Entre las discusiones derivadas de lo que parece ser la consolidación de una nueva hegemonía que deje definitivamente atrás los modos de vida relacionados, por ejemplo, a lo que se conoce como familia tradicional, una de las más interesantes es la que vindica la soledad como elección. La mirada estigmatizante que juzgaba a quien transcurre su vida en solitario como víctima de la fatalidad es, por fin, puesta en jaque.
Mi abuela, muerta hace mucho pero siempre presente en mi sistema de referencias, le cantaba irónicamente a la única de sus hermanas que no se había casado un tango que, a mis oídos infantiles, era la cumbre de la crueldad. Decía: “Pobre solterona te has quedado, sin ilusión, sin fe”. Mi tía abuela reía picarescamente al escucharla porque la soltería del tango, entendí después, aludía a la virginidad (la idea de ser soltero y virgen no se verifica en la práctica occidental, pero pervive en cientos de cosas, en francés soltero se dice “célibe” por citar un caso) y ella, por supuesto, no lo era.
Además de haber elegido la soltería, la disfrutaba con la misma intensidad con que mi abuela disfrutaba de su marido, hijos y nietos. Pero ese disfrute de mi tía abuela cargaba con el precio de dar algunas explicaciones que hoy, por suerte, sólo se piden en ámbitos muy reducidos y desfasados o anacrónicos. Sin embargo, ante la ganancia indudable de no tener que rendir cuentas ni ser automáticamente catalogado de conflictivo, incogible o cualquier otra categoría peyorativa y aviesa, aparecen algunos contrapuntos. No hablo de los autodenominados Incel o involuntariamente célibes cuya existencia apuntaría a la perpetuación de la connotación negativa en torno a la ausencia de pareja, sino de las características que delinean la soledad elegida contemporánea. La soledad de mi tía abuela, que apenas conoció los teléfonos inteligentes o las computadoras y que jamás soñó con la construcción de un avatar con el cual moverse virtualmente en las redes sociales, se parecía muy poco a la soledad de mis amistades o pares generacionales.
Una vez, una amiga que había dejado de fumar, me dijo que lo que más extrañaba del cigarrillo era la compañía que suponía encenderlo en determinados momentos: “Cuando estoy sola esperando a alguien o me pongo nerviosa por algo y no puedo hablarlo ni fumar, sufro. Por suerte lo voy reemplazando con el celular. Entro a Twitter y me olvido que estoy sola”. El relato, me pareció, resume en buena forma algunas cualidades de la vida solitaria de hoy, cuya condición más frecuente es estar, acaso paradójicamente, acompañado por un teléfono e Internet.
Para voces críticas como las del periodista español Gonzalo López Alba, que trabaja apoyándose en la obra de Byung Chul Han, el filósofo de moda, “la comunicación digital es tan rápida, eficaz y atractiva que cada vez evitamos más el contacto con las personas reales y con lo real en general, alejándonos cada vez más del otro. Es así porque despoja la comunicación humana de su naturaleza visual, olfativa, táctil y corporal, y eso nos hace más narcisistas porque, mientras que la amistad es una narración, los amigos de Facebook son un número”. Más allá del debate acerca del narcicismo, tan criticado en los mismos espacios en los que se ejerce con pasión, la necesidad de un medio que nos conecte con otros que están sin estarlo y que pueden llegar a ser lo que no son, se extiende y agiganta.
Además de escuchar tangos, mi abuela veía telenovelas. Una de ellas tenía una cortina musical con una línea que se hizo famosa: “Hay una lágrima sobre el teléfono”, una lágrima que da cuenta de la espera dolorosa de alguien que se siente solo y que, de sonar el teléfono, dejará de sentirse así.
Con o sin lágrimas, esa espera ante un dispositivo que tiende puentes invisibles con los demás, sigue vigente. Quizás ya no se espere una voz, sino un like o un comentario u otro equivalente virtual de una palmadita en la espalda, o un abrazo. Pero hay algo en las nuevas soledades elegidas que vulnera la idea de la soledad o, quizás, la transmuta en otra cosa a la que bien se le podría hallar un neologismo. Una época como la nuestra, adicta a las batallas a través del lenguaje, lo pide y lo propicia.
NG