En el Brasil, la república es el regalo de un golpe de Estado militar. Quien haya visitado Rio, Porto Alegre, Belo Horizonte o casi cualquier otra ciudad brasileña recordará que en ellas casi nunca falta una plaza bien situada y belle époque cuyo solo nombre es el de una efeméride, 'Praça XV de Novembro'. El 15 de noviembre de 1889, en la Plaza de la Aclamación (actual Plaza de la República), en la ciudad de Río de Janeiro, entonces capital imperial brasileña, fue proclamada la República de Brasil. Un grupo de militares del Ejército brasileño, liderados por el mariscal Manuel Deodoro de Fonseca, destituyó al Emperador y asumió el poder en el país.
Habían instaurado la forma republicana federal presidencialista, derrocado la monarquía parlamentaria del Imperio de Brasil y, en consecuencia, puesto fin al reinado del emperador Pedro II. Muy cara le había costado a don Pedro la abolición de la esclavitud, proclamada el año anterior; más costosa, sin embargo, le resultaba a la oligarquía terrateniente, que no había recibido la indemnización, que a sus ojos a todas luces merecía, por la mano de obra gratuita de la que se los despojaba. En aquel mismo día 15, a la noche, fue instituido un gobierno provisional republicano. Formaban parte de ese gobierno, el mariscal Deodoro de Fonseca como Presidente de la república y Jefe del Gobierno Provisional; el mariscal Floriano Peixoto como vicepresidente; como ministros, otros masones como Benjamin Constant Botelho de Magalhães, Rui Barbosa, Campos Sales, Aristides Lobo, Demétrio Ribeiro y el almirante Eduardo Wandenkolk.
El amigo americano, los medios y el Ejército brasileño
El primer ministro de Relaciones Exteriores de la República fue un periodista, futuro gobernador del Estado de Rio de Janeiro (1900-1903), único civil en cabalgar, al lado del mariscal Deodoro da Fonseca, con las tropas que se dirigieron al cuartel general del Ejército, en aquella mañana del 15 de noviembre de 1889 cuando proclamaron la República. Dos meses después, este masón de la logia Amizade firmaría el (efímero) Tratado de Montevideo del 25 de enero de 1890, que ponía fin al conflicto de límites argentino-brasileño por el territorio de Misiones. El acuerdo, que él mismo había negociado, dividía salomónicamente en dos partes iguales el territorio en disputa: no es casual que Quintino Bocayuva fuera recibido en Buenos Aires como un paladín de la justicia, festejado como un campeón de la amistad binacional y que muchas calles en la Argentina lleven su nombre.
El Ejército y el periodismo (y la masonería) tienen un buen nombre en Brasil. Incluso el golpismo, cuando se cree que conduce a una forma republicana, en vez de sustraernos de ella, goza de renombre. Los militares tienen mejor fama que los medios. Considerados excesivamente generosos para la Argentina los términos del Tratado negociado en la capital uruguaya por el único civil golpista, fueron rechazados al año siguiente por el Brasil. Ambos países acudieron al arbitraje del presidente de los Estados Unidos de América. En un laudo arbitral, el demócrata Grover Cleveland falló en 1895 a favor de Brasil adjudicándole todo el territorio en disputa. EEUU goza de prestigio en el Brasil.
Hasta no hace muchísimo tiempo, para quien viajara a Río o San Pablo no le era tan difícil encontrar veteranos que habían combatido en la Segunda Guerra Mundial, derrotando al nazifascimo en Italia junto a las tropas norteamericanas. En el golpe de Estado de marzo de 1964, otro periodista civil, Carlos Lacerda, también gobernador y alcalde carioca, había desempeñado un papel en el inicio de veinte años de un gobierno militar desarrollista cuyo amor por el orden y por el progreso -puesto de manifiesto en el gran programa de obras públicas- apoyó desde su diario Tribuna da Imprensa, muy popular en las clases medias, y después desde la televisión.
Cuando el actual presidente brasileño Jair Messias Bolsonaro se apoya en las Fuerzas Armadas, en Estados Unidos, y en los medios, acude a tres instituciones populares en Brasil, en los llamados sectores medios, pero no sólo entre ellos. El derechista, ex-capitán del Ejército, dio una oportunidad a los militares de volver a lugares honoríficos y de gobierno después de casi dos décadas de 'desprestigio' infligido por el centro-izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) durante los dos mandatos de Lula y el mandato y medio de Dilma Rousseff. Un casi septuagenario ex general, Antônio Hamilton Martins Mourão, es el vicepresidente de la República. Las bodas de Bolsonaro con las Fuerzas Armadas son a la vez ideológicas y oportunistas. Si a las FFAA les complace el hombre fuerte de la enarbolada biblia, el gordo buey y la mucha bala tanto como aborrecían al obrero endomingado que veían en Lula, también les ha convenido un gobierno en el que más de seis millares de militares han encontrado empleo pago (además del salario de su rango), que les ha dado aumentos de sueldo sustanciosos y en tiempo y forma, y que los ha exceptuado de los recortes de jubilaciones y pensiones consiguientes a la reforma neoliberal del sistema previsional.
Hasta que, el 30 de marzo, renunciaron los comandantes en jefe de las tres fuerzas, en respuesta a los cambios en el Gabinete ordenados por Bolsonaro. Había despedido al ministro de Defensa, general Fernando Azevedo, por tomar distancia de la promesa presidencial de que el Ejército impediría violentamente cualquier decisión de los gobernadores de imponer cuarentenas en los territorios de sus estados. Bolsonaro está a la defensiva, con una popularidad que ahora tiene su techo en el 30% de los fieles a ultranza. El Supremo Tribunal Federal (STF) ha restaurado la inocencia de Lula y lo ha recolocado en la carrera electoral y política, por lo cual ya no luce tan automática como antes la extensión del actual gobierno con un segundo mandato ganado en las presidenciales de octubre de 2022. Los aliados de Bolsonaro en el Congreso están cada vez menos firmes en esa alianza, o más exigentes de pagos a cambio de su lábil inconstancia. Por lo pronto, exigieron y lograron la renuncia del canciller Eduardo Araújo, un nacionalista anti-chino particularmente nocivo a la hora de conseguir millones de vacunas anti-coronavirus. La pandemia sigue su curso, aún más devastadora que antes, con 4211 muertes (informadas) por Covid-19 el martes 6 de abril. Para vergüenza militar, fue un general, Eduardo Pazuello, el ministro de Salud desde septiembre hasta hace apenas el mes pasado. Las FFAA ahora también están a la defensiva. Su prestigio está en juego, y hasta ahora ha sido más prolongado y persistente que el de cualquier presidente, civil o militar.
Un ex militar candidato a la presidencia peruana
Al oeste del Brasil, también en el vecino Perú ha gozado el Ejército de prestigios perdurables. Entre los 18 candidatos que disputarán el domingo 11 la primera vuelta de las elecciones presidenciales peruanas, uno solo tiene probada experiencia de gestión, Ollanta Humala. Ex presidente peruano en el quinquenio 2011-2016, el candidato del Partido Nacionalista es militar hijo de militar teórico del etnonacionalismo.
Para Isaac Humala, padre de Ollanta, “la raza cobriza (en la que incluye a indígenas, zambos, negros y mestizos con componente asiático), por ser mayoría en el Perú, debería ser la que gobierne en el país”. El nacionalismo de los etnonacionalistas no se combina, como en el caso del comandante venezolano Hugo Chávez, con el imaginario de una Patria Grande latinoamericana bajo el signo bolivariano, sino con un retorno a las raíces precolombinas que en su forma original excluía, por ejemplo, a Brasil, Argentina, Colombia, Venezuela y Chile como naciones. El etnonacionalismo reivindican a gobiernos militares nacionalistas como el del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), que reestatizó en Perú activos petroleros e inició una reforma agraria. Una enseña propia ha distinguido, históricamente, a este etnonacionalismo: una bandera roja con un círculo blanco y una cruz negra inca (la chakana) en el centro, debajo de un cóndor dorado. Observadores obstinados, o prejuiciosos, señalaron las reminiscencias iconográficas con el nazismo.