La llamada “justicia social” es una abominación, un robo. Eso nos dice el candidato de extrema derecha que aspira a gobernarnos. Pone en palabras, abiertamente, lo que la derecha no nos decía hasta ahora: que detesta los derechos colectivos y que preferiría que no existiesen. La educación, por ejemplo, no es un “derecho”: es un servicio. No es “gratuita” porque alguien la paga. Reclamar que sea gratuita sería, entonces, creerse con derecho a robarle a otro para acceder a un servicio. Una inmoralidad. Este es literalmente el razonamiento que Milei repite hasta el hartazgo. No hay derecho a la educación, ni a la salud, ni a la vivienda, ni a nada más. Los únicos derechos que merecen reconocerse como tales son los individuales, los derechos con los qua uno supuestamente nace, los que no requieren decisiones del Congreso ni consumen partidas presupuestarias: el derecho a la vida, el derecho a la propiedad y el derecho a la libertad, entendido como la posibilidad de hacer lo que uno quiera sin que nadie lo moleste. Punto. Es resto son servicios: que cada uno se los procure como pueda. La frase “ante cada necesidad nace un derecho” sería el colmo del absurdo.
En un punto tiene razón: la frase es bonita, pero no pasa de ser una exageración. Como sociedad no nos ocupamos de proveer a todas las necesidades que se le ocurra a cada uno. Reconocer un derecho nos cuesta plata. Hay que pagarlo. Y no podemos pagar todo y cualquier cosa, ni tendríamos por qué.
El argumento contra los derechos colectivos, sin embargo, es tontísimo. Porque no hay derecho que no sea colectivo. Nadie nace con derechos individuales: también esos surgen de un acuerdo colectivo. Hemos decidido, como sociedad, que no podemos quitar a nadie la vida. Ni las personas ni el Estado pueden matar. Otros países, en cambio, decidieron que el derecho a la vida puede perderse. En Estados Unidos dan inyecciones letales a quienes cometen crímenes graves, en Arabia Saudita ejecutan a los enemigos de la religión. Es decir que el Estado, como representante del colectivo social, tiene la potestad de quitar la vida. Con el derecho a la propiedad es inclusive más claro: lo concede el Estado y sostenerlo nos cuesta a todos una fortuna. De hecho, es uno de los derechos en los que el Estado más invierte.
No existe la propiedad sin el Estado, que es el que la da valor legal. Por supuesto que la gente poseía bienes antes de que hubiese Estado. Pero posesión no es propiedad, como bien saben los pueblos originarios, cuya posesión milenaria de tierra cae derrotada ante cualquiera que aparezca con una escritura firmada el día anterior ¿Cómo se define quién es propietario de qué? Casi siempre, por un título de propiedad que concede el Estado (o un escribano en nombre del Estado). La casa que ocupamos, la canción que compusimos, la moto, la patente de lo que inventamos, todo eso se convierte en propiedad solo cuando el Estado interviene. Nadie es propietario de un terreno o un vehículo si no puede demostrarlo con el título. Nadie tiene una patente si no la tramitó. Además, tener una propiedad implica el derecho de venderla o legarla a otros. Todo eso significa que, para gozar de ese derecho, necesitamos del trabajo de todos los empleados y funcionarios que se ocupan de emitir los títulos y patentes, controlarlos y registrar las transferencias. Y, mal que le pese a Milei, también de esos políticos horribles que escriben el Código Civil que regula el derecho a la propiedad o que votan leyes como la de propiedad intelectual o de patentes, que convirtieron en propiedad cosas que antes no lo eran: ideas.
Sumemos a eso que los derechos que uno adquiere por compra o transferencia pueden generar disputas y desacuerdos. Un título de propiedad puede ser imperfecto, una transferencia mal hecha. La sucesión de los bienes de un difunto puede ser discutida por un heredero que aparece inesperadamente. Garantizar la firmeza del derecho de propiedad requiere entonces toda una serie de procedimientos legales, cortes y juzgados, que también cuestan dineros que solo parcialmente pagan a veces los interesados.
Sumemos a eso lo que cuesta proteger la propiedad del robo. Decenas de miles de policías y sus sueldos para cuidar que no haya robos en las calles, para perseguir ladrones de autos, para custodiar bancos. Cantidad de peritos y expertos en delitos complejos, en estafas, en robo informático. Una gran parte de nuestros impuestos va para todo ello.
Y se puede seguir sumando mucho más: el Estado gasta fortunas para preservar los activos financieros de las personas o las empresas. Se nota, por ejemplo, cada vez que hay una crisis del sistema bancario y el Estado sale a poner carretilladas de fondos de los contribuyentes para que los bancos no queden en bancarrota, para que el capital del que creen ser propietarios los ahorristas no se esfume en el aire.
Si a todo eso agregamos otros gastos que indirectamente revierten en el derecho de los propietarios, la cifra final de lo que ponemos es astronómica. Quien tiene un capital de millones de dólares por esas hectáreas de tierra que posee en La Pampa, en el sur de la Provincia de Buenos Aires o en Mendoza posiblemente no sepa ni quiera saber qué porción de ese valor se la debe a las inversiones del Estado en caminos, ferrocarriles u obras para el manejo del agua. Cuando esas tierras estaban en el medio de la nada valían eso: nada.
Y si seguimos ampliando la lente para visualizar todo lo que, como sociedad, aportamos a que exista la propiedad privada y a que valga más, el cálculo sin dudas superaría lo que hemos decidido gastar cuando definimos que la salud o la educación sean derechos a los que todos puedan acceder. La derecha se olvida de todo este costo con el mismo entusiasmo que pone en denunciar los dos pesos con cincuenta que nos cuesta dar a las personas trans la posibilidad de tener un empleo digno. Eso es un “robo”, lo otro no.
No hay tal cosa como derechos “individuales” o “naturales”: los derechos nacen y mueren como decisiones sociales, es decir, colectivas, políticas. Cuando Milei dice que detesta la justicia social no está haciendo un planteo moral contra el “robo”, como él dice. Solo está proponiendo una jerarquía entre las personas, dividiendo entre aquellas que merecen tener derechos garantizados y costeados por todos y aquellas que no. El propietario es el centro; el desposeído, bueno, que se ocupe de sus necesidades él solito o que agradezca las dos chirolas que le tiramos.
En favor del derecho a la educación o a la salud, digamos que son un capital que todos podrían tener. Dar educación a un joven no significa que otro no la comparta, porque es un bien inmaterial que no mengua cuando uno lo adquiere. El conocimiento se puede compartir al infinito, la salud que uno tenga no la pierde el otro. No casualmente, la propiedad privada es el único derecho que, por definición, necesita excluir, privar del acceso, hacer de un bien algo privativo y restringido para los demás. Es, en definitiva, el único derecho que está en función de asegurar la desigualdad.
Ya que la derecha blanquea que detesta que queramos vivir en una sociedad más justa, podría aprovechar el mismo impulso a la sinceridad para blanquear que la pasión fundamental que la anima no es la libertad, sino la desigualdad. Que la libertad que quiere que avance es solamente una, la del capital, que a su vez exige que se extingan las demás.
EA