La música ha sido casi siempre el umbral de la guerra. Se ha matado con música y por la música. La literatura argentina nace con degüello y canto. Pensemos en la “Refalosa”, esa obertura de muerte de Hilario Ascasubi: como medio chanciando/ lo pinchamos, y lo que grita, cantamos/ la refalosa y tin tin/ sin violín. Música porque sí. Al Presidente le agrada, y larga la carcajada/ de alegría, al oír la musiquería /y la broma que le damos/ al salvaje que amarramos. Ha sido el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner el que me trajo el recuerdo de este poema brutal y las incitaciones sonoras al crimen. Qué canciones circundaron a los pequeños conjurados que se tomaban fotos con la pistola para anunciar el desastre. Porque siempre se ceban con algo. Si pensáramos solo en sus filiaciones políticas, si es que Brenda Uliarte, Fernando Sabag y sus amigotes las tuvieran, podríamos deducir que sus pechos se inflaman con cantos que convocan a la acción inmisericorde. Una suerte de Giovinezza actualizada. Tus hijos renacen/ Con fe e ideal/ El valor de tus guerreros/ La virtud de los pioneros, bramaban los Camisas Negras al salir de sus gargantas el himno fascista.
Pero no.
Todo es más berretón. Uliarte ha llevado en sus oídos la abrasadora verba de Javier Milei. Pero lo consideró incapaz de pasar del rugido al zarpazo. Y eso por eso que, mientras imaginaba la escena sumaria, pasó de Milei a Miley Cyrus, y dejó constancia en las redes sociales de ese tránsito. Ella se sintió como el personaje de “Slide Away”. ¿Armó y desarmó la Bersa acompañada de la estrella pop? Sintió que Cyrus le cantaba eso de sigue adelante, no tenemos 17 años/ No soy quien solía ser La voz de Cyrus, feroz antitrumpista, parece haber funcionado como combustible de la trumpista de los copos de azúcar. Dices que todo cambió/ Tienes razón, ahora somos adultos. ¿Fue a escuchar a Cyrus en marzo pasado, cuando estuvo en Buenos Aires? Todo un dato de época: los usos de las canciones ya no responden a sus orígenes, llevan en sí una portabilidad que puede contradecir los intereses o motivaciones de los autores.
En El odio a la música, Pascual Quignard sostiene que esta puede generar violencia y desencadenar ferocidad a través del propio acto de escuchar. “La música es un poder y por esto se asocia con cualquier poder. Su esencia es no ser igualitaria: vincula el oído con la obediencia”. Ahora bien, ¿obedecer qué? Un mandato, quizá. Siguiendo ese razonamiento, ¿qué podemos decir de los gustos del fallido ejecutor del atentado? La imaginería de sus tatuajes nos ofrece una conjetura. Son similares a los que pueblan la piel de los cultores de la hate music o hatecore. Esa “música de odio” prolifera en las ultraderechas juveniles. Ha acompañado la tentativa de asalto al Capitolio en Washington. Aviva la imaginación de libertarios globales que ya no buscan inspirarse en “De cara al sol”: prefieren guitarras distorsionadas o la retórica del rap.
Una década atrás, Wade Michael Page, asesinó a seis fieles en un templo sij en Oak Creek, Wisconsin, con una pistola de nueve milímetros, e hirió a cuatro más, entre ellos a un policía. Después de recibir un disparo en el estómago, se suicidó con un tiro en la cabeza. Nunca se supo por qué había consumado la masacre. La hipótesis de los investigadores es que vio barbas y turbantes y salió con su arma en defensa de la raza aria. Lo que importa a los efectos de esta columna es que Page era músico. Cantaba y se desempeñaba como bajista y guitarrista en varias bandas, entre ellas End Apathy y Definite Hate. La portada de uno de los discos de esta última banda presenta el puño de un hombre caucásico, decorado con tatuajes racistas, que, al choca con el rostro de un hombre negro, le saca un ojo y rompe su boca. Es decir: Wade, el asesino no tocaba cualquier música sino aquella que exaltaba el poder blanco y que era un mismo arma cargada de una promesa de futuro de supremacía. Los que han reconstruido su historia, la historia de sus predilecciones y de sus acciones, están seguros de que se ha subido a los escenarios de los festivales donde jóvenes neonazis hacen pogo y entonan sus cantos de venganza, como el Hammerfest de Georgia, definido como “el Lollapalooza del odio”.
La hate music se alimenta del hardcore, el punk, el trash y el National Socialist Black Metal (NSBM). Postula la necesidad del apartheid racial. En los últimos años, ha abrazado las consignas que han tenido su origen en los grupos de derecha más radicales de Europa y Estados Unidos. A partir de lo que había sucedido en Wisconsin, en agosto de 2012, la relación entre ese género y los crímenes comenzó a observarse más atentamente. Por ahora –solo por ahora- no existe en Argentina una escena semejante. Se trata de expresiones minúsculas, pero que dejan su marca en Spotify y Youtube. ¿Sabag era uno de los hurgadores de esas músicas en las plataformas de streaming? ¿Le habría interesado, por ejemplo, el repertorio que promueve Agustín Tejeda, de Corriente Libertaria? Tejeda acaba de formar parte del rap global “Indoctrinables”, coescrito con otros ultras de España, Cuba y Perú. Vengo a librar el liberal pensamiento/ A bajarle el decibel a tu salvaje movimiento/ El reconocimiento del zurdo me parece tan absurdo/ Tozudos me los como crudos en vivo y estudio. Tejeda también simpatiza con Milei. Ha intentado darle forma a su jerga televisiva. Subo el level aunque el dinero no me llueve/ Se caen con datos cual muro en el 89. Lo que sigue en “Indoctrinables” es compatible con la escena que nos ha estremecido el 1 de setiembre. No lo canta el argentino, pero suponemos que se siente identificado con semejante augurio: No voy a quedarme callado, vengo con la katana en mano/ Vengo repartiendo rimas con filo y degollando marranos/ Vengo a lanzar a la parrilla raperos idiotizados/ De esos que en su producción al comunismo han alabado.
Insisto: tenemos una inclinación, abonada por la experiencia, a pensar que la violencia en los cuerpos es anticipada por esas músicas. Pero podría suceder lo contrario, que existiera una completa disociación entre el crimen y los consumos culturales. Reinhard Tristan Eugen Heydrichâ âfue el diseñador de la “Solución final”. Hijo de un compositor wagneriano de segunda línea que decidió nombrarlo con el título de una de las óperas señeras de Wagner (Tristan und Isolde), era, además, un virtuoso violinista. Después de trabajar en la ingeniería de los campos de concentración tocaba en su despacho en Praga fragmentos del Concierto para violín de Johannes Brahms.
Se trata, claro, de un caso extremo y que forma parte de otra trama política, cultural y tecnológica. Volvamos a nuestro país y, si se quiere, a un caso muy menor pero no por ello menos inquietante por lo que revela. Me refiero acá a Leonardo Sosa, uno de los fundadores de Revolución Federal, el grupo con lidera con Jonathan Morel, y que planteó en las calles y las redes sociales la disyuntiva entre la “cárcel” y la “bala” para derrotar al kirchnerismo. Sosa ha estado en la casa de Ximena Tezanos Pinto, la vecina de la vicepresidenta. “Con el gran kumpa Gastón, mientras nos ambientan abajo con cantos”, escribió en su cuenta de Twitter. En este caso, la música de los otros (si la tocan a Cristina, qué quilombo se va armar) galvanizaba su espíritu de guerra sin cuartel.
Sosa tiene apenas 23 años. Sería en un aspecto más tranquilizante que escuchar hate music. No sabemos qué conexión política o logística existe entre él y Uliarte. Existe, sí, un curioso lazo cultural: la música teen. Sosa pasa de Cyrus: le encanta Tini y deja sobradas pruebas de su fascinación. Días atrás puso entre paréntesis su Plan de Operaciones para ir a escuchar a Dua Lipa. “Es la perfección hecha persona, dejé la garganta y el cuerpo en este show diosss no sé cómo no termine desmayado”. La canción de Dua Lipa “Love again” tiene más de 205 millones de visitas en Youtube. La introducción de las cuerdas suena como un homenaje a la Marcha del Imperio de Star Wars (una banda militar la hizo suya durante el macrismo: toda una curadoría). La chica está subida a un toro y canta: no puedo creer/ finalmente encontré a alguien/ me hundiré los dientes con incredulidad. Cuesta imaginar al promotor de las guillotinas en el espacio público imitando los meneos de la cantante, compositora, modelo y actriz británica de origen albanokosovar.
A Sosa le interesa también María Becerra. Todos cuerpos juveniles e hiper sexualizados que deben avivar las fantasías y deseos del agitador. En un punto está más cerca de la senda soft de Youtube, Tik Tok e Instagram que de un árbol genealógico que podría incluir a la Liga Patriótica, la Alianza Nacionalista o la Concentración Nacionalista Universitaria (CNU). Los consumos de las narrativas recalcitrantes y las imágenes de ensueño van por sendas diferentes y eso no deja de añadir otra capa de perplejidad a este presente oscuro. Víctimas y victimarios podrían cantar la misma canción.
AG