La invención de la soledad
Susana Giménez está entrevistando a Charly García. Le pregunta si él es romántico. Charly le dice que sí. Qué divino, dice Susana, ¿te gusta cenar a la luz de las velas? Soy romántico, no boludo, le responde García.
El siglo XIX tenía una nueva percepción de la soledad. Y los poetas románticos ingleses, como William Wordsworth, Lord Byron, Samuel T. Coleridge, John Keats y Percy B. Shelley, escribieron bastante sobre una de las maneras de aceptar o combatir la soledad, la vía peripatética: salir a caminar sin motivo por los bosques. En un libro magnífico de David Vincent que se llama Una historia de la soledad, se cita a Thomas De Quincey y su famoso ensayo sobre los poetas lakistas, donde hace un cálculo sobre Wordsworth que fue muy comentado en su época. Dice que, a pesar de sus endebles piernas, el poeta habría recorrido a lo largo de su vida una distancia entre 175.000 y 180.000 millas inglesas, un modo de esfuerzo excesivo que, para el poeta, suplantaba el alcohol y cualquier otros estimulante de los espíritus animales.
Ver cambiar una palabra a lo largo de los siglos es como ver mutar a un animal adecuándose a determinadas condiciones de hábitat, incluso hasta su extinción. Pathos significaba la pasión, la emoción. Patético era alguien apasionado, ahora se lo usa para marcar que ciertas situaciones o personas son desagradables.
La vía peripatética, el arte de caminar y pensar, filosofar, algo que muchos solitarios han practicado, es algo que no sucede muy frecuentemente porque las personas tienen miedo de perderse.
En inglés, hay dos maneras de nombrar a la soledad, “solitude”, que es la soledad buscada, la que es necesaria para vivir bien. Y “loneliness”, la que aparta, aísla, encierra.
En la casa grande donde viví de niño, todos compartíamos el cuarto con alguien: mi madre se hizo hermana de mi padre en su cuarto, yo me hice amigo de mis hermanos en nuestro cuarto, mi tía dormía con su hijo -mi primo Carlos- en el cuarto de adelante y sólo mi padrino Bruno tenía una pieza para él. Para mí, esa condición especial siempre fue su tesoro. Es decir que, en algún momento del día, él podía ir y estar en soledad. Muchas de sus decisiones clave las debe haber tomado en la soledad de su pieza. Mi padrino almorzaba con nosotros durante los mediodías, pero por las noches salía a caminar y cenar sin compañía. Era algo que sólo podía suspender por una ocasión especial. Yo creo que en esos paseos en soledad él practicaba su veta romántica -sin bosques, en la segunda naturaleza de la ciudad- y cargaba combustible para la vida en común. Era una persona extremadamente dulce y atenta. Pero necesitaba estar solo una buena parte del día.
A veces la soledad extrema lleva a cierta misantropía, pero deja grandes poemas, como el poema “Deseos”, de Philip Larkin: “Más allá de todo, el deseo de estar solo;/ por mucho que el cielo se oscurezca con invitaciones/ por mucho que sigamos las instrucciones impresas del sexo/ por mucho que la familia se fotografíe bajo el mástil de la bandera:/ más allá de todo, el deseo de estar solo./ Por debajo de todo un anhelo de olvido:/ a pesar de las astutas tensiones del calendario,/ el seguro de vida, los programados ritos de la fertilidad,/ la costosa aversión de los ojos a la muerte:/ debajo de todo: un anhelo de olvido”.
Siempre me impactó la prosa volátil de Robert Walser, uno de los escritores que más influyó en el joven Kafka. Walser venía de una familia numerosa –su novela Los hermanos Tanner habla un poco de esto- y no estaba bien de la cabeza. Sufría de cierta sensibilidad a flor de piel que lo llevó con el tiempo a vivir en un asilo del cual salía -con un traje gris- a dar largos paseos para controlar sus nervios. W. G. Sebald le dedicó un libro a Walser, El paseante solitario, y dice cosas hermosas de este hombre que dejaba huellas en la nieve que se disipaban de inmediato. “Su prosa tenía la cualidad de disolverse al ser leída, de modo que sólo unas horas después de su lectura apenas se podían recordar los personajes, acontecimientos y cosas efímeras de que se había hablado. Todo lo que está en sus libros incomparables, tiene tendencia a evaporarse”.
En estos momentos, mientras escribo estas líneas, miles de personas están caminando en la ciudad. Algunos van hacia el médico, otros hacia una epifanía, algunas no saben a dónde van, traccionan para que pase el tiempo, algunos se encaminan en línea recta, como el perro, hacia su plato de comida. Ya no hay flâneurs f porque el mundo se volvió un lugar menos interesante que la realidad virtual. Yo desconfío de cualquier idea que no se me haya ocurrido caminando. Algunos pasos nos sirven para salir de nuestra pieza, otros pocos nos sirven para salir de nuestra vida.
En el capítulo séptimo de Los hermanos Tanner, Simón -uno de los protagonistas- sale a caminar en un día de frío y se encuentra en un costado del camino con un hombre tirado que tiene un sombrero en la cabeza que le tapa el rostro. Simón le saca el sombrero y se da cuenta que el que está ahí, muerto, congelado, es Sebastián, su amigo poeta: “Tus poemas, querido Sebastián, quiero llevarlos a una redacción, donde quizás los lean y les den imprenta, para que el mundo conserve de tí al menos tu pobre y fulgurante nombre. Yacer y congelarse bajo las ramas de un abeto bajo la nieve: qué espléndido reposo! Es lo mejor que pudiste hacer. La gentes está siempre dispuesta a hacerle daño a las aves raras como tú. Y a burlarse de tus sufrimientos. Saluda a los queridos y silenciosos muertos debajo de la tierra y no ardas demasiado en las eternas llamas del no ser”.
El 25 de diciembre de 1956, Robert Walser salió a hacer un paseo y fue encontrado muerto por unos niños. El cuerpo estaba boca abajo, como un pájaro oscuro sobre la nieve. Lo había escrito todo antes.
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