Mi mamá se llamaba Julia, pero en su cédula el nombre era María. María Capdevila. Este cambio de nombres era parte de la fábula de la vida de mi madre antes de ser mi madre. Según su relato, mi abuela -Leandra, gran nombre- le había pedido al padre de mi mamá que la fuera a anotar y le pusiera Julia. Pero el tipo le puso María. El papá de mi vieja aparece muy poco en su narrativa. Mi abuela había tenido muchos hijos con varios tipos diferentes y mi madre era la única que tenía un padre para ella sola. Ese tipo que, dicen, trabajaba en la Municipalidad de Urdinarrain, el pueblo de Entre Ríos donde nació mamá, desapareció rápidamente de la vida de ella e hizo una aparición relámpago cuando la salvó de que un tren la pisara. Según Julia, ella era muy chica y había puesto las piernas en las vías para ver qué le podía hacer el tren.
A los 17 años Julia vino a Buenos Aires para trabajar con los Usni, una familia judía de origen sefaradí, que la cuidó con mucho amor y le enseñó a cocinar exquisiteces de esa cocina. Mi mamá casi no tenía instrucción de ningún tipo, había ido erráticamente al colegio y casi no sabía escribir. Cuando me dictaba las cartas para sus familiares que permanecían en Entre Ríos, las iniciaba siempre con esta formalidad: “Espero que ustedes estén bien, quedando nosotros del mismo modo”. ¿Cómo era físicamente mi mamá? De joven, por lo que puedo ver en las fotos, muy linda. Pero no era una belleza hegemónica. Tenía unas piernas largas y unos ojos grandes, muy delgada. Así la conoció mi papá en un baile al que ella había ido acompañando a Adela, una amiga más grande que padecía la soltería. Mi madre era muy joven cuando conoció a mi viejo. Tenía 23 años, más o menos. Mi papá le llevaba diez años y en esa época tener más de treinta y no haberse casado era significativo. Mi papá estudiaba y actuaba en teatro independiente pero era un actor malísimo. Mi mamá salió a bailar con él y mi papá le dijo que era actor y ella pensó que era mentira y se rió para adentro. “Este negro es un mentiroso”, pensó. Mi papá le puso en el puño un papel con su número de teléfono: 976933.
Cuando conocí a mi madre ella era gorda, tenía los pies hinchados y había abandonado el erotismo y cualquier tipo de sofisticación estética. Había tenido tres hijos y de alguna manera se había “madrizado”. Le gustaba visitar a los Usni, cocinar comidas increíbles, reunirse con sus múltiples hermanas y fumar descalza Jockey Club sentada en el piso de nuestra casa proletaria. No sé si le gustaba mi viejo o de qué manera le gustaba. Pero nunca discutían adelante nuestro, tanto que una vez que lo hicieron por una estupidez, me quedó grabada en la memoria.
Siempre pensé qué hubiera querido ser mi mamá de haber zafado de la imposición social de ocuparse de su familia como ama de casa, de haber podido leer El segundo sexo de Simone de Beauvoir. Pero su amor por ser una persona común, sin deseo de trascendencia social y la alegría con la que vivía tener una vida privada han sido siempre para mi su legado superior.
Cuando le dije a mi mamá que iba a estudiar filosofía ella se puso en contra. Me dijo que eso sólo iba a servir para calentarme la cabeza. Desconfiaba de cualquier cosa que estuviera relacionada con la especulación mental. Para ella la vida era simple, era praxis. Era una persona inteligente y contradictoria. Por un lado le decía a mi primo que era de la Jota P, que “El Viejo” los iba a traicionar, cosa que pasó. Y después la encontré una tarde llorando en el patio de mi casa, con la luz apagada y fumando porque había muerto Perón.
Siempre pensé qué hubiera querido ser mi mamá de haber zafado de la imposición social de ocuparse de su familia como ama de casa, de haber podido leer El segundo sexo de Simone de Beauvoir.
Como no se cuidaba y era hipertensa, tuvo un ataque cerebral y quedó en coma cuatro. Me acuerdo de estar con su tapado verde en la puerta de la guardia del hospital Pena esperando noticias y que nadie me hablaba. Entonces llegó el BMW de Alberto Olmedo –mi viejo trabajaba con él- y entró a la guardia con la facilidad con la que Luke Skywalker entra a la cueva de Java de Jar. Salió al rato y nos dijo que Julia se había recuperado completamente gracias a su juventud. ¿Qué edad tendría? Cuando volvió a casa me dijo que me quería contar algo que le había pasado mientras estaba en coma. “Fue una sensación hermosa, yo avanzaba por un largo camino y había una luz en el fondo, y salían a recibirme mis seres queridos todos vestidos de blanco, me acuerdo que unas hojas me cruzaban la cara mientras avanzaba. No tenés que tenerle miedo a la muerte, hijo”. Los médicos le prescribieron pastillas, dietas y ciertas normas de conducta para que no se hiciera mala sangre, sobre todo ocupándose de los destinos de sus hermanas. Pero ella se negó a tener que vivir con esas restricciones y palmó a los dos años de otro ataque similar, pero con el cerebro ya golpeado por el anterior, esta vez fatal.
Yo había empezado a escribir poesía. La primera vez que fuimos con mi hermano a visitar la tumba de mi mamá, en el auto que mi papá le había comprado a Pepe Biondi, nos paró la barrera en un paso a nivel que está cerca del cementerio. Unos chicos -me explicó mi hemano- ponían monedas en las vías para que el tren las alisara al pasar. Eso era el juego. Se levantó la barrera, pusimos flores, lloramos, volví a casa y me puse a escribir un poema sobre mi madre. Era larguísimo. Uno piensa que transmitir sus emociones hará que los que lo lean sientan lo mismo. Pero lo más difícil para escribir un poema es aprender a callarte la boca. Tener el desapego de seguir lo que quiere decir el poema y no lo que uno quiso escribir, aunque se trate de algo tan importante como la muerte de tu madre. Trabajé ese poema un montón de tiempo hasta que me di por vencido: no había lugar para mi madre en el poema. Lo único que quedaba eran los chicos que ponían monedas en las vías.
No sé qué día murió mi madre ni cuántos años tenía ni sé cuando cumpliría años. Por eso, supongo, a veces aparece en mi sueños diciéndome el día y la hora en que va a resucitar.
FC