En estos días vemos una ola de simpatía por los inmigrantes rusos que llegan al país. Un poco nos halaga que las rusas encuentren deseable tener pasaporte argentino y vengan a parir aquí. O incluso que quieran quedarse. ¿Por qué no? En la prensa leemos notas sobre sus experiencias: que si las engañan para tramitarles los papeles, que si las tratan bien en los hospitales, que si sus hijos son bien recibidos en las escuelas. La simpatía tiene sus raíces en el modo en que nos vemos como sociedad. Somos un país que se imagina como “país de inmigrantes”, siempre hemos acogido a los que llegan, tenemos una legislación benevolente para ellos y ellas. Y, comparativamente hablando, salvo algún episodio puntual, no hemos tenido ni tenemos violencia xenófoba preocupante como la que se registra en algunos países de Europa.
Cierto que la simpatía hacia los rusos no se replica hacia todas las comunidades. Pareciera un fenómeno masivo, pero en verdad son unos pocos cientos los que han llegado de Rusia recientemente. Argentina recibe un flujo de inmigrantes mucho más numeroso desde Latinoamérica: según datos de 2018, el 84% de los migrantes venía del vecindario, especialmente de Paraguay y Bolivia. Esas comunidades son objeto de menos simpatía, cuando no de hostilidad. No es habitual que veamos notas positivas en la prensa local. Es que Argentina es “un país de inmigrantes”, pero no de cualquier inmigrante: el relato dominante que da solidez a la identidad nacional nos quiere un país blanco y europeo, que llegó a serlo justamente por el ingreso masivo de personas blancas y de Europa. La llegada de inmigrantes de otras procedencias y colores, desde esta visión, supone una amenaza a la nación.
En la década de 1990 tuvimos una breve ola de agresiones xenófobas contra los inmigrantes de países limítrofes. Carlos Menem, Eduardo Duhalde y parte de la dirigencia peronista de entonces, algunos líderes sindicales y la prensa animaron una paranoia por la presencia de “extranjeros indocumentados” que, según decían, les quitaban el trabajo a los argentinos, se radicaban en las villas, cometían delitos. Eran tiempos del desempleo que causaban las políticas neoliberales y a alguien había que culpar. En 2010, a propósito de un reclamo de viviendas en el Parque Indoamericano, Mauricio Macri reeditó ese tipo de agresiones: relacionó a los migrantes de países limítrofes con la delincuencia y el narcotráfico y se quejó de que se atendiesen en los hospitales públicos. Se había puesto en evidencia la falta de políticas de vivienda en CABA y a alguien había que culpar. Pero nada de eso se puso en marcha a propósito de los rusos. Al contrario, algunas voces de nuestra derecha fueron particularmente cálidas para con ellos.
La dualidad que tenemos respecto de los migrantes dependiendo de su color y su origen está inscripta en nuestro lenguaje. En la época de Carlos Menem, una antropóloga de la Universidad de Georgia realizó una investigación sobre los prejuicios que en Buenos Aires se ponían en marcha contra los pobres. Uno de los que encontró fue la persistente extranjerización: sus entrevistados de clase media imaginaban que las villas eran tierra de “extranjeros indocumentados”. En décadas anteriores se los suponía migrantes, pero del Interior. Cabecitas negras. Sobre los villeros (que eran muy mayoritariamente argentinos) pesaba ahora la “acusación” de ser todos peruanos o bolivianos y, con ello, de ser un catálogo de falencias morales. Como lo eran los cabecitas negras, pero ahora encima extranjeros. La antropóloga notó entonces una curiosa inflexión del lenguaje. Los entrevistados no usaban el término “inmigrantes” para esos sectores. Eran “extranjeros”. Es que, en la Argentina, la palabra “inmigrante” tiene una connotación cálida, afectuosa. Es la palabra que mucha gente usa para referir a sus abuelos llegados de Europa, en esas narrativas morales que solemos construir, y que asignan a esos abuelitos el papel de haber traído con ellos la cultura del esfuerzo y del sacrificio que nos puso en la senda del progreso familiar tanto como del nacional. Los “inmigrantes” (europeos) son lo que está bien. Los otros son “los extranjeros”.
La simpatía o antipatía por los inmigrantes dependiendo de su perfil étnico tiene un componente racista bastante obvio. Que se traslada, además, al modo en que clasificamos y jerarquizamos a la propia población argentina. La extranjerización de los pobres porteños que notó la antropóloga hace algunas décadas continúa y se proyecta sobre otros sectores. La notó por caso una mujer negra, descendiente de una antigua familia afroargentina que está aquí desde tiempos de la colonia, cuando los oficiales de migraciones la detuvieron en Ezeiza porque sospecharon que su pasaporte era falso. La decían que “no podía ser argentina si era negra”. Justo a ella, cuyos ancestros seguramente tenían más antigüedad en el país que la del oficial que la detenía. Y la vemos también en estos días en la persistente campaña antimapuche: las voces de nuestra derecha insisten en demonizarlos de todas las maneras posibles, incluyendo la de expulsarlos de la nación. Son “indios chilenos” que nos invadieron. No importa cuántas veces los mejores historiadores y antropólogos de este país salgan a aclarar unánimemente que eso es un total disparate: la prensa sigue dando lugar a toda clase de charlatanes, alguno de ellos diplomados, que insisten con esa falsedad.
En fin, abuelitos italianos que llegaron ayer, rusos que llegan hoy, hermanos latinoamericanos que siguen llegando, cabecitas negras que migran entre provincias, pobres argentinos de todos los colores y orígenes que siguen acá, como siempre. Todos esos cuerpos tienen el mismo valor. Que nos cueste tanto aceptarlo es otro tema.
EA