Un señor parapetado en su feudo, que nombra al senescal y al preboste, al alguacil y al policía encargados de mantener el orden, al “juez de pleitos”, a la asamblea de vasallos bajo la potestad del señor ¿Dónde diantre estamos? ¿En la Francia medieval de Felipe Augusto? ¿En la pérfida Albión de Ricardo Corazón de León? ¿En un episodio de TV de Thierry, la Fronde, el caballero de la honda?
No. Estamos en pleno siglo xxi, sobre la pequeña isla anglonormanda de Sercq, célebre por albergar al último Estado feudal de Europa, sorprendente reliquia de la historia.
Sercq, o Sark en inglés, está a veinticinco millas de la costa de Normandía, pero llegar allí no es cosa fácil. Hay que pasar por Guernsey, la isla vecina, tomar un barco que sale cada tanto, navegar entre corrientes durante una larga hora, para arribar a cinco kilómetros cuadrados de acantilados misteriosos y pelados, que creeríamos salidos directamente de un libro de Stevenson influenciado por Edgar Allan Poe. Pero, cuando por fin nos detenemos allí, para encontrar la llanura que domina los altos acantilados de Sercq, se descubre una pradera mucho más hospitalaria, mitad bosque de setos, mitad pueblo bretón, mitad parisino parque de Bagatelle. En Sercq, las calles son de tierra y los autos están prohibidos. No hay seguridad social, ni seguro de desempleo. La ayuda mutua es la regla y nada parece perturbar la pequeña comunidad de seiscientos habitantes. Por cierto, las dos celdas de la prisión de Sercq solo reciben a turistas improvisados que no encontraron un lugar para dormir y a los que hay que ayudar. La frutilla del postre: en Sercq no se pagan impuestos.
Entidad autónoma, propiedad de la Corona de Inglaterra, pero no perteneciente ni al Reino Unido ni, en su momento, a la Unión Europea, Sercq permaneció bloqueada en 1565, fecha en la cual la reina de Inglaterra confió la isla a un tal Hellier De Carteret, a cambio de cincuenta monedas anuales y la promesa de mantener perpetuamente a cuarenta hombres armados, capaces de defender la pequeña parcela contra los piratas que acostumbrabana buscar refugio allí. Para cumplir con esta misión, Carteret hizo algo muy sencillo, dividió la isla en cuarenta lotes y los repartió entre los cuarenta “tenientes”, a cambio de su compromiso de defender la isla junto a él. Luego, se organizaron: a cada teniente le correspondería una sede en el Parlamento de los “jefes de pleitos”, un senescal aseguraría el Ejecutivo, pero era el señor quien ostentaría el poder. A tout seigneur, tout honneur: a todo señor, todo el honor.
Más de cuatro siglos y medio después, la isla se ha poblado, pero nada ha cambiado: la señoría y las parcelas han pasado en herencia de padres a hijos, el señor es siempre el dueño de su feudo, que creeríamos salido directamente de un libro de historia. Aquí el único que tiene derecho a criar palomas es el señor; solo el señor tiene derecho a tener una perra; solo el señor puede disponer de los barcos que encallan en la costa del señorío.
El actual dueño del lugar, Michel Beaumont, continúa dando a la corona británica cada año sus cincuenta monedas, o sea 1,79 libras actuales. Como hemos dicho, nada ha cambiado en Sercq en más de cuatro siglos.
¿Nada? Sí y no. Digamos que nada cambió hasta fines de la década de 1990. A partir de entonces, Michel Beaumont y los jefes de pleitos han embarcado al pequeño señorío en un ciclo de reformas sin precedente que ha puesto fin a la buena marcha que, desde hace siglos, hacía al encanto pintoresco del pequeño Estado. Según algunos, ya estaría liquidado el último Estado feudal de Europa.
Pero, entonces, ¿qué sucedió en Sercq para que un sistema que durante tanto tiempo se mantuvo lejos de cualquier cambio y de las revoluciones europeas, decidiera sabotearse a sí mismo en el alba del tercer milenio? Respuesta: los hermanos Barclay.
David y Frederick Barclay son mellizos septuagenarios. Entre los dos, han construido un imperio que hoy en día asciende a más de dos mil millones de libras: son dueños del Ritz de Londres y el Daily Telegraph. A principios de la década de 1990, probablemente atraídos por las facilidades fiscales locales, los dos millonarios compraron el islote vecino de Brecqhou, uno de los dominios de Sercq, donde construyeron un inmenso castillo. Al hacerlo, se constituyeron en tenientes del señorío, sometidos a las normas centenarias de la pequeña comunidad, lo cual no dejó de tener sus inconvenientes. Además de que en Sercq los helicópteros están prohibidos, las herencias están sometidas a la ley de primogenitura varonil. Cuando uno se muere, está obligado a trasmitir todos sus bienes a su hijo primogénito, o, en su defecto, a su hija mayor. Una norma capaz de contrariar los planes de creación del trust familiar y de la International Barclay con base en Sercq.
A partir de entonces, los hermanos Barclay decidieron cambiar las reglas del señorío e impulsaron una rebelión sin precedentes contra su señor. Utilizaron todas sus influencias y todos sus abogados para llevar el caso a las cortes europeas, las que instaron a la Corona británica a presionar al pequeño señorío para que se actualizara según los buenos usos de los Estados modernos.
En 1999, se suprimió la ley de primogenitura masculina. En 2003, se autorizó el divorcio, hasta entonces prohibido. En 2006, reunidos los jefes de pleitos con el señor, instauraron la democracia: el Parlamento de Sercq sería en adelante elegido por sufragio universal. Poco después, vino la abolición de los privilegios del señor de Sercq, tal como pedían a gritos los hermanos Barclay. En resumen, una pequeña revolución transformó poco a poco el señorío de Sercq en una monarquía constitucional. La supresión del derecho de la tierra y de la sangre consagró la victoria de la democracia, pero con el regusto amargo de la fuerza del dinero y de la ley del más fuerte.
A consecuencia de las elecciones de 2008 que vieron despuntar una amplia mayoría conservadora, próxima al señor de Sercq, en detrimento de los candidatos reformistas presentados por los hermanos Barclay, estos últimos decidieron cerrar todas las empresas y los hoteles que tenían en la isla, dejando sin trabajo a más de 140 personas (sobre seiscientos habitantes, recordemos), con el riesgo de hundir durante largo tiempo la economía del lugar.
Finalmente, los mellizos volvieron sobre su decisión gracias a la intervención del gobierno británico, muy preocupado hoy en día por lo que ocurre en el señorío.
En un contexto en el que la opinión pública y los gobiernos se preguntan sobre cuál es el justo lugar que debe otorgarse a las finanzas mundiales, el caso de Sercq nos interpela. Al comprar todo lo que es posible comprar en la isla, al presionar constantemente a las autoridades locales para cambiar las reglas del juego a su favor, ¿no tienen los hermanos Barclay la intención de quedarse con la isla de Sercq para convertirla en una especie de paraíso fiscal privado? En resumen, ¿no se estará reemplazando a un señor por otro?