Alguien comentó de pasada: “Si van a caer bombas nucleares, avisen. Que no me agarre mandando mails”. Era una gracia. Quizá incluso nos reímos. Era un chiste revelador de la impotencia que nos corroe ante catástrofes reales o temidas. Así las cosas, solo parecemos estar seguros de conservar nuestra capacidad para el sarcasmo.
Me hizo recordar uno de los mejores textos periodísticos escritos nunca: Hiroshima, de John Hersey. Comienza así: “Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino”.
A la señorita Sasaki una bomba nuclear la agarraría hoy mandando correos: “Gracias. Saludos”. Boom y el resplandor.
Hersey visitó Hiroshima un año después de la bomba atómica sobre la ciudad y habló con numerosos supervivientes antes de escribir su largo reportaje para el New Yorker. Describió la destrucción absoluta, la muerte a gran escala. Para narrar lo enorme, recurrió a lo más pequeño: esos gestos naturales y cotidianos de los habitantes de la ciudad justo antes, durante e inmediatamente después de la explosión. Esa rutina que se convirtió en historia.
Para narrar lo enorme, recurrió a lo más pequeño: esos gestos naturales y cotidianos de los habitantes de la ciudad justo antes, durante e inmediatamente después de la explosión. Esa rutina que se convirtió en historia
El texto de Hersey está traducido al castellano, publicado en forma de libro por Debate y se puede comprar por 2.499 pesos. Nos permite repasar lo que la humanidad ya sabe. Conocemos la destrucción atómica; la nuclear, basada en la tecnología de fusión y no de fisión, tiene aún mayor capacidad destructiva. Pese a ello, la conciencia antinuclear existente durante la Guerra Fría parece haber desaparecido. El temor nuclear es un sentimiento difuso que apenas somos capaces de sublimar en sarcasmo o cinismo. Con un Lexatín.
Según datos del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, en el mundo existían aún unas 14.500 armas nucleares en 2018. Me llama la atención que las voces intelectuales más sensibilizadas contra el armamento nuclear estos días sean las de Noam Chomsky y Edgar Morin, de 93 y 100 años de edad, respectivamente. Hombres que conocieron la II Guerra Mundial, la crisis de los misiles de Cuba y la guerra fría. ¿De verdad es necesario haber vivido esas épocas para tomar conciencia del riesgo que entraña para la humanidad el armamento nuclear? ¿Es suficiente tirar de sarcasmo para superar la ansiedad y la incertidumbre de este momento aterrador?
Según datos del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, en el mundo existían aún unas 14.500 armas nucleares en 2018
No, no es suficiente. Pero, con motivo de la guerra de Ucrania, observo dos maneras de abordar la cuestión: la de los líderes políticos, que tienden a optar por el tabú y, buscando con sus mejores intenciones no generarnos más ansiedad, eluden el asunto como si se tratara de una obscenidad, como si temieran una especie de magia capaz de provocar el peligro nuclear sólo con invocarlo, cuando la realidad es que ya está presente en nuestras vidas. Por otro lado se encuentran muchos periodistas, creadores de opinión, buscadores de audiencias y exprimidores del clicbait. Acostumbrados a presentar cada noticia nimia como el último episodio sobresaltado de nuestro entretenimiento y a dotarlo de un suspense propio de la tercera guerra mundial, se ven empujados ahora a abundar en la accidentada actualidad de la guerra de Ucrania sin tapujos, sin miedo a ser imprudentes, por supuesto, porque el periodismo no tiene miedo a nada, ni siquiera a generar miedo. Un pavor paralizante y ansioso.
Y la verdad es que, si hay un momento para hablar con rigor del armamento nuclear es éste. Abordarlo en serio solo tiene un ángulo posible: reivindicar con la cabeza muy templada la necesidad de que desaparezca de la tierra. Ahora que Putin y su guerra nos han hecho recordarlo, sería el momento de luchar por la eliminación de todo armamento nuclear. Su capacidad de destrucción es tal que nos cuesta incluso concebirlo, y ese es el gran problema de la era atómica: tenemos la capacidad de causar un grado de destrucción que no somos capaces de imaginar, como escribió Günther Anders.
Sin embargo, podemos hacer algo mejor con el miedo: transformarlo en conocimiento consciente del riesgo; después creer en nuestra capacidad ciudadana de ser agentes de cambio político y, por último, movilizarnos en contra del armamento nuclear. Por mucho que hayan transcurrido las décadas, la guerra de Ucrania nos confirma que lo inconcebible antes de lanzarse la primera bomba atómica sigue siéndolo hoy. Porque lo que nos hace incapaces de imaginar no es el no haberlo vivido, sino la dimensión de la amenaza. Unas 250.000 personas murieron en Hiroshima y Nagasaki. Muchos miles más resultaron heridas. Cualquier cifra, cualquier dato, cualquier descripción de los dos bombardeos desborda nuestra imaginación moral. Por eso hay que leer a Hersey. Atisbando algo de aquel horror quizá pueda comenzar la reclamación ciudadana imprescindible a las instituciones internacionales, no sólo para seguir evitando la proliferación nuclear, sino también para no perder de vista el objetivo último de destruir los arsenales existentes.
IL