No hace falta ser lombrosiano ni sociólogo para ser de los que miran pasar en el subte, la calle o el tren a un estereotipo de chico o chica que podría pertenecer a la “banda de los copitos”. Esa sospecha no es policial ni paranoica: más bien una especie de intuición prendida al ojo que reconoce rasgos, ropa, peinados, y los familiariza a esta nueva “familia argentina” de jóvenes de clase media baja, ideología retorcida y gatillo fácil con la que nos empachamos el último mes y medio. Gente rota que vimos una y otra vez por televisión. Quizás se sepa la verdad, si les pusieron guita, quién y a qué grupo de ese ecosistema y todo lo demás (Toto Caputo, ¡¿inversor de riesgo?!), pero me detengo en este tic de observación, que es también un modo de estar “informado”: construir el prejuicio, literalmente; eso que en realidad sólo habla de uno. Porque esa información se nutre de fantasías, teorías conspirativas, lecturas a medias o picoteo de noticias judiciales que, como todas, arrancaron muy arriba y ya son parte del mar. Para qué nos informamos nunca es una pregunta del todo pertinente.
Penúltima conclusión sobre esta “banda” de los copitos en la intuición clásica: están animados por algo nada original de la vida posmoderna (el viejo rezo de Warhol de tener 15 minutos de fama). Constitutivo, actualizado, revestido por las novedades de cada moda, pero que está ahí, como un elemento más: “Boluda. Estoy que no me la creo. Yo soy una negra chorreada de San Miguel y este chabón que es periodista, que es famoso me quiere coger.” El viaje de la pelea con la planera el subidón de seguidores en IG y de ahí al onlyfans, donde Brenda Uliarte se hacía llamar Ámbar. Habrá que mirar si ahí, en ese sitio, no hay –visto con realismo sucio– una economía popular de mercado. Las “patas” en la cámara. Pero veamos la escena: estaba Cristina, estaba el arma, estaba el “sicario”, ¿y qué más estaba? La cámara. Que no era una. Eran todas: las de los canales, las cámaras de los militantes y las de los vecinos. Un cuello de botella de cámaras. Un Rashomon improvisado de puntos de vista. No hay silencio ni silenciador, es “la noche perpetua de los televisores encendidos”, como escribió Osvaldo Lamborghini en 1983.
En los años noventa vivimos el cénit de esa crítica cultural. Bourdieu publicó su famoso ensayo “Sobre la televisión”. Escenas de la vida posmoderna. Luis Moreno Ocampo, por ejemplo, que –como vimos– la década anterior tallaba en piedra el celebrado Juicio a las Juntas, se ponía la cara de piedra y organizaba un show judicial para la televisión: “FORUM-La Corte del Pueblo”, una pedagogía de las formas jurídicas, sin tono dramático, con momentos jocosos, pero que a la vez bebía en el negocio de eso que Esteban Rodríguez Alzueta llamó “Justicia Mediática” en su libro del 2000. Escribió Rodríguez Alzueta: “La justicia ha perdido el monopolio de la verdad, una verdad que se administra y produce con las interpretaciones y los tiempos del periodismo”.
“Los mediáticos”, se dijo hace un tiempo. Una “tribu urbana”, nacida y criada entre las mismas cámaras entrenadas para ir a buscar tribus a la frontera. A la que les nació la propia. Casting sábana: productores, managers, conductores, muchos sátrapas que construyeron la aduana de ese camino largo y cálido al podio de los fifteen minutes. Chicos y chicas pasaban por ahí, piripipí, subite al ring, clink caja, y después, pellejos al costado del camino. La velocidad con que esas personas adoptan el estilo clásico de la gestualidad mediática también es otra versión y velocidad de la información, de eso que no se sabe que se sabe. ¿Cuánto tarda una persona en hablar en idioma famoso? En decirles, por ejemplo, “hoy no hablo, chicos” a los movileros que esperan a tal o cual en la puerta de su casa. Subrayo el uso de “chicos”, detectable en un Ottavis cuando se pone de novio con Xipolitakis, o en una bailarina desconocida que inicia un escándalo, o en Fede Bal que sale de la casa con anteojos negros después de separarse de no sé quién, y en esa cadena de buena onda horizontal tira “chicos, porfa, hoy no quiero hablar”. Ahí se cuece la primera simple solidaridad entre noteros y “mediáticos” de la cadena alimenticia.
Todos estamos a un tuit de entrar a la fama. ¿Todos estamos a un disparo de entrar a la Historia? Como dice Tartu que conoce y a la vez piensa por dentro esto: “Son los que saben que en la fama se vive mejor”. Lo dice completo así: “Lo saben los copitos, lo supo Jean Baudrillard cuando siempre iba comprar el día después de aparecer en la tele para que el carnicero le regale el mejor filet mignon que haya visto París, lo sabe un número 4 fibroso que se lleva a una bomba atómica del VIP diciendo que juega en Boca pero sin decir que es Boca Unidos de Corrientes. En una vida multiscreen, la fama es atravesar dos pantallas. Primero, que los reconozcan. Pero esa condición no es suficiente. El premio se empieza a jugar en la pantalla VIP. Sabag Montiel quizás ya sabía que cuando lo detuvieran iba a ser alojado en un pabellón VIP, no en la ranchada con presos random. Entrar a un VIP, que es uno de los mismísimos círculos del infierno, pagando con la libertad. Todos quieren pararse ante el patovica y que corra el cordel para dejarte entrar. Lo que no saben es que, como decía Menotti, para saber entrar hay que saber salir”. Banksy decía que “en el futuro todos van a querer ser anónimos por quince minutos”. Esta nota de Emilia Delfino reconstruye lo que se sabe de la causa e incluye el video de la Policía de Seguridad Aeroportuaria en el que filman la salida de Montiel, y ahí se lo ve, palurdo, saludando a la cámara como si fuera de la tele diciendo: “Gracias, chicos”. Delfino dice: “Los cuatro acusados pertenecen al mismo estrato social, una clase media baja experta en rebuscárselas en la economía informal. Sabag Montiel y Uliarte tenían algo más en común: mientras buscaban formas de ganar dinero, ambos aspiraban a la notoriedad y al protagonismo entre sus pares”.
En el año de la inflación récord se manchó la loza con sangre. Las cosas se fueron lejos. La política, esa que se volvió tan “autonarrativa”, ¿se olvidó de decir lo social? Una crisis en la que crece la indigencia y, a la vez que se parece a una rebelión fiscal con ferias llenas, y clases medias que transfieren su alquiler en dos partes “porque supera el monto”, y con el cuadro de nuestra naturaleza muerta de fondo: el informe del FMI que habló de 2,0 mil millones de reservas netas y -3,6 mil millones de reservas líquidas en el Banco Central. ¿Triste? Tristes están los cuatro empleados de un lavadero de autos en un rincón techado mientras llueve y el jefe les dijo que hagan una guardia mínima por si para la lluvia. La mala noticia del tiempo argentino: la sequía. Y llegó la segmentación… del dólar: un dólar por cada rubro y un pueblo del dólar ñata contra el vidrio, que lo ve pasar. ¿Crisis? Gobernar la crisis y sus héroes inesperados. Es hora de decirlo: el mejor empleado del país es el empleado de seguridad de todos los bancos. Al que casi nunca miramos. A esta altura representa la figura del más honrado, más solidario, que enseña a depositar en efectivo o a hacer la prueba de vida de ANSES a los jubilados, a las amas de casa, a las empleadas de casas particulares. ¿Quién traspasa el cajero o las cajas? ¿Quién pide algo hoy en un banco? ¿Quién espera algo del futuro? Hay que volver a contar la historia de a uno.
Voy por uno: Fabricio. Recién separado, instructor de manejo por las tardes, pelo largo como se usaba en los noventa, jean, topper, curtido en los recitales colados de Villa Gesell, ahí donde podías ver al gran Mollo señalar con desdén a Gil Solá que no paraba de tocar su solo de batería y del que decía: “Eso que ven es una estrella de rock”. Fabricio egresó de una Técnica, votante kirchnerista con altibajos de intensidad, que ahora dice: “No leo más los diarios”. Fabricio produce sus propias noticias como el árbol que cae en un bosque y no hay nadie que lo escucha: estados de guasap con vinilos de Deep Purple, con fotos de dos latas de cerveza Patagonia delante de una caja de pizza sin abrir, con foto de un “alto guiso!” y la olla en la cocina de la pensión donde alquila, con foto de Eddie Van Halen. El padre murió de chico. Hijo único de una madre con la que deambuló un poco por los barrios porteños, un padrastro, dos padrastros, hasta que salió al mundo. Estudió música pero quedó a mitad de camino. Tuvo una banda, pero no grabaron nada. Me habló de sus quilombos familiares y sus hijos mientras yo hacía las primeras pruebas para renovar mi carnet; y yo le hablé de mis hijos. La primera clase entendí que se seguía viendo con su ex. La segunda entendí que no. Y en la tercera nombró un régimen de visita inexistente. “Paremos ahí, vamos a tomar un café”, le dije. Sigue así: Fue a fin de año, en diciembre. Estaba casi sin laburo, con el auto parado porque le tenía que poner guita encima que no tenía. Me fui a una pensión y por suerte la mina de la pensión me aguantó unos meses, es psicóloga social. Pero estaba seco. Mirá esta foto: ¿ves? Nieve, camperas con corderito, los dos abrazados. Veinte días exactos antes de que me dijera que el amor se terminó. Y ahora te digo la verdad: mi mayor quilombo es que no puedo dejar de tomar.
Me siento afortunado al volante: primeras clases de manejo guiadas por un tipo que me está contando cómo estroló su vida. Llevamos los conos naranjas atrás que saltan un poco cuando agarramos empedrado. Una cosa le digo: vos tenés que resignarte a que ella te saque de su vida y ella no te puede sacar de la vida de tus hijos. La frase me salió redonda de casualidad pero no decía nada. Me contó sus quilombos. No sé si me contó la verdad. Pero, podríamos decir, estaba todo el set: la pensión, el abandono. Igual, la fuerza. Le dije que necesitaba un abogado, y que mi vieja “hacía Familia”. Mamá se recibió grande y le metió pata a eso: mediaciones, divorcios, adopciones, abusos, coser y descoser. “Sea lo que sea tiene derecho a ver a sus hijos.” La vieja ya estaba enferma, quedaba poco, y en una de las últimas charlas le conté de Fabricio. “Me repongo y lo ayudo”, me dijo, y en el goteo del suero goteaba aún su deseo. Gente rota y sin repuesto es la especialidad de la casa debería haber dicho el cartelito del escritorio de mi madre. Estado de guasap de Fabricio: hace meses no hay más estados. Una cuenta de twitter sin uso, facebook ni mú, no tiene. En la escuela de manejo dicen que se le rompió el teléfono. Que renunció. No supe más nada. No llegué a decirle que la abogada aceptaba el caso, ni tampoco que la abogada ya había partido.
Feliz día a las madres que están y a las que no están y aún se siente el latido, las de corazón atómico.
MR