Muchos son los méritos, artísticos y políticos, de “Argentina, 1985”. La existencia misma de la película, como vector de Memoria ante el lento pero sistemático desgaste del par democracia-derechos humanos fundado en los años de plomo y de la transición, y reimpulsado desde 2003. Traer a primer plano la imprescindible labor de los jóvenes—incluido el propio Moreno Ocampo— que formaron el equipo de Strassera. El tono de la narración, que sabe contrarrestar con porteñísimo humor un fondo luctuoso, que a su vez nunca se desborda hacia el melodrama. Y las actuaciones (¡“Strasserita”!); la voz de Miguel Abuelo, festiva y al tiempo dolida, como aquellos años; el retrato de la familia del fiscal; y más cosas. En definitiva, se trata de una película inteligente y emocionante, valiosa y útil, en especial para las nuevas generaciones, que no vivieron aquellos días.
También hay un hueco en el filme, importante en términos de la propia lógica de “Argentina, 1985”. Como dijo su director, “puede ser que haya querido hacer una película de algo que salió bien”. En efecto, quizá los 40 años de democracia en Argentina que se cumplen en 2023 sean el logro más grande que como sociedad hayamos conseguido. Hay un consenso científico y social en cuanto a que esta continuidad democrática no hubiera sido posible sin el fundamento ético-político de los Derechos Humanos. La pregunta entonces es cómo se construyó ese pilar, qué hizo posible reunir dos elementos que por muchos y diversos motivos habían estado separados. De hecho, la propia noción de “derechos humanos” no estuvo en la agenda política hasta 1977, cuando las Madres de Plaza de Mayo —en el helado desamparo de la dictadura— comenzaron a reclamar por todos los hijos y familiares.
El hueco está constituido por tres eslabones: los organismos de derechos humanos, la Conadep y la decisión política de Alfonsín de enjuiciar a los dictadores. Son los tres nudos del proceso de construcción de una nueva voluntad colectiva en Argentina.
La película se centra en la labor heroica de Strassera y Moreno Ocampo. Y aunque reconstruye artísticamente muy bien la época, sin embargo el contexto político parece circunscribirse al despacho y a la casa del fiscal, a donde llegan desde fuera las amenazas de los servicios y las presiones del gobierno. Aquí es donde se ve el hueco al que me refiero. Diría que está constituido por tres eslabones: los organismos de derechos humanos, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y la decisión política del presidente Alfonsín de enjuiciar a los dictadores. Son los tres nudos del proceso de construcción de una nueva voluntad colectiva en Argentina.
Si la clave de la película es mostrar que la muerte no podía ser más un recurso político, las Madres, Abuelas y los organismos de DDHH pusieron sobre la mesa la demanda de Verdad y Justicia, que llevaba implícita aquella afirmación. Alfonsín captó esa nueva voluntad en ciernes y la impulsó —también contra sectores de su partido— al proponer a la ciudadanía reconfigurarse alrededor de la voluntad programática de enjuiciar a los responsables del terrorismo de Estado. A tal punto fue clave su propuesta que, de no haber ganado, no se habría celebrado el juicio, pues el peronismo proponía aceptar la autoamnistía (llamada “de Pacificación Nacional”) promulgada por la dictadura semanas antes de salir del gobierno. Esa autoamnistía se sustentaba en un informe sobre lo ocurrido, que la dictadura transmitió por televisión a todo el país: no hace falta decir que se basaba en la noción de que las violaciones de los DDHH habían sido errores y excesos de los subordinados, propios de toda guerra, la cual había sido desatada por el “comunismo internacional”.
Para quebrar ese relato —en parte afincado en la sociedad, con el célebre “algo habrán hecho”— y afirmar la democracia, Alfonsín abrió el camino al juicio. Me animaría a decir que lo pensó sobre todo como momento de revelación de una verdad oculta por el carácter clandestino y terrorista de la represión. Esa verdad mostraría que la democracia no era simplemente unas reglas formales, sino que el contenido de éstas era la defensa de la vida, mellando así cualquier legitimidad para futuras tentaciones autoritarias, muy probables en una democracia débil como aquélla. Para ello, a cinco días de asumir el gobierno, convocó a sesiones extraordinarias al Congreso para derogar la autoamnistía por “inconstitucional e insanablemente nula”. Como no tenía mayoría, necesitaba sobre todo del peronismo, que lo apoyó sin fisuras. También creó la Conadep, a fin de recoger los testimonios de las víctimas y reconstruir —a modo de una instrucción judicial— el sistemático plan represivo ilegal de la dictadura, con el objetivo de denunciarlo. Estos testimonios constituyeron la base de la acusación de Strassera y Moreno Ocampo. En la película, esta conexión es débil, pues si bien los miembros del equipo de Strassera van a buscar testigos para el juicio en los archivos de la Conadep, que gracias a su gran labor constituyen un océano inabarcable, el espectador —pienso sobre todo en los jóvenes, pero también en los extranjeros— no tiene información por la trama de qué es la Conadep, cuyos miembros trabajaron incansablemente bajo amenaza y a menudo siendo espiados por los servicios. De hecho, el bello y recordado final del alegato de Strassera (“Señores jueces: ¡Nunca más!”) remite al título del informe de la Conadep, de 1984.
Alfonsín también promovió en 1984 la reforma del Código de Justicia Militar, para que el fuero militar juzgara los delitos de la dictadura. Y también para permitir que si —como se preveía— no lo hacían, se pudiera apelar a la justicia civil
Alfonsín también promovió en 1984 la reforma del Código de Justicia Militar, para que el fuero militar juzgara los delitos de la dictadura, con el fin de autodepurarse y sumarse a la democracia. Y también para permitir que si —como se preveía y finalmente ocurrió— no lo hacían, se pudiera apelar a la justicia civil. Así fue como le llegó la causa a Strassera. Esto tampoco queda claro en la película.
El texto de apertura de la película indica que Alfonsín decidió llevar el juicio adelante. Sin embargo, el rol del gobierno en relación a Strassera parece al fin decantarse del lado del obstruccionismo. Por una parte, la película parece no querer hablar de las fuerzas políticas de entonces, para dar protagonismo a la labor de la fiscalía. Pero, por otra parte, muestra a un ministro del Interior —Antonio Tróccoli, de la derecha de la UCR— sustentando la teoría de los dos demonios y presionando al fiscal. La convocatoria de Alfonsín a Straserra al departamento de la avenida Santa Fe del presidente también es ambigua. Según le cuenta el fiscal a su esposa, el presidente al despedirse le dice “estoy ansioso por escuchar su alegato”. Lo cual se puede interpretar como una presión para rebajar el pedido de condenas (“ojo con lo que va a decir”) o como una afirmación de la separación de poderes (“diga lo que tenga que decir”), que es como lo entiende la esposa del fiscal. En todo caso, la posición política de Alfonsín —que se remonta a la campaña electoral— fue lo decisivo en esos años, no la estrictamente institucional. Esto, a mi juicio, no tiene un tratamiento justo en la película.
No se trata de saber quién hizo más, si los organismos, el fiscal o el presidente. No se trata de saber quién fue el único héroe de esta historia. Tampoco de señalar lo que falta en la película, pues sería una lista caprichosa e interminable. Para mí, el problema es que al concentrar la atención casi exclusivamente en la figura —heroica y merecedora de más reconocimiento público e institucional, algo que la película ayuda a resolver— de Strassera y su equipo, el filme pone en segundo plano lo que —siempre según mi interpretación— fue decisivo en aquella historia, que todavía es la nuestra: la dimensión colectiva de esa nueva voluntad de acabar con el pasado recordándolo cotidianamente a través de la justicia y del ejercicio de Memoria. Esa voluntad fue política, quizá en el sentido más hermoso del término.
El desgaste de aquel discurso ético-político que fundó la democracia comienza siempre —así puede comprobarse en estos días— por el desprestigio de la política como actividad, ya no sólo de los partidos, sino de cualquier ciudadano. Se quiere que “hacer política” sea sinónimo de inconfesables intereses particulares, de mezquindad, hipocresía y demagogia. La Argentina de 1985 fue posible porque la comunidad hizo política en su más alto grado, transformándose al enfrentar su propio pasado para construir un futuro nuevo.
Profesor Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid