Opinión- Diego Maradona
Matar al entorno para salvar al Diez
Hace menos de un mes, Netflix estrenó un muy interesante documental sobre Pelé que, al menos en relación a la colosal obra de O Rei, no generó tanta resonancia en el público. Ni siquiera en Brasil. Entre las diferentes explicaciones a cierta frialdad en las grandes audiencias no puede soslayarse que O Rei es una persona de 80 años al que muy pocos vieron jugar: el amor y la fidelidad también necesitan pruebas empíricas. Pero además Pelé fue Pelé hasta que dejó el fútbol, en 1977, cuando se recicló en una voz corporativa: ¿cómo podría generar empatía en los nuevos jóvenes si su manifestación artística quedó en una época demasiado lejana?
Así como no sería un delirio aventurar que el brasileño tal vez haya sido el mejor jugador de la historia (ganó tres Mundiales con su selección y fue bicampeón intercontinental con su equipo, Santos, una especie de Napoli brasileño). Tampoco sería un disparate decir que Pelé nunca trascendió la condición de futbolista. No estaba obligado a hacerlo, por supuesto, pero las relaciones humanas suelen ser recíprocas.
Aun con un currículum menos extenso, Maradona siguió siendo Maradona después de retirado, en 1997, y traspasó las fronteras deportivas: Diego sí fue mucho más que un jugador de fútbol. En un ambiente que suele olvidar sus orígenes, Diego se convirtió en un ventrílocuo popular, una revancha para millones de personas en Argentina o Bangladesh, el triunfo posible para todos los Fioritos del mundo, un maestro inspirador de sueños -como lo definió la Universidad de Oxford-. ¿Cómo, entonces, no querer zambullirse entre los miles de feligreses que se juntaron este miércoles en el Obelisco y el resto del país para honrar su recuerdo y pedir que la Justicia trabaje sobre la espantosa y solitaria muerte del hombre más querido?
Diego se convirtió en un ventrílocuo popular, una revancha para millones de personas en Argentina o Bangladesh, el triunfo posible para todos los Fioritos del mundo, un maestro inspirador de sueños
Aún comprendiendo el legítimo reclamo y esperando que la Justicia siga haciendo su trabajo, el lema de la marcha -“no murió, lo mataron”- también huele a un partido que se juega por fuera del campo de juego popular. La convocatoria nació en el amor de la gente pero también en la frase que impusieron Verónica Ojeda, la madre del hijo menor de Maradona, Diego Fernando, y su actual pareja, el abogado Mario Baudry, protagonistas centrales del informe de 34 minutos editado por Infobae. Ese informe se parece mucho a una guerra entre estudios jurídicos. Baudry pegó primero contra el enemigo perfecto. Del otro lado quedaron los abogados Víctor Stinfale y Matías Morla -que difícilmente se saquen la condena social que ya les cuelga del cuello- y otros actores de reparto, considerados “los perejiles” por algunos organizadores de la marcha de hoy, entre ellos los auxiliares del Diez, el médico, la psiquiatra y demás. No solo son apuntados como “los malos”: también vendrían a ser los asesinos, según el lema “lo mataron”, mientras que “los buenos” se presentan tan cándidamente que hasta dicen haber intentado conseguirle una novia a Maradona en sus últimos días.
Todos necesitamos culpables para protegernos de los golpes, incluso en nuestras minucias diarias: es un reflejo humano que ayuda a que el dolor pase. Era natural que una cacería de responsables se desatara tras la muerte del mayor fabricante de alegría argentina y, aunque solo fueran en una dirección, los audios filtrados son tan escandalosos que cubrieron esa necesidad: en muchos de ellos queda claro que a varios de los profesionales o muchachos que cuidaban a Maradona les interesaba más su bienestar que el del ídolo. Pero el “no murió, lo mataron” suena además a la continuidad post mortem de una frase que rodeó a Maradona de por vida y lo liberó de sus decisiones, “la culpa es del entorno”, cuando en realidad Diego también se mandaba sus cagadas en tamaño Maradona. Paradójicamente, apuntar a su “clan” por sus derrotas (primero Jorge Cyterszpiler y Guillermo Coppola, luego Morla y Stinfale) lograba lo contrario de lo que pretendían esas voces: lo protegían en la misma celda de oro a la que decían cuestionar, le quitaban responsabilidad. No había Maradona sin entorno porque el entorno era él. Su última relación económica con los considerados nuevos monjes negros comenzó hace mucho tiempo, cuando Diego todavía estaba lucido.
Si ser Maradona era imposible -magníficamente bien lo hizo-, estar con él seguramente también lo era. Es fácil reconocerlo como un paciente ingobernable, en una clínica o domicilio particular. El “no murió, lo mataron” actúa además como una foto, no como una película, como si el deterioro de Diego hubiese estado en sus últimos 40 días y no por lo que hacía o dejaba de hacer cuando tenía 40 años. Su historial clínico era prolífico: vieja (y superada) adicción a la cocaína, un corazón que hacía varios años trabajaba al 30%, la obesidad a comienzos de siglo -llegó a pesar 120 kilos-, una operación que le redujo el estómago pero le potenció problemas con el alcoholismo, operaciones en el cerebro, rodillas, cadera y tobillo, episodios de confusión mental y depresión crónica. Demasiado hasta para Maradona porque, ya lo dijo un filósofo hace más de 100 años, los dioses también mueren.
AB
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