Opinión

El PAN de Alfonsín

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Raúl Alfonsín prometió, al asumir su presidencia en 1983, que ningún niño volvería a pasar hambre en la Argentina. Casi cuatro décadas más tarde Alberto Fernández anunció la erradicación del hambre como prioridad de su gobierno. Evocaba en su asunción el famoso mantra alfonsinista que ligaba la democracia a la comida, la educación y la salud. Esa promesa, tan vital en el 2019 como en el 1983, se volvió más urgente con los impactos de la pandemia y las extremas desigualdades que siguen aumentando. Y ahora el lanzamiento de la Tarjeta Alimentar volvió a poner al hambre en el centro de disputas sobre cómo enfrentar la pobreza.  

En realidad, la comida y el acceso a ella han sido una prueba de fuego de la democracia inaugurada en 1983. 

Hacia finales de la dictadura la extensión de las ollas populares y las historias sobre niños desnutridos, sobre todo en las periferias urbanas, desafiaban la imagen de un país fértil y productor de alimentos en donde el hambre no existía. Con el retorno de la democracia se descubrió que casi el 25% de la población tenía necesidades básicas insatisfechas. Eso quería decir que, si bien el cuarto de la población no padecía de hambre extremo, su bienestar estaba en riesgo. 

El Programa Alimentario Nacional, mejor conocido como el PAN, fue la respuesta a esa emergencia social dejada por la dictadura. El PAN fue el mayor programa de alimentos de la historia argentina, y la primera vez que un gobierno nacional se vio compelido a depender de una distribución masiva de alimentos para dar de comer a sus ciudadanos.

En su momento más alto, en 1986, el PAN entregaba alrededor de un millón 300 mil cajas de comida por mes. Aproximadamente 5 millones 600 mil personas recibían la ayuda alimentaria del PAN, casi el 17% de la población de ese momento. En Buenos Aires, la producción del PAN en el Mercado Central podía alcanzar las 55.000 cajas por día. En Entre Ríos, el centro de distribución responsable de todas las entregas del PAN en la región Noreste, la producción rondaba un promedio de 20.000 cajas por día. 

En la década de los ‘80 era difícil ignorar el PAN. La comida venía embalada en una gran caja de cartón, con el inconfundible logo azul del PAN estampado en ambos lados. “Es hora de compartir el pan”, decía una campaña publicitaria extendida, que reivindicaba la alimentación como parte de un momento de altruismo nacional y de restitución de derechos fundamentales. Los spots de televisión incluían una canción infantil y una voz en off que anunciaba: “La solidaridad puede vencer la soledad”. Hace unos años una galería de arte en San Telmo exponía una caja PAN en el centro de una muestra, brillando como una caja pop de Andy Warhol – un artefacto de la democracia. 

La caja ofrecía alrededor de 15 kilos de alimentos no perecederos, que incluían leche en polvo, yerba, aceite de cocina, fideos, polenta, harina, merluza, corned beef y azúcar. Los contenidos de la caja PAN variaron continuamente durante sus seis años de operación, pero su objetivo principal, no: proveer el 30 por ciento de los requerimientos calóricos mensuales para una familia de cuatro integrantes. 

Los beneficiarios eran inscriptos por trabajadores sociales, conocidos como “agentes PAN” – un ejército de “soldados de democracia”, como algunos se auto llamaban. Cada mes la jefa del hogar era convocada a una reunión junto con otras 30 mujeres, para recoger la caja en centros de distribución montados en escuelas, iglesias, clubes de barrio y edificios municipales. La reunión era una parte importante del diseño del programa, que incluían proyectos de “solidaridad social” que iban desde talleres de nutrición hasta la creación de jardines comunitarios.

El PAN fue concebido como un programa de emergencia paliativa y, sobre todo, de corto plazo. 

Quizás por eso al momento de su lanzamiento, el PAN había tenido el apoyo de casi todo el espectro político. En 1984 los legisladores aprobaron el PAN por dos años, tiempo que creían suficiente, con el optimismo de la primavera democrática, para revertir el hambre y la recesión económica que la dictadura había dejado. 

Cuando la esperada recuperación no llegó, no tardaron en aparecer las críticas que vieron en el PAN la prueba y la razón de la crisis de un estado benefactor. 

En 1987, Antonio Cafiero, recién elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires, apuntó al PAN en nombre de un peronismo en plena renovación. Calificó a las cajas PAN como limosnas que “enturbian la mente de los argentinos”. Algo similar fue la conclusión de María Julia Alsogaray, entonces diputada por la UCeDé, partido que se potenció a lo largo de la década del ‘80 como principal defensor del ajuste. Alsogaray culpó al PAN de crear “una generación de niños del Estado. Al recibir alimentos de manos del Estado y no de sus padres se cambia fundamentalmente su estructura psicológica, y no podemos esperar que tengan la dosis necesaria de energía y actividad individual que es fundamental para impulsar a este país hacia adelante”.

Si al comienzo del gobierno de Alfonsín la eliminación del hambre formaba parte de sus esperanzas iniciales, la comida también estuvo en el centro de los acontecimientos que marcaron su fin. En medio de la hiperinflación de 1989, la necesidad de aliviar la emergencia alimentaria parecía más apremiante que en 1983. Con el estallido social y los saqueos a los supermercados, se suspendió el PAN en varios lugares del país.

A lo largo de sus seis años de operación, el PAN reflejó la promesa de una democracia capaz de satisfacer las necesidades básicas, pero también sus profundos límites. Si bien el PAN respondió al sufrimiento acuciante, proporcionando a muchos una asistencia crítica en nombre de “derechos humanos fundamentales,” también, al poner el hambre en el centro de las nuevas cuestiones sociales, inauguró una visión más restringida del bienestar social, una visión que se ocupa de la necesidad más elemental, pero lo hace con escasa capacidad para satisfacer otras demandas. 

El asistencialismo se instaló como principal respuesta a una emergencia social continua. Los gobiernos que vinieron después de Alfonsín implementaron sus propios planes alimentarios, siguiendo de algún modo el modelo PAN de entrega de comida, reemplazando cajas por bolsas o tarjetas.

Las críticas al PAN durante los ‘80 – “su clientelismo”, su carácter de una caridad desmovilizadora – se vuelvan escuchar en estos días con las críticas al Tarjeta Alimentar. Con una importante diferencia: la emergencia de hoy de es más profunda y estructural que los ‘80.

“¿Para qué sirve el PAN?”, preguntaba un artículo del diario Clarín en 1986, poco después de que el programa fuese extendido por primera vez. ¿Cómo se podría resolver “el déficit nutricional de varios millones de argentinos”, si el PAN “no alcanza a generar el trabajo para solucionar los problemas económicos nacionales ni para combatir la pobreza de mañana”?