Todos somos bichos de calendario y diciembre es el mes de los balances. Una forma bien clara de hacerlos es el famoso “antes y después”. Una foto contra otra. Y en la foto de fin de año de 2020 la política parece más o menos igual que a fines de 2019. Alberto dio fin a un ciclo político –el macrismo– pero no creó el albertismo, así como Larreta no creó el larretismo o moderacionismo: el kirchnerismo sigue siendo el socio mayoritario del Frente de Todos y Mauricio Macri sigue ostentando su liderazgo opositor como dueño de la marca. Y la mitad de la política, aún en pandemia, funcionó como la interpretación de la frase de Confucio: “Cuando el sabio señala la luna el necio mira el dedo”, que se puede citar a la bartola pero a la vez contiene una verdad gráfica. El peronismo y el no peronismo se pusieron de acuerdo en algo: terminan el año unidos en sus propias fuerzas. Y esa unidad a su modo los une entre ellos: una política espalda con espalda que mira a la sociedad que deja la pandemia. Más allá del tercio de sus leales –esa famosa arquitectura entre el piso y el techo que ostenta cada uno– llega el 2021 con el llamado a saber qué hizo la sociedad con lo que el Covid hizo de ella.
Todos anhelamos tiempos comunes que, seguramente, no existían tanto. Del bardo venimos y al bardo vamos. Pero en esa falsa nostalgia se escribe una forma necesaria de normalidad perdida: el deseo de una política que resuelva los problemas a espaldas de la sociedad. Entre los muchos matetes que dejó la crisis de 2001 hay uno que quedó como reflejo: la política cree que la sociedad quiere saber todo. El afán de “transparencia” mal transpirado. Los periodistas porque quieren vender la mercancía de sus investigaciones o los políticos porque quieren vender cara la piel del oso para tener en el futuro cinco minutos de fama en Netflix. Hay una tendencia a hacer de la política el relato de la política. Vender las salchichas con su fórmula en el envase… y si todo se hierve en el agua caliente, no queda nada por inventar. La ya trilladísima moda de House of Cards presuponía el éxito del consumo de una realpolitik de masas. Pero la representación no funciona como transparencia, sino como cruz: a los políticos les toca hacer el primer gasto. No me cuenten los problemas, cuéntenme las soluciones; ése es el grito tapado de algo que no es una segunda ola de anti política sino un riesgo mayor: el puro escepticismo. Y cualquier sociedad espera que la política solucione la crisis, no que se la expliquen. De ahí que algo que es una solución como las benditas vacunas, un poco se relató encima (a favor y en contra). Puede parecer mucho pedirle a la política que sea híper representativa y a la vez que haga gestos demagógicos contra sí misma, pero sólo cabe en el contexto en donde le pidieron a la sociedad que deje de vivir como tal. Si no hay territorio, dame al menos el mapa.
Este comentario también viene a cuento de los últimos “retos” de Cristina al gabinete. Cristina muestra las costuras de la política, pero la sociedad ya vive demasiado descosida para encima ser espectadora de cuitas (ajenas). El tono de Cristina hace sistema con la temperatura social (con ese “no está el horno para bollos” que tiene todo el mundo en el semblante de la cara), y esos “retos” sólo refundan autoridad al precio de sacársela al presidente. Un juego de la manta corta del poder. Cristina grita para estar a la altura del conflicto. Mientras el núcleo del problema (ese mantra repetido: la agenda judicial) no roza ni de cerca las prioridades de una sociedad: la reconstrucción económica. Y para peor, gran parte de la política (ni el Covid lo impidió) se sigue organizando en esta especie de proscripción invertida: si a Perón estuvo prohibido nombrarlo a partir de 1955, a Cristina está prohibido no nombrarla desde 2015. Para muestra, los Leuco, una obsesión léxica de padre a hijo. Las cosas están detenidas y las cosas tienen movimiento: Cristina es más nombrada que Alberto, pero Cristina no podía llegar a ser presidenta y Alberto sí pudo. Y esa, quizá, sea una “verdad” más social que política. Pero una verdad que se olvida cada cinco minutos.
El kirchnerismo inauguró en 2003 una política que se parece a la sociedad que representa. Aun así, su llamado, en aquel primer gobierno, era a completar un cierto orden. Néstor Kirchner tenía el temperamento de un cacerolero furioso y la astucia fría de un calculador: devolver cada cacerolero a su casa. Despolitización de la grilla televisiva, estatización de la militancia y enviar al trabajo y al consumo a la mayor parte de la sociedad. No era el programa explícito, era la sensatez implícita.
UNA NACIÓN PARA EL DESIERTO ARGENTINO
El modo en que el Frente de Todos celebró su primer aniversario de gobierno y unidad dejó algo más que la frase de Cristina sobre los ministros. Dejó algunas intuiciones profundas por el lugar y los protagonistas: el que gobierna la provincia de Buenos Aires gobierna el país, pero para gobernar la provincia de Buenos Aires hay que gobernar la Argentina. Ser presidente, no gobernador. Ese es otro hierro de la unidad. Una solución duhaldista a los problemas argentinos. La Argentina es una interna entre el peronismo bonaerense y el no peronismo porteño. Por eso el Frente de Todos decide celebrar en La Plata. Es asfixiante, pero entre Conurbano y CABA se cocina la tensión de lo nacional, con un telón de fondo de “modelos” provinciales que se particularizan al extremo y que son satélites de la disputa entre el poder bonaerense y el porteño. La disputa fiscal se encamina como otro capítulo de ese desmigajar de contradicciones que va sembrando el kirchnerismo: si del conflicto con el campo llegamos al conflicto con Clarín, si del conflicto con Clarín llegamos al conflicto con la Justicia, del conflicto con la Justicia se llega al conflicto con el “poder porteño”. Lo cierto es que la autonomía porteña funciona en los hechos como garantía del bipartidismo. Desde 1996 (cuando se votó por primera vez un jefe de gobierno) la Ciudad ya puso dos presidentes no peronistas (que además fueron los peores).
Alberto tuvo su mejor momento en la coordinación de unidades. Por la cuarentena, por la deuda externa, y seguramente en estos días por la vacunación. Es un político de objetivos, de metas, de tiempos. Pero la frase más escuchada en 2020 (“tiene un estilo radial”) es sobre una verdad del temperamento que lo convirtió en la primera voz del gobierno, demasiado accesible, demasiado “en línea” para demasiados periodistas. (Y no es lo mismo el valioso saludo de Navidad a las personas en situación de calle que mil chats con mil aclaraciones a mil periodistas). Un presidente tiene que ser la última palabra, no el jefe de gabinete de sí mismo. Con un oído en el pueblo y otro en el precio de la soja. Pero a las velocidades del gobierno les tomaron el tiempo. Como dijo alguien: “Murió Víctor Sueiro… igual hay que esperar”. Así las decisiones como la intervención en Vicentín dejaron en limpio que Alberto ejerció demasiado kirchnerismo anticipatorio para que no le pidan kirchnerismo por izquierda. Hacer la agenda que cree que el kirchnerismo desea para que el kirchnerismo no desee en voz alta. Por momentos pareciera que se preguntó tantas veces qué esperaban los otros de él, que se olvidó de escuchar lo que los presidentes transformadores escuchan para armar su trascendencia: su voz interior. Una presidencia es una política de autor.
Hay ya dos insumos públicos que definen una agenda que viene y podrían quedar anotados acá: la ley de barrios populares y el registro de trabajadores de la economía popular. Uno fue votado hace dos años por unanimidad, el otro es un impulso de este gobierno. Un mapa social argentino del mundo de “los descartados”, de los que habla el papa Francisco. “País sobre-pensado y sub-ejecutado”, solía decir Rafael Bielsa. El retraso con que se votó el aporte a las grandes fortunas hizo pagar el costo de una recaudación casi irrisoria sin cobrar el valor simbólico de una medida de justicia social hecha a tiempo. En la revista Nación Trabajadora se publicaron este diciembre testimonios de trabajadores argentinos de todo el país. Opiniones sobre el trabajo, el gobierno, los cuidados, la salud. Fue unánime el respaldo “natural” al aporte de las grandes fortunas y la comprensión madura sobre la situación general (incluso el respaldo sobrio al Presidente). El testimonio de Facundo, un trabajador de la planta de Volkswagen de Pacheco, es categórico: “La verdad que es algo que no hay que discutir mucho. Al pan pan y al vino vino: pasó en todo el mundo que ellos mismos querían pagarlo, fueron quienes tiraron la idea y acá, como siempre, hay un vivo. La tele te embarulla un poco, gente que no sabe ni lo que es la cantidad de plata ésa y los oís defendiéndolos”.
Un error en lo que se demoró. Y otro error fue lo que no llegó: el ajuste demagógico de la política. Ser y parecer: parezco, luego existo. El peronismo se hizo tan progresista en la autovaloración retórica de lo colectivo y lo estatal que quizás sobreestimó la distribución de esos valores. En la billetera, individuos somos todos. Las crisis, y, sobre todo, el leitmotiv del “Estado te salva”, subraya por abajo otra separación de la sociedad que se registra poco por izquierda y se potencia por derecha: los estatizados de los no estatizados.
Quizás valió la pena pedir desde el gobierno un aplauso de la sociedad para sí misma. Por supuesto, la sociedad es una guerra de consorcios. Por supuesto, pasan los años y aún se mantiene la antigua impresión de que lo que vivimos es solo lo que sale en la televisión (¿cuántos muertos hubo este año en Rosario?, por ejemplo). Pero también es cierto que la sociedad a su modo se la bancó. Con terraplanistas, con chicos de brackets tejiendo conspiraciones, con republicanos, con curas villeros, con los subsuelos policiales sublevados. Y aun cuando no tuvo palabras que le explicaran lo que se tenía que bancar (como la escasez discursiva del ministro Nicolás Trotta, a quien la situación le quedó XXL).
Excepciones hay en todos lados: la que se escondió en un baúl o el que fue a la playa; el que va al cajero o al supermercado con el barbijo en la pera; la selfie en la fiesta clandestina o el que se hace el pulenta en Twitter diciendo que estornuda en el ascensor. El “aguante” no es algo continuo ni uniforme pero tirando contra las cuerdas hay una verdad última: todos cedieron algo; todos vivieron una vida que no habrían imaginado un diciembre atrás. Algunos más, otros menos, otros rompiendo por abajo lo que no respiraba por arriba. Algo muy igual para una sociedad muy distinta. Pero a la vez algo igual para todos: perder. Ricardo Piglia ha escrito: “Lo difícil no es perder algo, sino elegir el momento de la pérdida”. La serie más vista estos días, Rompan todo, sobre la historia del rock en América Latina, aun en sus polémicas, aun sobre-narrada por Gustavo Santaolalla (que pareció vivir los 70 adentro de un Clan Manson de la paz), a fin de año fue capaz de recoger un hilo que quizá explica por qué se habla de ella: repone nuestra línea de tiempo. La casa del rock naciente, aunque el rock es una lengua muerta según los famélicos de novedades. La sociedad que parió el rock vivió de la cama al zoom y del zoom a la vida en el balcón, los aplausos, los cacerolazos, las marchas, los reclamos. Bullicio como un modo de atravesar lo inesperado y como un modo de bancarse la que tocó. Un viaje donde no hubo viajes que, al final del día, tienen un final: la cola de la vacunación. El grado cero de la sociedad y el Estado: permiso, vengo a salvar mi vida.
El poeta Charles Péguy tiene una fábula. La de los picapedreros, que parten piedras a los mazazos. Péguy al costado del camino se encuentra a uno, al primero. –Señor, ¿qué hace? –Ya ve usted. No he encontrado más que este oficio estúpido y doloroso. Sigue sus pasos y se encuentra a un segundo, que le responde: -Ya ve, me gano la vida gracias a este cansado oficio, pero cuento con la ventaja de estar al aire libre. Y el tercer picapedrero que se cruza en el camino le aparece radiante de felicidad. -¿Qué hace usted?, le pregunta Péguy. -¿Yo? ¡Construyo una catedral!
Con más fe o menos fe, para una catedral que sólo verán sus nietos o simplemente para llegar al otro día, millones picaron la piedra, señor presidente.
MR