En los noventas era el colesterol. No podíamos ni ver una yema de huevo que se nos atascaban las arterias. Evitar la manteca era la fórmula de la juventud eterna y los aceites vegetales se vendían con una leyenda bien llamativa: “SIN COLESTEROL”, que es como promocionar un perejil “sin azúcar”. No, no tiene y nunca va a tener, es su naturaleza.
Después pasó el furor. Aprendimos que reemplazar manteca por margarina era mucho peor en todos los sentidos posibles (más feo, más dañino, más artificial). Hilamos fino: hay colesterol bueno y malo, el malo no es necesariamente un villano sino un índice de otros problemas en el cuerpo por diversos motivos; hay alimentos que ayudan a bajar el LDL, y hay que atender a mucho más que los alimentos en torno a esos niveles: estilo de vida, ejercicio físico, genética, estrés, otras enfermedades y un larguísimo etcétera. Sabemos que comer manteca o grasa animal no es el fin del mundo; que la cuestión es la cantidad y el uso frecuente de otras grasas. Hoy el colesterol nos importa bastante menos al común de los mortales. Si no lo indica el médico, tomamos decisiones alimentarias con otros criterios en mente. A lo sumo hay un rebrote de indignación cuando se menciona al aceite de coco, de uso parecido a la manteca, pero que es una grasa saturada vegetal. La mayoría de la gente ni sabe qué es. Cosas de nicho.
Antes y después del colesterol hubo otros demonios comestibles. El salmón fue alternativamente un superalimento y Chernobyl reencarnado. La leche de vaca, un consumo obligatorio y, acto seguido, una secreción mamaria destinada a inflamarnos. El diablo se viste a la moda, y su look de hoy es el gluten.
Pero qué es el gluten. La definición de Pequeño Larousse gastronómico diría “una red viscoelástica”. Un tapiz de filamentos flexibles y maravillosos que se forma en la masa cuando se humedecen dos proteínas: la glutenina y la gliadina. Así que el gluten, como el gato de Schrödinger, está pero no está antes de cocinar: hasta que el trigo no se hidrata, no se forma ese tejido elástico y diminuto que sostiene un pan perfecto. No hay muchos alimentos que sean fuente natural de gluten: el trigo, el centeno y la cebada. Sanseacabó. Aunque la avena es la A en TACC, esas siglas que conocemos bien en Argentina, técnicamente no tiene esas proteínas sino una diferente llamada avenina. Pero dejemos esa cuestión para otro día.
Por definición, una persona celíaca necesita evitar el gluten: su cuerpo responde al contacto, sea mucho o poco, con una reacción diferente a la de las demás personas. Es una condición autoinmune y de por vida. También hay gente con distintos grados de intolerancia, sensibilidad, alergias –no necesariamente al gluten, sino quizás al trigo o a otro cereal en particular–, muy diferentes: una intolerancia causa síntomas molestos, más o menos intensos, pero no provoca daños sistémicos a largo plazo y no requiere un régimen estricto 100% libre de gluten. Y después aún hay personas con otras condiciones, que no tienen nada que ver con la celiaquía ni la intolerancia ni la sensibilidad, y que sin embargo mejoran o se alivian evitando el gluten lo más posible. Esto último es bastante intangible: en un grupo de personas con alguna de esas patologías, algunas progresan de manera espectacular sin gluten y otras no sienten diferencia alguna. Para terminar de hacer impalpable el asunto, la frutilla del postre: diagnosticar la celiaquía puede ser complicadísimo. A veces los anticuerpos salen claritos en un simple análisis de sangre, pero otras veces no aparecen aunque la condición de fondo esté. Lo más seguro es la biopsia –que es bastante invasiva, y lo pensás dos veces antes de hacerla, sobre todo en niños. El positivo en celiaquía es bastante certero, el negativo puede resultar muy provisorio.
¿Por qué hablamos tanto del gluten? Al crecer la capacidad de diagnóstico, nos enteramos de más casos, desde luego. Como la predisposición genética se hereda, mucha gente comprende por fin no sólo sus propios síntomas sino también los de su abuela o su tío que siempre tenían dolor de cabeza o se quejaban de la panza hinchada. Otro fenómeno de época: parece que la harina de trigo tiene hoy una proporción más alta de gluten en comparación con la de hace escasos doscientos años. El grano con más gluten se trabaja mejor, su harina es más elástica, su textura más perfecta. ¿Cuál sería la consecuencia? Que un pan cualquiera tiene mucho más gluten ahora que uno del siglo XIX. Pero aunque no fuese así, pensemos el espacio que ocupa la harina de trigo en la dieta occidental (protagónico, omnipresente), y la conclusión es fácil: no solo comemos gluten. Comemos muchísimo gluten. Una cantidad exorbitante. Si desayunás tostadas, almorzás fideos, merendás galletitas y cenás milanesas, comiste gluten como un campeón a lo largo de tu día. La gente se queja de “las harinas”, quiere dejar “las harinas”, la hinchan “las harinas”; es un plural medio falluto, considerando que es siempre una harina, la misma, singular, de trigo y refinada. No salimos de ésa ni por asomo.
¿Y qué hace la gente que quiere dejar el gluten? Algo parecido a lo que implicaría comer margarina para dejar la manteca: consumir masas gluten free con porcentajes elevados de almidón, premezclas a base de soja, féculas y triple dosis de azúcar y grasa para compensar. Lo hacen los celíacos, por necesidad y porque no saben cómo hacer masas de otra forma; pero también muchas personas que simplemente buscan “comer más sano”, sin darse cuenta de que caen de Guatemala a Guatepeor.
Vuelvo al colesterol: no está mal comer manteca, el problema es quizás comer kilos de manteca, comer sólo manteca, y comer para el traste en cuanto al resto de tus elecciones para llenar el plato. El problema es que pensemos que el culpable, o la solución, es UN alimento. Con el gluten, me atrevo tímidamente a sugerir, pasa algo parecido. Si no sos celíaco, comer gluten no está mal. Comer gluten no es tóxico ni dañino, no detona tu sistema inmunológico. Quizás el problema es que sólo comemos gluten, y que lo comemos todo el tiempo, en sus peores versiones y dejando afuera de la mesa todas las harinas sin gluten, todos los cereales sin gluten, todas las legumbres. Que son muchísimos. No saben cuántos. Que también sirven para elaborar masas deliciosas y de texturas excelentes, si tan solo tuviéramos los hábitos y la información necesarios para lograrlo.
Ojo: no estoy adhiriendo al discurso de “la porción justa” que acuñó la industria de los ultraprocesados. No hay una porción benigna de chizitos. No hay una cantidad adecuada de huevitos Kinder. ¿Podemos elegir comerlos? Claro, acá nadie es la policía de la comida. Es una decisión personal, en función de un contexto, de criterios individuales, parte de un repertorio de opciones poco recomendables que quizás elegimos igual porque, bueno, de carne somos, y a veces solo queremos gratificación instantánea. Pero en ninguna medida, en ninguna porción, dejan de ser algo que resta para el cuerpo.
La comida de verdad –lamento el uso de la expresión a falta de otra mejor, pero se entiende: los alimentos que realmente lo son – dibuja un paisaje diferente. Ninguno es el demonio. Ninguno es la panacea. Aunque insistamos en tratar de verlos así. Buscamos superalimentos o pociones mágicas y perseguimos supervillanos que no existen. En vez de temerle tanto a unos y abusar de otros, podríamos poner un ápice de atención en lo que verdaderamente nos serviría: comer comida y recuperar la variedad. Comer de todo. ¿Cuándo fue la última vez que probaste un repollito de Bruselas? Están en su mejor momento. Ahora hay membrillos, las primeras mandarinas, esas naranjas un poco pálidas y ácidas que te despiertan. Es época de calabazas, de zapallos. Eso mismo vale para el gluten: está todo bien con el trigo, no le tengas miedo. ¿No sos celíaco? Y dale. Pero dale también al arroz, a la quinoa, a la avena. Comete un guiso de lentejas. Fíjate si la próxima haces fainá y en vez de tres porciones de pizza, te clavás una o dos. Te haces unas arepas o una regia polenta. Los ejemplos son infinitos. Lo que nos falta es ese mecanismo de selección.
Podría haber escrito sobre los lácteos y llegar a un punto similar: si no sos alérgico a la proteína de leche de vaca, si no sos vegano, comé queso nomás. Pero no solo queso, y no todo el tiempo. Los sucedáneos ultraprocesados del queso siempre son peores que el queso. Buscamos y encontramos chivos expiatorios para nuestro malestar, todo el tiempo, uno atrás del otro. Cancelamos alimentos furiosamente, con ahínco. Hay cierto vértigo en elegir un blanco, un eje del mal que sea la causa de todos nuestros problemas para luego evitarlo de forma puritana, religiosa, obsesiva. Alrededor de ese núcleo maligno, un goce subterráneo que consiste en privarnos, en desear y no poder, en someternos a un límite cualquiera con la vana esperanza de que en tanto sacrificio se esconda el secreto de nuestro bienestar.
NK/DTC