Ser porteña y trabajar con el lenguaje se debe parecer a ser pelirroja de nacimiento; es el único pelo que has tenido, pero vas por la vida acostumbrada a manejarte como una excepción, con la conciencia de la excepción. Me toca pensar en esto muy seguido, y cada vez más, a medida que dialogo más frecuentemente con países —mercados— fuera de la Argentina. Los últimos tres años más o menos los pasé trabajando en la primera temporada de El fin del amor, adaptación de un libro que escribí, y que si todo sale bien va a verse en muchos lugares muy lejanos a mi Buenos Aires querido; el debate que más me gusta de todos los que tuvimos que tener fue el que trataba sobre la frase “pagar las expensas”. No fue particularmente largo, y la frase quedó, pero me gusta porque representa muchas cosas: cuando hablamos de la dificultad del dialecto rioplatense pensamos sobre todo en el voseo o el lunfardo, y pocas veces en la cantidad de frases y construcciones que usamos sin saber que son de acá. Me gusta también porque muestra algo que es obvio, que es que las variaciones del español representan no solamente maneras de hablar específicas sino también mundos específicos: economías específicas, transacciones específicas, formas de vida específicas. “Pagar las expensas” no solo es una frase que no existe en otros lugares; es un concepto muy distinto en otros lugares, en los que ese gasto no está tan cerca de lo que se paga por un alquiler, en los que los encargados no son la institución que son aquí (acá) y las reuniones de consorcio tampoco. Por eso no se la podía sacar: una discusión sobre departamentos que hable de “los gastos” y no de las expensas es una discusión que no está sucediendo en Buenos Aires, sino en algún no-lugar inventado en el que los personajes se cuidan de no ser malentendidos como si supieran que hay alguien que los está mirando. Es esto último lo que me molesta a veces en la traducción, también, lo que creo que hay que combatir: el miedo al malentendido. Si los originales se donan siempre al malentendido, porque el lenguaje necesariamente lo hace, la traducción no debería venir a rescatarlos.
Me puse a pensar en esto porque justo cuando internet decidió que la cabeza de Nathy Peluso rodaba esta semana —nacida en Luján pero radicada en España hace mucho tiempo, dijo sentirse más española que argentina—, yo estaba leyendo un cuento de Murakami que se llama “Yesterday”. El narrador, un muchacho tímido y bastante solitario, se hace amigo de un freak, Kitaru, que nació en Tokio pero desaprendió su perfecto japonés estándar capitalino para aprender el dialecto de Kansai a la perfección. Tanimura-kun, que hablaba de nacimiento el dialecto de Kansai, había hecho exactamente lo contrario, pero a nadie le llamaba la atención en eso, como a nadie le llama la atención que a un cordobés se le aporteñe el acento después de un par de años en Buenos Aires o que un argentino radicado en España empieza a usar el “vale” en lugar del dale; y, en cambio, nos parecería casi psicótico que un porteño viviendo en Buenos Aires decidiera empezar a hablar como cordobés solo por ser fan de Talleres, más o menos como cuenta Kitaru en el cuento. En un momento del cuento, de hecho, la novia de Kitaru explicita esto en un lenguaje paródicamente académico: “Quizás las culturas valgan lo mismo”, dice Erika Kuritani, “pero desde la restauración Meiji la forma en que las personas hablan en Tokio se ha vuelto el estándar para el japonés oral”. Esta cuestión de los dialectos no está en el centro del argumento, me parece —en el sentido de que no se utiliza para generar ninguna confusión en particular, ni para hablar de algún viaje que suceda en tiempo presente en el relato— pero sí está en el centro del cuento. De hecho, el cuento empieza y termina recordando la traducción que hizo Kitaru de la canción “Yesterday” al Kansai; y de hecho, esta excentricidad de Kitaru de decidir abandonar lo hegemónico que le tocó en suerte por nacer en Tokio y reemplazarlo en cambio por un japonés subalterno es la características más central de su personalidad, lo que se supone que más debe decirnos sobre él. Kitaru es una persona que toma decisiones estéticas, antes que decisiones útiles; una persona dispuesta a perder recursos —por lo pronto, el status que da hablar el japonés de Toki con perfección de nativo— por razones que no le son claras a la gente que le rodea, ni a nadie más que a él mismo. Es ese rasgo lo que parece seducir al narrador del relato: esa vocación por lo inútil incluso a costa del propio beneficio, y lo que es mejor, en un capricho que ni siquiera es nacionalista, un tipo de capricho ampliamente aceptado. A nadie le llama la atención que yo quiera defender a rajatabla la necesidad de “pagar las expensas” en lugar de “pagar los gastos del departamento”; lo genial de Kitaru es que está defendiendo su derecho a hablar de una manera que no le sirve para nada pero que además tampoco le pertenece en nada. O sí, pero no como los demás piensan que funciona la pertenencia.
No sé por qué el cuento de Murakami me hizo pensar en Nathy Peluso, y en mi necesidad de pagar las expensas; quizás porque siento que Nathy Peluso ya hablaba con un acento que no era de ninguna parte, y que las veces que la habían acusado de “apropiación cultural” mi reacción inmediata fue “pero de qué cultura se estaría apropiando si en ninguna región real de la Tierra la gente habla así”; quizás porque también me parece gracioso que ser argentina le haya dado derecho a “hacerse la latina”, cuando hacerse la latina hoy en términos globales es hacerse la colombiana o la cubana y a mí me quedaría igual de ridículo que a una gringa, pero parece que era una cuestión de tener los papeles en orden; quizás porque en general esas preguntas me aburren, pero el cuento de Murakami lograba retomarlas de una forma que es atractiva, provocadora, y bella, porque no habla de reglas, ni de propiedades, ni de lo que está bien y lo que está mal, de víctimas y victimarios de delitos invisibles. En el cuento de Murakami los dialectos son como remeras, y lo gracioso es que nos parezca tan extraño ponerlas y quitarlas siendo que estrictamente es hermosa la capacidad de tenemos de ponérnoslas y sacárnoslas, de aprender a hablar de otra manera, de escuchar otras cosas aunque a veces no las entendamos del todo y jugar a reproducirlas porque eso no es necesariamente ni una burla ni un robo, es una cosa que podemos hacer y ver qué pasa, es una forma de enriquecer la experiencia. No me importa si es así como funcionan las identidades en la realidad: no es una tesis que estoy defendiendo, justamente, es un juego.
TT