Se trata del entretenimiento social llamado “Hablar con un facho”. De repente, una costumbre olvidada resurge, y hay que hablar con un facho, y luego con otro y con otro más, dado que se levanta una piedra y aparece uno.

Lo primero que hay que considerar: la energía del facho. ¡Por dios! ¡No para! Es una máquina de sostener ideas con inserciones de estadísticas utilizadas al modo poético, como se usa la estadística, que es un lenguaje más romántico que el verbal. Es asombroso cómo le da a la matraca del verso “documentado”, con el propósito de suprimir aquello que le disgusta del mundo (es en la voluntad de supresión donde se revela el facho).   

Esta semana hizo ruido uno, invitado al programa de Ernesto Tenembaum en Radio con vos, llamado Nicolás Márquez. Es un escritor de libros de política que me comprometo públicamente a leerlos en otra vida, y que intuyo tributarios de un barroco pesado, digamos de La Escuela de lo Insoportable. De lo contrario, ¿para qué habló, como una víbora que se muerde la cola, del HIV, la gonorrea, el Ministerio de Salud de Estados Unidos, el alcoholismo, el tabaquismo, los índices de expectativa de vida y no sé cuántas hepatitis, pudiendo decir, simplemente: “muchachos, me van a tener que perdonar, pero no me puedo tener de lo antiputo que soy”?

Pero no lo dijo. Empachó, acalambró de pliegues rococó su discurso y, para evitar también asumir que es un mataputos porque tiene adentro la estaca incandescente de la homofobia, dijo que la homofobia (la fobia que lo inquieta como si fuese un deseo desesperado) no existe. ¿Cómo no va a existir la homofobia si justamente es Márquez la prueba viviente de su existencia? Presionado por algún resabio de corrección, intentó zafar haciéndose el filólogo: “la homofobia es un invento idiomático”. Y, sí amigo, obvio Borges, claro Miguel de Cervantes. Tan invento idiomático como “es”, “un”, “invento” e “idiomático”.

Pero no quisiera estacionarme en la excitación, la pasión enciclopédica casi monográfica y el despecho y quizás los celos otelloanos que le provoca a Márquez el universo “insano” de la homosexualidad, de la que habla como pedaleando en el Tour de France, aunque nadie le pregunte. El tema de este artículo, que es “Hablar con un facho”, debe concentrarse en la discusión acerca de si hay que invitar o no invitar a un facho a un programa de radio, se llame Márquez, Cúneo o este personaje Tronco que les inventé.

Hay que invitarlo: ¿por qué no? Ahora, ¿por qué sí? Porque es un gesto negacionista no reconocer su existencia, y una paradoja (fascista) no dejarlo hablar, aun cuando el resultado de hablar con un facho sea el de hablar con la pared. No hablar con el facho porque es facho es bastante facho.

Sin pretender la elegancia y las rispideces de la larga discusión entre Gide y Claudel que tienen un siglo que no va a volver, quizás podamos entender que esta temporada, que viaja a la velocidad de la luz hacia el individualismo más bobo y violento de la historia (el del ciudadano-App que se cree sujeto) necesita una mínima cultura de la correspondencia. Es preferible pagar o cobrar con la moneda gratuita del lenguaje una relación mala, a no tener ninguna.

JJB/MF/MT