No
En tiempos de hiperconectividad y de empastamiento de los espacios de trabajo y de ocio -cuestión que ya viene siendo largamente analizada por distintos autores-, vuelvo sobre las diversas y dificultosas maneras de decir que no. A la dificultad algo neurótica que algunos encontramos a veces para decir que no, se le suma la dificultad de aquellos que insisten, sin registrar que se ha pronunciado un “no”. Hay quienes se sostienen en una posición un tanto arrasadora del otro, una posición que podría cifrarse en esa frase hecha -mal hecha- que reza “no acepto un no como respuesta”. Siempre me pareció hostil y poco amable. Hay personas que consideran esa postura como una virtud, la virtud de la perseverancia. El problema, al no aceptar un “no” como respuesta, es que en tales casos la perseverancia se basa en el gesto de arrasar con lo que el otro dice que quiere. Más que perseverancia es una insistencia necia cuyo gesto principal es desconocer al otro -atribuyéndole un ser según el gusto de cada quien-. Ese otro que puede no querer eso que el necio le propone. Me acordé de esa frase, no porque alguien la haya pronunciado recientemente, sino porque advierto que es una especie de estado de cosas muy de estos tiempos. Me acordé de esa frase en estos tiempos en los que las redes sociales nos hacen creer que el otro está disponible para nosotros 24/7; tiempos en los que las demandas proliferan y se cuelan por todas partes, a toda hora, en todo tiempo y lugar, sin poder precisar en absoluto el tiempo y el espacio de los otros. No es infrecuente que en plena madrugada alguien mande un mensaje privado por alguna red social con alguna demanda. Y tampoco es infrecuente que no entienda que, si ese mensaje no obtiene respuesta, es porque el silencio puede ser un no. Y entonces vuelve a la carga. Tampoco es infrecuente tomarse el trabajo de responder que no y explicar mínimamente las razones y, sin embargo, que el otro no sólo no agradezca, sino que insista porque necesita obtener como sea su tajadita de nosotros. Menos infrecuente aún es percibir cómo algunas personas se desentienden del hecho de que están pidiendo algo: invierten la escena creyendo que el que pide es el otro. Son los casos en los que después de pedir y obtener un sí, pretenden que el que quería algo era el otro. Lo noto en pequeños y sutiles modos de la demanda -aunque la demanda nunca sea pequeña, ni sutil-. Quizás la época tenga algo de eso: de no registrar lo que se está haciendo, porque tampoco se registra al otro. Quizás sea la época en la que cada quien se desentiende de su parte, de su modo de estar en las escenas. Son tiempos en los que el individualismo acecha a cada instante y ahí está quizás la clave para diferenciar un pedido de una demanda. Una cosa es pedirle algo concreto a alguien -y aceptar un no como respuesta posible-, y otra, muy distinta, es pedir que el otro dé un signo de que nos registra -o de que nos ama-, pedirle su incondicionalidad. Suponer que puede responder siempre y que de su respuesta va a depender su amor hacia nosotros, incluso aunque no nos conozca. Entonces la frase “no acepto un no como respuesta” quizás sea la frase de la demanda, no del pedido. La demanda: esa boca abierta que pretende tragarse todo lo que encuentra en su camino. Esa boca que deglute también al otro, al que además supone enorme y sin fallas. Claro que cuando el otro aparece con sus fallas, sus imposibilidades, sus impedimentos, o simplemente pronunciando un “no”, la boca, que estaba deglutiendo, se atraganta y pasa a escupir su hostilidad. No piensa que estaba tragando sin masticar, simplemente reacciona vomitando.
“¿Cuántas letras hacen falta para decir que no?”, se pregunta María Negroni. A veces muchísimas, a veces ninguna. Dependerá de si el destinatario de ese “no” -que a veces somos nosotros mismos- está dispuesto a leer algo. Y para leer no hay que suponer, no hay que atribuirle al otro lo que uno quiere, sino registrarlo como otro distinto de nosotros. Quizás se trate de practicar la abstinencia, es decir, dejar que el otro aparezca, en lugar de tirarle encima la tierra de nuestros caprichos. La abstinencia no es ni más ni menos que eso: no suponerle nada al otro -y en consecuencia a nosotros-. No hay deseo sin demanda, pero si sólo hay demanda, el deseo queda desganado, apocado, un poco muerto. Si no hay lugar para decir que no, sólo resta ser objeto de las demandas propias y ajenas. Sobre todo de las propias. Un análisis es también un lugar en el que nos enteramos de que se puede decir “no”, y que en ese “no” se cifra una potencia emancipadora enorme. Practicar la abstinencia también es, sobre todo, decirle que no a la propia demanda de ser alguien, de ser algo, y de buscarlo desesperadamente. Pienso en esas cosas ahora que leo Querido joven Maravilla, de Osvaldo Bossi -editado recientemente por Mágicas naranjas-. Un libro hecho de textos que se escribieron sin pretensiones, en un tono amable y ligero -“ligero como el agua”-, ese tono liviano, sutil -“ingrávido y gentil”-, sin solemnidad -tan propio también de la poesía de Bossi-. Es el tono con el que se reivindican “la risa, la tontería de escribir”. Ese tono que no pide nada a cambio de lo que da; un tono grato y acogedor; el tono de quien recibe al otro como otro. Es el tono en el que Batman le habla a Robin mientras unta tostadas en el desayuno. Es en ese tono en el que Bossi reflexiona acerca de la lectura y de la escritura, acerca de escribir poesía, acerca de los distintos modos de hacer poesía, pero, sobre todo, acerca de las pretensiones de ser poeta y acerca de la desesperación de algunos por la figuración. Una serie de textos en los que insiste el no tomarse demasiado en serio. Los textos tienen mucho humor y con ese humor pasan cosas. Hacia el final, Batman da consejos “para una vida literaria saludable” en los que rescata, una y otra vez, que se trata siempre de olvidarse de uno y de registrar a los demás. Es un libro en el que se puede leer por ejemplo: “Olvidarse de uno mismo sobre todo. Romper el espejo para que aparezca otro, impensado, desconocido”.
Si el libro es precioso, lo es también porque hace lo que dice, y lo que dice excede el género poesía, lo que dice, dice mucho de un tiempo, el nuestro. En una época en la que algunos pretenden estar por delante de sus textos, en los que la pretensión de ser se transforma en una carrera y en una constante auto celebración- “¿Para qué publica uno sus libros si no es para olvidarse de ellos?”; “sin ego no hay poesía. Pero con demasiado ego, hay influencers”-, textos como los de Bossi son un refugio. Porque escriben una pausa, una escansión, un silencio: “la poesía como lenguaje íntimo. Lenguaje callado. Cuando aparece, el mundo hace silencio”.