Estoy leyendo el libro de la jamaicana Claudia Rankine, “Solo nosotros. Una conversación estadounidense” (Eterna Cadencia), un ensayo personal y originalísimo sobre el racismo, en el que la autora se pregunta si todavía podemos conversar con el otro e imaginar un tipo de futuro común en un mundo marcado por la intolerancia y el supremacismo. La tesis principal del libro es si vamos a ser capaces de tener una conversación pública y madura acerca de la blanquitud como sistema de pensamiento, aun cuando las personas blancas, sobre todo hombres, sigan negándose a tratarlo en serio y acusen sentirse violentados por ello.
Rankine desentraña la desigualdad estructural desde la superficie, somete sus hallazgos a la verificación de datos y exprime la información que le ofrece desde una pequeña pugna en un avión con un señor blanco o en la sala de espera de un consultorio médico, hasta una cena con amigos o la reunión de profesores y padres en el colegio de su hija. Habla con todas las personas que le rodean y en cada espacio encuentra señales de cómo funciona el privilegio y cómo se construyen viejas y nuevas formas de exclusión y odio.
El problema de no estar hablando del privilegio blanco es que luego aparece un descerebrado de 18 años propietario legal de un arma, que ha deglutido desde niño propaganda nazi, y descarga balas sobre cuerpos negros y entonces es cuando nos llevamos las manos a la cabeza. Todo el que ha estudiado el asunto encuentra la correlación inmediata entre los discursos que se vuelcan desde arriba, en bocas de políticos y líderes de opinión a través de los medios de comunicación, y estos crímenes. Y sin embargo, vemos que tras la matanza en el supermercado de Buffalo (Estados Unidos), la obscena ultraderecha española elige continuar replicando el discurso del asesino: la teoría conspiranoica del gran reemplazo, según la cual habría un plan maestro para reemplazar a los blancos por migrantes.
El problema de no estar hablando del privilegio blanco es que luego aparece un descerebrado de 18 años propietario legal de un arma, que ha deglutido desde niño propaganda nazi, y descarga balas sobre cuerpos negros
Estamos hablando de civilizaciones con tradición genocida, responsables de desaparecer y borrar pueblos enteros, culturas y lenguas originarias, hablando de “genocidio blanco”, llevando la idea fake del racismo inverso a un nivel desquiciado para apuntalarse en esta guerra cultural. Está comprobado que los asesinatos racistas y clasistas de las últimas décadas contra migrantes o población racializada fueron cometidos por consumidores de estas majaderías. Uno de ellos, el supremachista Abascal, ha mencionado concretamente a migrantes musulmanes y subsaharianos como reemplazo del amenazado y frágil hombre español. Que lo lance sin tapujos en plena campaña andaluza, sin que le importe que su partido sea asociado a crímenes racistas aún frescos, solo significa una cosa: saben que su racismo violento les hace ganar votos. No es cosa de un grupito de chiflados. Lo nazi hoy en día hace a algunos subir como la espuma, ganar elecciones y hasta ganar Eurovisión.
Por eso no podemos limitarnos a hablar de cómo se maltrata a los no blancos, hablemos también de cómo se benefician quienes detentan el poder racial. Poner el acento en la importancia de lo interpersonal es un acierto del libro de Rankine porque, como ha dicho la autora, “las personas hacen las estructuras, las estructuras no nacen de la nada”. Y es tarea urgente tumbarnos de una vez las estructuras blancas supremachistas, algo muy distinto a reemplazar a personas blancas, que es lo que afirma Abascal.
Por la parte que nos toca, les sudakas en el reino, chanelistas de corazón, seguimos poniendo nuestro invalorable granito de arena en la destrucción de Occidente. Sobre todo les hijes que tenemos a porrones en este territorio y que enseñan día a día a hablar a los jóvenes españoles en perfecto dominicano reggaetonero. Así no paramos de infectar con nuestras lenguas bífidas al español de España, al que ya no lo salva ni la oficina de Toni Cantó.
GW