Cuatro de la tarde y llega al celular la peor noticia: los jugadores de la Selección se acaban de subir a helicópteros para contemplar desde el aire la multitud que salió a las calles para coronarlos personalmente con la Copa del Mundo. La novedad corre como pólvora en la Ciudad. Empiezan los gritos y bocinazos. El fútbol resignifica el 20 de diciembre: ahora son Messi y la Scaloneta los que están en el aire, viendo diminutos a los millones que desde temprano le hicieron el aguante sobre el asfalto. ¿Todo fue en vano?
A las nueve de la mañana en la salida del subte B de la estación Uruguay hay banda de sonido popular. “Muchaaaaaaaachos”, retumbaba en los oídos al poner un pie en la avenida Corrientes.
Ahí justo donde Olmedo y Porcel se ríen sentados de algún chiste en secreto, alguien les pone encima de sus brazos de estatua una botella de fernet y otra de coca. “¡Cien pesos la foto!”, grita, sumando su humorada popular. Hay quienes se prenden: una selfie, otra y otra. Nadie le paga.
Parece que va a ser un hermoso día de campeones: a lo lejos el Obelisco ya se ve atestado de gente, esperando para ver en carne y hueso a la Scaloneta de Messi, que ahora mismo se está sacando fotos con la Copa del Mundo en la cama donde durmió en el predio de la AFA.
Cada metro hacia la 9 de Julio es subir un punto el volumen de los cánticos. El pueblo desayuna cervezas y vinos para hidratar la garganta del aguante. Dicen que los jugadores van a pasar por acá después que salgan al mediodía desde Ezeiza. El sol ya calienta y la ilusión está intacta.
“Es una alegría inexplicable”, dice Edith, 61 años, el pelo canoso, en silla de ruedas que su compañía empujó desde Once. Ahí cerca suyo, hay un grupo familiar que está desde las 2 de la mañana.
“Dejamos todo para ver a Messi”, dice la jefa de familia, treintañera, de Moreno. A sus pies se desparraman frazadas y cartones. Hay un chico durmiendo, sin importarle el caos a su alrededor. Es imposible caminar los diez metros que hay hasta el monumento mismo del Obelisco. Solo se puede conversar a los gritos.
También hablan los carteles de un nuevo ídolo popular: “Dibu te chupo la pija”, exclama una cartulina. “Dibu haceme un hijo”, pide otra. “El Dibu le pudo hacé upa”, confirma una tercera, con una imagen casera de la Copa.
Diez de la mañana y ya están prendidas las parrillas de patys y choripan. Aceptan efectivo y Mercado Pago, porque hoy la economía popular se quiere hacer el aguinaldo (regalo de Navidad se lo trajo la Selección). Quinientos pesos la réplica de plástico de la Copa. Cinco mil la que parece tener el tamaño y el peso de la original. Tres cervezas por mil. Y quinientos la nieve loca.
El campeonato es un carnaval y los invitados llegan de todos lados. Caminar hacia el sur de la 9 de Julio y no parar de cruzar gente de enfrente. “¿Nos subimos ahí?”, se preguntan en un grupo de amigos. “No, no, que es de vidrio”, los rescata uno. Pero todos los techos del Metrobus están copados. Solo en uno se pueden contar catorce pares de piernas colgadas.
Ya son las once y alguien pone el himno. Si el domingo hubo un millón festejando, acá ya hay el doble. Adultos mayores, adultos, jóvenes, niños y bebés. No hay edad para festejar un Mundial. Todos somos campeones. Thiago, Tiziano y Lucas vinieron con su papá desde Ituzaingó en un Clio azul con la bandera argentina pegada en el capot y un inflable de Messi en el techo, lucecitas de navidad y globos celestes y blancos. Lo estacionaron cerca del Ministerio de Desarrollo Social y no tienen para donde ir: “Estamos acá parados, esperando que llegue la Selección”.
Llega el mediodía y es la hora de la verdad. Ni siquiera comenzó el recorrido del colectivo y un tuit en la cuenta oficial del plantel cambia todo los planes: el equipo no va a pasar por el Obelisco, sino que va a saludar desde la autopista 25 de Mayo y la 9 de Julio. Entonces todos corren. El millón o dos o tres que estaban en el Obelisco empieza a movilizarse hacia el sur. “¿Para dónde van?”, pregunta un desprevenido, en contramano.
Un operativo policial que corta las subidas a la autopista obliga a la multitud a quedar detenida en la 9 de Julio, y todas sus arterias en esa zona: Lima, Irigoyen, Humberto 1, San Juan, Carlos Calvo. Subo a un terraplén de la autopista y aguanto ahí. Es todo cánticos y euforia. Desde acá vamos a ver pasar la Selección, supuestamente en media hora. ¿Desde acá la vamos a ver pasar?
El tiempo se mata gritando “Muchaaaaachos”, “El que no salta es un inglés”, y “volvimos a ser campeones como en el 86”. La playlist de la Scaloneta. Se agita al aventurero que se trepa a los postes de luz de unos cuatro metros. El sol pega de lleno y no hay sombra. Una persona pide una botella vacía , la corta con los dientes y hace pis.
Una hora sin rastros del colectivo y la policía abre las vallas. Corremos por la subida a la derecha y al frente ya se ve el edificio de Canal 13. Bajo uno de los satélites del multimedios, dos banderas argentinas exclaman: “Gracias Selección”. La gente copa la autopista como si fueran aquellos días de hace 21 años, en el 2001. Pero en vez de bronca hay algarabía.
También hay desconcierto. No hay señal de celular y la pregunta cantada es ¿pasan por acá?. “¡Eh, señora. ¿Saben por dónde están?”, le gritan a una vecina que tiene su ventana hacia la autopista. Ella levanta los hombros. Ahora le piden que revolee una botella con agua. Una nena de tres años está sentada sobre una camiseta de la Selección en medio de la autopista. Come una empanada fría y va a tomar agua de la que revolee la señora por su ventana.
Más allá, un vecino tira baldes de agua a la multitud. Hace tanto calor que se pega la brea a la suela de las zapatillas. La Scaloneta todavía no llegó al peaje de la Ricchieri y la 25 de Mayo es un deambular. En el cielo se ven tres aviones militares. El sonido retumba. Ya son más de las dos de la tarde y encaro la bajada a la avenida San Juan. Voy con muchos a paso lento. Todos apretados, transpirados, desilusionados sin haber podido ver a Messi con la Copa. Cinco horas después, y a más de cuatro kilómetros del Obelisco, llego a San Juan y Entre Ríos. Siguen los cánticos y los bocinazos. Desde un auto le dan a todo volumen el relato de las atajadas del Dibu y el penal de Montiel.
Entonces la noticia de que subieron a los jugadores a helicópteros y, desde el cielo, nos están saludando a los millones que aguantaron todo el día. Es un comentario en las veredas el caso de la persona que se tiró hacia el colectivo. En el microcentro, no se supo de un solo incidente. Aunque millones no vieron a los campeones, el pueblo los coronó.