El nombre de la rosa de Amadeus

Wolfgang Amadeus Mozart no se llamaba ni Wolfgang ni Amadeus. Y ese detalle menor explica, en rigor, mucho de lo que rodea a un creador que nunca fue lo que parecía ser. Bautizado como Joannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, bromeó con la manía grecolatinista de su padre diciendo que su apellido debería haber sido Mozartus, y utilizó Wolfgang en sus firmas pero nunca jamás Amadeus. A veces italianizó todo, como era frecuente en el mundo de la música, y rubricó sus partituras como Wolfgango Amadeo. Y en su contrato nupcial figura con una versión afrancesada: Amadé.
Los alemanes y su familia solían nombrarlo como Wolfgang Gottlieb –la traducción del “amor a Dios” presente en Theophilus–. Y el falso nombre del compositor se hizo verdadero a partir de una única fuente: la prensa. En sus obituarios, los periódicos, fuera por un malentendido o por decisión mantuvieron la latinización original (la terminación “us”) y la extendieron a la parte griega, reemplazando “philus” por “Ama”. Y la primera edición de sus obras completas (parcial aunque no lo sabían), realizada por la firma Breitkopf und Härtel en 1798, fijó el Wolfgang Amadeus para siempre. Pero es de otro nombre falso del que aquí se hablará. O mejor dicho, de la obra que lo recibió. Una composición que, como los nombres de su autor, habla de mucho más que lo que parece.
Otro empresario de la música, Johann Peter Salomon, que había planeado llevar a Mozart y a Franz-Joseph Haydn a Londres –la muerte del primero hizo que sólo viajara el segundo– llamó “Júpiter” a la última sinfonía escrita por Mozart. La idea de “gran” obra, originada en parte por sus dimensiones –era la composición más larga dentro de la producción de Mozart en el género e incluía una fuga en el desarrollo de su primer movimiento–, acentuada por su característica de postrera, hacía verosímil que se la nombrara como al dios de dioses –al fin y al cabo, de Theus, el nombre griego de Júpiter, derivaban Deus y Dios y, eventualmente, el segundo nombre del autor de la sinfonía.
Lo grandioso y la oportunidad de la apelación al dios puede discutirse. Pero la noción de “ultima”, atada a esta composición, no. Y es que, si lo definitivo o lo tardío son conceptos muy frágiles cuando el compositor murió a los 35 años, y que mal podría haber sabido él que alguna de sus obras sería la final, lo cierto es que su Sinfonía Nº 41, catalogada por Ludwig von Köchel con el número 551, fue terminada tres años antes de su muerte. Y no se trató de años inactivos. En ese lapso compuso tres óperas, un aria para soprano, el concierto para clarinetey orquesta y el quinteto para clarinete y cuarteto de cuerdas, una sonata y algunas piezas breves para teclado, dos cantatas, tres cuartetos y dos quintetos para cuerdas, además de varios fragmentos y bocetos que quedaron sin completar –ninguno para una sinfonía), entre ellos los del famoso Requiem. Eso solo no alcanzaría para inferir que su Sinfonía 41 era la última no sólo por posibilidad sino por decisión.
Nadie puede saber qué es lo que Mozart hubiera hecho de vivir un tiempo más. Y, por otra parte, habría que estudiar que otras circunstancias, además de sus preocupaciones estéticas, podrían haber influido en tal decisión. No obstante, la propia obra contesta muchas de esas dudas. Y, aunque haya sido transitoriamente, cierra un ciclo. Y, en particular, dice lo mismo que el Don Giovanni, escrito un año antes, y que La flauta mágica, compuesta tres años después. Que como, muchos años después ,el teórico Mijail Bajtin argumentó y Umberto Eco novelizó, lo “alto” en el arte se codea con lo “bajo” y que la comedia y el drama son dos caras de una misma moneda. Y, de paso, que no hay nada más falso que el clasicismo de los clásicos.
Bajtin encuentra que el origen del Gran Arte literario, y de la novela, que lo corporiza y que está caracterizada por la polifonía, por sus muchas voces, se encuentra no en la épica, como se desprende de la Poética de Aristóteles, sino en lo carnavalesco. En Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais. En la picaresca española. Allí es donde confluyen muchas voces, muchas formas del habla, y donde cada una arrastra un significado. Eco, en El nombre de la rosa, imagina una historia policial, con un bibliotecario ciego llamado Jorge de Burgos (o sea Jorge Borges, un fanático de los policiales, por otra parte) como detective, continúa a Bajtin por otros medios. Existe una parte perdida de la Poética dedicada a la comedia y la Iglesia la mantiene oculta. ¿Qué es lo que había hecho Mozart al respecto? Había pensado –y así aparecía en la portada de la partitura– a Don Giovanni como “dramma giocoso”. Había expresado sus preocupaciones filosóficas –y la propaganda masónica– con la forma de un singspiel, la ópera popular antecesora de la opereta y la comedia musical. Y había utilizado la forma aparentemente más pura y más abstracta de la música para colocar eso mismo como mensaje en clave.
Las deformaciones de una teoría errónea, la de la historia cíclica popularizada por el británico Arnold Toynbee, llevó a muchos, en el Siglo XX, a pensar la historia de la música escrita europea como una sucesión de períodos apolíneos –clásicos, preocupados por la pureza de línea y por la forma– y dionisíacos –románticos, desmesurados, preocupados por la expresión sobre todas las cosas. Y así inventaron un supuesto clasicismo, en los finales del siglo XVIII y comienzos del siguiente, que tuvo a Mozart y Haydn como máximos estandartes. El hecho de que cimentaran las formas y los géneros clásicos fue el argumento central. Que ampliaran la orquesta, que utilizaran conscientemente los contrastes y las sorpresas como recursos, y que recurrieran sin pudor al dramatismo, no pareció importar demasiado.
Los primeros en hablar de “clásicos” –y, ya que estaban, en organizar conciertos de “música clásica”–fueron los románticos. Y no lo hicieron para diferenciarse de ellos sino para fundar una genealogía y legitimarse con ella. De lo que buscaban diferenciarse era de la frivolidad del mundo de los teatros de ópera. Fundaron sus propias orquestas, de amigos de la música –“filarmónicas”–, llamaron clásicos a los viejos maestros fallecidos, Haydn, Mozart y Ludwig Van Beethoven, a quienes consideraron los padres en la idea de hacer “música profunda” y “espiritual”, y, aunque agregaron otras nuevas, utilizaron las armas que ellos habían utilizado, sobre todo una forma llamada Forma Sonata, que no era la de las sonatas sino la de sus primeros movimientos. Una forma que los indexadores de la historia consideraron clásica y que era profundamente romántica. Esa forma, considerada el epítome de la abstracción y de la primacía de la estructura sobre la expresión, era ni más ni menos que la traslación a la música de lo que sucedía en el teatro: presentación de dos personajes diferenciados –la exposición de dos temas musicales con algún grado de contraste entre ellos–, el desarrollo, donde se manifestaba el conflicto –los dos temas se fragmentaban, competían entre sí, se superponían, se hacían más tensos, llegaban a zonas de transitorio equilibrio– y la resolución –la reexposición de los dos temas pero esta vez en una misma tonalidad; un final casi siempre triunfal.
Y, nuevamente, ¿Qué es lo que hizo Mozart en su última sinfonía? Un dramma giocoso. Y una declaración de principios. Expone sus dos temas pero luego (minuto 3:02 en la versión elegida aquí) aparece un tercero que nada tiene que ver. Es un tema bastardo en todo sentido. Pertenecía a una ópera buffa, era un aria burlesca y escrita para la voz de bajo y, además, no tenía padre: Mozart la había escrito un año antes para ser intercalada en la ópera Le gelosie fortunate, de Pasquale Anfossi. Se llamaba “Un bacio di mano” y, obviamente, no llevaba su firma. Luego, como era necesario en una época en que todas las obras eran nuevas y desconocidas, todo eso se repetía para dar lugar, después, al desarrollo (minuto 7:15). Y ese desarrollo no comienza con ninguno de sus personajes principales. Empieza con el tema bastardo, con el aria sin firma ni prosapia. Y lo hace con una fuga, la forma más alta y prestigiosa, asociada en la época de Mozart, sobre todo, con la música para la iglesia. Eco, en su novela, encontró la parte perdida de la Poética, allí donde se hablaba de la risa y aquello que la Iglesia ocultaba. Mozart, el masón, había respondido de la misma manera. Con una fuga –tan eclesiástica– sobre un tema bastardo.
DF/MF
1