En el sistema de producción masiva de series -ficciones sometidas a una exigencia de rendimiento que no hace sino ir anticipando el descenso de tanta fiebre plataformera- quien narra es el algoritmo. Aquellos teóricos que a mediados del siglo XX vaticinaron “la muerte del autor” -Roland Barthes, Michel Foucault, Jacques Derrida- imaginaron nuevos agentes encargados de producir textos, narradores ya no ligados necesariamente a la rutilancia del nombre propio. Sin embargo, no llegaron a identificar que hoy reinaría un cálculo matemático. Ahora, gusta lo que un algoritmo confirma que gusta: en ese proceso, el creador de una serie se ve sometido a hacer cuentas y el resultado de sus operaciones suele ser un número entero. Salvo, claro, que quien dirija sea un artista. Ese es el solitario, silencioso caso de The underground railroad, la serie que creó para Amazon Prime Barry Jenkins.
Ganador del Oscar por la intensísima Moonlight (2016), Jenkins logra con esta historia basada en el libro homónimo del premiado novelista norteamericano Colson Whitehead, un producto de un realismo grave. El peso de su propuesta, marcado por las verdades ardientes del racismo imperecedero, trastorna el panorama de las producciones para pantallas. A lo largo de diez episodios colmados de dirección -bueno, sí, por esto mismo no es exactamente una serie, porque sobre todo hay dirección- The underground railroad se centra en el personaje de Cora, interpretado colosalmente por la actriz sudafricana Thuso Mbed. Con ella, Jenkins actualiza aquella idea clave de la lucha abolicionista: la imagen de “un ferrocarril subterráneo” como alusión a las vías de escape que fueron logrando liberar esclavos norteamericanos en el siglo XIX.
En la producción, ese ferrocarril metafórico cobra forma visual real. El director escenifica cada avance, pausa o retroceso en el camino hacia la liberación. Hay agujeros secretos por los que escabullirse de las plantaciones y hay permanentes obstáculos. También están “los conductores” (los guías) y los jefes de estación, responsables de ocultar a algunos pasajeros en sus casas. La historiografía asegura que este mecanismo logró salvar a alrededor de cien mil personas, sobreponiéndose a las persecusiones de los amos, con algo de agua, poca comida e incapacidad de interpretar los mapas debido al analfabetismo. Para evitar los lugares demasiado comunes que pueblan los relatos sobre la negritud y para imponerle a la plataforma un tiempo de narración que no se nutra solamente del efectismo del látigo, la tortura y el encadenamiento, Barry Jenkins apela a la zozobra, la suspensión, la imagen difuminada y el ritmo semimuerto. De esta forma, The underground railroad termina siendo una fábula sobre cómo la subjetividad aplastada es invitada a reponerse sádicamente por etapas.
Las concesiones graduales que una Nación sabe ofrecer para mantener a una parte de su población en un estado de incompletud y dependencia mientras parece que la suelta, asoman de episodio en episodio, entre Carolina del Norte y Carolina de Sur, entre Georgia, Tennesse e Indiana. Durante esos periplos, el tren emancipador ata y desata a sus pasajeros. Jenkins trabaja el texto de la novela con una delicadeza que confirma su objetivo: contar las subvidas de quienes nacen envueltos para el amo y a la vez se las pueden arreglar bien. Las vidas de los que no pueden subirse a ningún medio de transporte que los conduzca a un estadio de mayor protección sin la obligación de dar testimonio; sin transformar su existencia en un pasaporte que sólo se obtiene si quien lo pide cuenta sus martirios. Las vidas de los separados que igual, son iguales. Las vidas de “los negros” que cada tanto incluyen a “un negro elegido”.
Nacer libre pero tener que comprar la libertad. Ser fugitivo casi siempre. Intentar detener la ira que desata el blanco expoliador. Huir, moverse y mudarse sabiendo que igual no hay a dónde ir. A partir de aquella esclavitud, The underground railroad tematiza el destino manifiesto. Cuando el cuerpo, la cara y las formas son una sentencia de secundariedad y aún forzando decencia, la condena no perdona. Hasta dónde es posible hoy insubordinarse si “el tren siempre se va y no has encontrado las palabras”. En varios tramos, la serie recuerda que al igual que los blancos, no hay nada que los negros “no puedan hacer”. El mundo no depende de la capacidad. El mundo baila la milonga de los derechos otorgados a cuentagotas. Los derechos aplaudidos como dádivas paulatinas.
Cuando el cuerpo, la cara y las formas son una sentencia de secundariedad y aún forzando decencia, la condena no perdona. Hasta dónde es posible hoy insubordinarse si “el tren siempre se va y no has encontrado las palabras”.
Perturbadora hasta en la fotografía, poética y áspera, esta obra de Barry Jenkins interviene directamente sobre uno de los rasgos más definitorios del presente y las formas de minorización que parten las sociedades en, por lo menos, dos pedazos. Cuando uno de los personajes recuerda que “siempre hay un negro dispuesto a matar a otro negro”, dibuja la situación más poderosa de la actualidad. Esa complicidad de base -matarse entre iguales- reenvía a una certeza desoladora. Estamos al amparo de nuestra propia piel y las mayorías no están dispuestas a tolerar nuestra insolencia.
Quieren que les demos las gracias por dejarnos vivir.
FT