La pregunta por el orden social justo atraviesa la República de Platón. Y es la pregunta que subyace hoy a todo el debate que tensiona a Occidente. Une los hechos del 6 de enero en el Capitolio, las discusiones de nuestra vida pública sobre el aparato judicial, el sistema de salud, el régimen impositivo y también las tensiones entre países ricos y países pobres miembros de la Unión Europea. Recordemos que Trasímaco punzó a Sócrates diciendo que lo justo es lo que beneficia al más poderoso. A partir de allí se desarrolló todo un andamiaje que, en el fondo, apunta a justificar las razones por las que los pobres libres no deberían ser parte de la democracia. La pregunta que nos habita hoy es: ¿Puede la democracia producir un orden social justo? Dicha pregunta nos lleva a otra: ¿Dónde estamos?
En medio de la combinación de una crisis económica y política envuelta en la pandemia, asistimos a una suerte de expropiación de las instituciones heredadas de las Revoluciones Norteamericana y Francesa. De hecho, la toma de esas instituciones públicas trajo aparejada una exclusión de las mayorías en el proceso de toma de decisiones. La política se volvió corporativa, chata, opaca: las decisiones se toman a espaldas y a veces en contra de las grandes mayorías. La impunidad, la violencia y las desigualdades distinguen a estos tiempos. ¿Por qué no pasa nada?
En su artículo “Poder y orden: La estrategia de la minoría consistente”, Norbert Lechner explicó por qué un mundo injusto permanece en el tiempo. Sostuvo que el secreto de su duración está anclado en la ‘seguridad’, la cual -más allá de toda consideración sobre la calidad de vida- vuelve predecible el proceso social. En nuestro país, un ciudadano puede calcular cómo hacer para violar la ley y que no le pase nada. Se tiende así a ‘invertir’ para conservar lo que se tiene, por poco que sea.
A la pregunta por los cimientos de esa situación social, Lechner respondía que obedecían a un fenómeno subjetivo y a condiciones materiales que generan un ecosistema autoritario edificando disposiciones que tienden a hacer respetar las jerarquías, un rasgo propio de las sociedades estructuradas en base a las diferencias. El resultado de este proceso se asemeja al mundo actual: minorías que gobiernan en contra de los intereses mayoritarios, pero que permanecen.
Respecto al modo en que mantienen la dominación, señaló que una vez en el poder las minorías se las ingenian al administrar los recursos públicos para generar divisiones que hagan casi imposible crear una organización capaz de desafiar el esquema. A la par, hacen creer que conservar lo que existe es la única alternativa. En otras palabras, el secreto del éxito de las minorías pasa por naturalizar determinado orden social creando un entorno que lo transforma en sentido común. Cualquier alternativa es percibida como el caos. A ese orden, que es el rostro de una forma de ejercer el poder, Lechner lo llamó el poder normativo de lo fáctico. Su fuente de vida es la capacidad de generar anticuerpos para que los ciudadanos no se animen a interpelar su conciencia y, en consecuencia, a cuestionar la realidad.
Pero, ¿cómo se sostiene el esquema en la vida cotidiana? Gracias al rol de los ‘guardianes’. Esto es, una serie de personas capaces de respaldar con la fuerza algunas decisiones y convertirlas en obligatorias. Es el caso de los jueces rock star y sus sentencias arbitrarias, de las voces de los ‘mercados’ o de las empresas tecnológicas que definen -en lugar de hacerlo la República- quién puede ejercer la libertad de expresión. Los guardianes intervienen también en la esfera simbólica. Destilan una forma de ver el mundo que dice que no hay otro distinto al actual. Se presentan como técnicos que se mueven en base a un saber impersonal, objetivo y despolitizado. Esa élite exige un consenso por adhesión a su visión petrificada del mundo, porque lo contrario es ‘irracional’. Así, una minoría adquiere la capacidad de gerenciar sociedades en las que se naturaliza vivir mal. Cristalizan la respuesta que dio Trasímaco a Sócrates.
Como decía al principio, vivimos en tiempos de resignificaciones. Por ello es preciso reflexionar en torno al poder normativo de lo fáctico. Sobre todo, porque esa cara del poder entraña apatía política que engendra apatía moral y lleva a que las grandes mayorías acepten el mundo como algo externo, natural e incuestionable. Además del tópico racial, el fascismo se caracterizó por impedirles a las mayorías discutir la extensión de los derechos en la sociedad. Por eso, cuando discutimos acerca del orden social justo, debemos tener claro que cambiar el mundo tiene que ver con recuperar el poder, que es un producto humano. También, con recordar que las experiencias históricas constituyen una poderosa fuente de conocimiento para pensar el futuro.
Como enseñó Antoni Domenech en El eclipse de la fraternidad, los griegos en el período de Pericles lograron articular la vida pública en base a los pobres libres, algo que no le gustaba a Platón. Crearon repúblicas democráticas que consiguieron grandes logros. Por ejemplo, prohibir la esclavitud por deudas, remunerar la función pública de los pobres libres, gozar de la libertad de palabra en el ágora, asegurar la rotación en los cargos públicos. Resolvieron con éxito uno de los problemas básicos de la vida en común: ¿quién toma las decisiones? Y dieron lugar a un verdadero estado de derecho en el que los ciudadanos vivieron obedeciendo a una ley que era la expresión colectiva de sí mismos.
Por ello, es preciso discutir los modos en que las grandes mayorías pueden articularse para construir un orden social justo a partir del derecho a la existencia (el derecho que hace posible disfrutar de otros derechos). Un orden que genere las condiciones para sociedades que hagan posibles la libertad, la igualdad y la fraternidad.
FD