“No son treinta pesos, Piñera, son treinta años” de neoliberalismo es la más famosa de las pintadas de la impaciencia ciudadana del estallido social chileno de octubre de 2019. En noviembre de ese año, el increpado presidente centro derechista Sebastián Piñera, un multimillonario empresario en su segundo período, tenía la solución. Una nueva Constitución, que suplantara a la ultra liberal que el general Pinochet había hecho plebliscitar en 1981 y aún en vigencia. Se convocó a un plebiscito para decidir si convocar a una Convención Constitucional, y tanto el voto por el SÍ como la participación electoral fueron números récord en la historia de la democracia de la República.
En diciembre, la coalición que llevaba como candidato al presidente Gabriel Boric, de una izquierda sin atenuantes centristas, aliada con el Partido Comunista. A la izquierda de la Concertación de democristrianos, socialdemócratas socialistas que había gobernado Chile desde 1989, salvo los dos mandatos de Piñera, se impuso con más votos que ningún otro aspirante a La Moneda nunca antes.
La izquierda rejuvenecida en sus cuadros y revigorizada y renovada en la firmeza de sus intransigencias doctrinarias y militantes derrotó la segunda vuelta presidencial a una coalición de derecha también cambiada, pero endurecida en lugar de fortalecida, y más gerontocrática en su fisonomía.
El candidato salido de las primarias derechistas, desconcertantes por las inquinas internas y escándalos personales, fue José Antonio Kast. Un independiente, de derecha sin adjetivos, la que litigia por ecuanimidad para el legado de Pinochet: no todo habría sido dictatorial en aquella dictadura cívico-militar, reclaman. Kast era, y es, un político a la vez más torpe y más anticuado que la centro-derecha que fue el Establishment opositor de la Concertación en el ciclo de alternacia al que puso fin la victoria de Boric. Casi una caricatura, en sus momentos más malogrados, de esa derecha neoliberal en la economía, conservadora en la sociedad, y católica reaccionaria los domingos. Cada vez que hablan, aun ahora, para impulsar el Rechazo a la nueva Constitución proyectada, suena su verba más florida e inflamada y con mayor penuria de recursos crematísticos y mentales que el ex presidente. Sebastián Piñera es un mercader eufórico, líder autocomplaciente de la centro-derecha aggiornada con perspectiva de género y orador de discursos de frases calculadas pagadas con cambio chico para que nunca falte el aire ni el autocontrol aprendido.
Boric fue el candidato, y es el presidente, del estallido social. Y a principios de 2022 era todavía el mandatario electo que creía que con su triunfo en el balotaje había contraído nupcias de vínculo con el destino y el progreso de la Convención Constitucional. La que tras un año de labores, concluyó su Proyecto en fecha y lo presentó y se disolvió en fecha. El 4 de septiembre, en un plebiscito obligatorio en un país donde el voto es optativo, la ciudadanía dirimirá si entra en vigencia eligiendo entre las alternativas del Apruebo y el Rechazo.
El 4 de septiembre Chile votará Apruebo o Rechazo del texto constitucional que busca sustituir a la Constitución pinochetista aún vigente. Nadie quiere el retorno a 1981, nadie quiere imponer sin modificar la nueva Ley Suprema redactada por la Convención.
Al asumir en marzo, Boric había ligado el destino de su gobierno a la victoria del Apruebo. Poco a poco, se fue desligando, con más realismo y prudencia que desesperación o improvisación. Hoy todas las encuestas, incluso las del gobierno, dan por ganador al Rechazo. Y ya no existen las opciones polarizadas de Apruebo (la nueva Constitución tal como la redactó la Convención) y el Rechazo (y por lo tanto el continuismo de la Constitución pinochetista). Las dos opciones antagónicas ven su antagonismo mitigado. Porque ahora se formulan como Apruebo para reformar vs Rechazo para reformar. Cada una a su modo, las dos aceptan continuar el proceso constituyente, y ninguna acepta cancelarlo.
Hay un crecimiento cuyo ascenso, sin par en otras instituciones o categorías y sin desvío en su curso ni desfallecimiento en la constancia del aumento récord de sus números, que puede seguirse en las encuestas de opinión regulares chilenas. Su relevancia se disimula, porque hay que buscarlo en otras páginas, otras tortas, otras láminas que aquellas que graficaban cromáticas el reparto de las sucesivas intenciones de voto en las cada vez más abundantes consultas populares, plebiscitos constitucionales, primarias partidarias y frentistas, elecciones constituyentes, regionales, legislativas, generales, y presidenciales en primera y segunda vuelta de dos años de una calistenia electoral nunca antes vista (sometida además a reprogramaciones de fecha durante la crisis sanitaria). Para mencionar sólo los porcentajes del Centro de Estudios Públicos (CEP), no hay Apruebo en Chile que pueda parangonarse en su siempre ensanchado entusiasmo afirmativo con el que sin una sola desaceleración o siquiera descanso elige y reelige como institución más confiable a Carabineros.
Al momento del estallido social de octubre de 2019, la aprobación por las singulares Fuerzas de Seguridad militarizadas chilenas era de sólo el 17 por ciento. Esa imagen positiva duplicó sus sufragios, y en julio de 2022 subió al 40 por ciento. Son menos de tres años, y la población consultada por las rutinarias demoscopías es la misma, y un año de pandemia y cuarentenas la inmovilizó aún más en su territorio sin mudanzas.
Según las interpretaciones opositoras, el giro de la opinión tiene una causa tan inmediata como poderosa en el aumento de la inseguridad, de la que los-actos-vandálicos-que-acompañaron-a-la-protesta-social-legítima fueron fautor, en el desencanto con las alamedas y el hombre nuevo que un Proyecto Constitucional dibujó en una Convención degradada por fraudes, impericias técnicas, estridencias retóricas, performances vindicativas, y en el retiro de la confianza a un Ejecutivo joven pero desgarbado, rico en gaffes, marchas atrás y disonancias internas entre comunistas, frenteamplistas, y aliados de la vieja Concertación, tan odiosos como insustituibles para que el candidato que había salido segundo en la primera vuelta se impusiera en el balotaje presidencial. Este friso sin vacíos ni lagunas, sin piezas que falten, donde la figura del presente se compuso eslabonando con el siguiente cada uno de sus mosaicos rencorosos, revela con pareja minucia qué piensan quienes así interpretan la encrucijada electoral del plebiscito, aunque la conjetura que ofrecen como de sus causas y de su desenlace tenga como sostén mayor el horror al vacío y a los cabos sueltos con que la elaboraron.
Hay una explicación que al menos tiene la conveniencia de ser más simple. En 2019 gobernaba la derecha. Y la derecha tenía en el empresario multimillonario Sebastián Piñera que había puesto por segunda vez en La Moneda al presidente más rico de América (mucho más que el inquilino de entonces en la Casa Blanca, el atípico republicano y millonario derechista Donald Trump) y a un líder indiscutido. No insuperable, pero insuperado, en su tienda. El mismo -el único- presidente opositor a la Concertación que había gobernado en todos los treinta años de la transición democrática post-pinochetista. La misma Mayoría concertada de la centro-izquierda que sumando presidencias democristianas, socialdemócratas y socialistas ya había estado al mando de Chile más años que el propio capitán general Augusto Pinochet.
Hoy la derecha no tiene líder, y el presidente de Chile es un ex dirigente estudiantil. Gabriel Boric, de 35 años, sin corbata, ni esposa con papeles, ni prole, que muestra sus tatuajes al interlocutor que curioso pregunta por ellos.
En 2019, parecía impensable, pero no resultó imposible, el eclipse total de Sebastián Piñera, que al segundo mes de su segundo mandato gozaba de una popularidad de casi el 55%, parecía irrealizable una nueva Constitución redactada por una Convención de convencionales de integración prístina, conformada según un voto democrático, con paridad de género en la representación, y escaños reservados para una docena de nacionalidades preexistentes a la llegada del conquistador español Pedro de Valdivia a la loca geografía longitudinal de la próxima Capitanía General imperial y futura República independiente.
Se habían temido los meses anteriores al plebiscito del 4 de septiembre. Las luchas en las calles, las mitológicas contiendas épicas de multitudes enardecidas alimentadas a fake news e ideologías disolventes, la polaridad extrema de dos Chiles irreconciliables: nada de eso, que sí había sido pensado, temido, calculado, ocurrió.
Nadie defiende el texto de la Constitución nueva como está, nadie defiende el texto de la Constitución vieja, la de Pinochet. El clivaje no es entre la Dictadura y el Progresismo, el Neoliberalismo y la Democracia Social, entre la gerontocracia de generales momios y la juventud maravillosa. Es entre dos metodologías para reformar la Constitución, y darle una forma más perfecta, menos imprecisa, más democrática en suma.
AGB