Opinión

Mi querido odio

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Hace ya tiempo que el odio abandonó la romántica contratara del amor en la moneda y se convirtió en la palabra con la peor prensa. Solo los perversos odian, los despiadados, los abandonados de la gracia de Dios. Tanto odian que hoy se los cataloga por esa característica: son odiadores. ‘Haters’, en inglés.  Se los identifica como seres irracionales incapaces de pensar y cuestionarse nada, fanáticos, violentos, manipulables. Lo que no es falso, al contrario. El odio inculcado por sistemas políticos, educativos, familiares; por raza o clase social, produce individuos despreciables. No hay discusión sobre ello. 

Bien. Hasta aquí mi concesión a lo políticamente correcto. No hay que abusar de esa desgracia. Si seguimos así un día moriremos todos de un agudo ataque de corrección política. No subestimemos sus efectos narcóticos, letales.

Ahora quisiera hablar sobre otra clase de odio. También podría llamarlo desprecio, profunda antipatía, repulsión o encono. Pero no.

Me gusta más odio.

Quién es capaz de amar conoce este sentimiento. Es mi caso. Sé amar, sé odiar. Yo odio, he odiado y seguiré odiando. Fundamentalmente porque no me da todo igual. Discrimino. Me enojan ciertas cosas. Y otras me dan odio. 

Sé que al usar ‘yo discrimino’ y ‘yo odio’ podría ser arrasado por una tremenda oleada de corrección política: bueno, no me importa. 

Calificar de odio a lo que la patética banda de vendedores de copitos siente por Cristina Kirchner sería subirle mucho el precio. Lo de este grupo, intuyo, se parece más a la furia animal, a un severo ataque de excitación psicomotriz. Hasta el odio se merece un respeto.

La historia argentina chapaleó en la sangre de cientos de fusilamientos y degüellos hasta la irrupción de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en la segunda mitad del siglo XX. Antes de los pañuelos blancos, las cosas se negociaban con un muerto en la mesa.

Desde 1983 y hasta la noche en que Sabag Montiel arrimó esa pistola a quince centímetros del rostro de Cristina Kirchner, no hubo asesinatos políticos en Argentina. Por dinero, un montón. Por ideas, ni uno.

Este grupejo casi rompió 40 años de no-muerte en un país que se tutea con la muerte. No tienen perdón. Pero no da para odiarlos. Se odia a quienes les lavaron lo poco de cabeza que tienen y los mandó al frente.

Recuerdo en mis primeros pasos como periodista, haber hecho notas con casi toda la dura derecha de los años ‘70.

A Jordan Bruno Genta, por ejemplo, lo vi en una conferencia una semana antes de su asesinato a manos del ERP, en 1974. Era un catedrático de buenos modos, nacionalista, conservador, católico, antisemita, anticomunista, decepcionado de la Revolución Libertadora y enemigo del sistema democrático, que creía contaminado por liberales, peronistas y marxistas. Sus seguidores no eran multitud pero sabían moverse. Sus posturas eran extremas y tenían fieles discípulos en las tres fuerzas armadas. Demasiados.

Oscar Castrogé ‒en realidad Castrogiovanni‒ era el polo opuesto. Extrovertido, avasallante, de voz potente. Durante la dictadura se había divertido pasando marchas nazis y fascistas en su programa de radio Excelsior. En los ‘80 irrumpió con un grupo de seguidores armados con pistolas y machetes para copar el programa ‘Sueño de una noche de Belgrano’, conducido por Jorge Dorio y Martín Caparros. Fueron sus 15 minutos, aquellos que prometía Andy Warhol.

Su hermano, como secretario de un juzgado, me citó por un juicio que había iniciado un fiscal, ofendido por una columna que Guillermo Kelly había escrito en ‘La Semana’, revista en la que yo trabaja de subdirector en 1986. Durante los primeros 15 minutos de la indagatoria, Castrogé II solo se preocupó por averiguar los orígenes del apellido Asch. Un snob.

Los Castrogé eran odiadores estilo ‘El Caudillo’, la revista no oficial de la Triple A. Ultraderecha violenta sin matices, mucha amenaza, cadenas, palo y a la bolsa, esas cosas.

Al ‘Capitán Ghandi’, ‘nom de guerre’ de Próspero Germán Fernández Alvariño ‒ comando civil de la Libertadora también llamado ‘profesor’ aunque sin diplomas‒, lo llevé a comer maníes al ‘Bar o Bar’ ‒alimento ideal para el Rey de los Gorilas‒ y a hablar sobre el crimen de Aramburu, tema que lo obsesionaba en 1975. Alvariño había escrito un libro llamado ‘Z Argentina, el crimen del siglo’ y allí desmentía la historia oficial en la que coincidían el Ejército Argentino y Montoneros. Para él los culpables eran Onganía y su gente. La teoría no era mala, al contrario, pero lo afirmaba el mismo sujeto que se paseaba por el Departamento de Policía después del golpe del 55 mostrando la calavera de Juan Duarte para demostrar que había sido asesinado por orden de Perón. Sus odios lo cegaban, pobre. No estaba bien.

En enero de 1985 tomé un inolvidable té en la casa estilo Tudor de Figueroa Alcorta casi Ortiz de Ocampo, pleno Palermo Chico, sede de  ‘Tradición Familia y propiedad’. Me recibió su líder, Cosme Beccar Varela, impecable traje inglés, rodeado por jóvenes altos, más bien rubios, también trajeados que, en una coreografía estática pero imponente, sostenían pancartas rojas con signos heráldicos.  Nadie sonreía pero parecían de lo más amables. Me explicaron el insoluble problema judío, la falta de Dios de quienes alentaban el divorcio y el aborto, el horror peronista, el pecado mortal de quienes exhibían la carne sin pudor cristiano. Fue como una visita al siglo XVII.  

A la noche, cuando con palos, patadas, golpes de puño y piedras impidieron el estreno de ‘Yo te saludo, María’, la película de Godard que consideraron “hereje” y “malévola”, los niños parecían barras de Nueva Chicago.

 La derecha del siglo XX era una minoría, pero ponían los pelos de punta con su discurso que mezclaba como en licuadora a Adam Smith, Roca, Mitre, Rosas, San Martín, Mussolini, Perón, Primo de Rivera, ‘Mein Kampf’ y libelos como ‘Los protocolos de los sabios de Sion’.

Pero más allá de su estilo fronterizo, esta gente era más mucho sólida que los  balbuceantes Sabag Montiel, Brenda Uliarte & Asociados, educados por bloques televisivos de ex periodistas guionados, y los cinco días de Woodstock con ácido malo del fiscal Luciani.

Hay odios y odios.

En los años ‘90, Mariano Grondona logró huir de la sombra de Bernardo Neustadt en ‘Tiempo Nuevo’ y debutó con programa propio: ‘Hora Clave’. Un poco por vicio de viejo liberal satisfecho porque el libre comercio por fin había sido impuesto por Menem, y otro mucho para diferenciarse y buscar rating, comenzó a hablar sobre los pobres, a citarlos, a criticar a Menem por su insensibilidad. Neustadt, absorto, creía que se había vuelto comunista. La mezcla de Adam Smith con su catolicismo cursillista lo llevó a tener ideas que, confieso, me hicieron tener ataques de furia frente a la tele.  Una noche quiso reunir a las dos Hebes. Hebe de Berdina, madre del primer oficial muerto en el Operativo Independencia de Tucumán y Hebe de Bonafini, madre de dos desaparecidos en dictadura. No quiso una, no quiso la otra. Lógico.

 Poco después murió el almirante Rojas, aquel petiso oscuro de sonrisa torva y gorra ladeada, el gran ‘héroe’ de la Libertadora. Por supuesto Menem fue a su entierro a presentar sus condolencias por el fallecimiento del líder de la Marina que bombardeó la Plaza de Mayo dejando un tendal de cadáveres de gente que pasaba por ahí.

Durante el trayecto del cortejo fúnebre, pasó otra cosa. Una viejita de pelo blanco y vestida de negro caminó lentamente hacia el féretro y le lanzó un escupitajo descomunal, de medalla olímpica. Se dio media vuelta y se fue, satisfecha. Entonces, en su editorial, el doctor Grondona se dedicó a comparar “el peronismo viejo” de esa ancianita resentida que se había quedado en el 45, con el “peronismo nuevo” del moderno y superador presidente riojano. Estallé. Mal. Las dos veces lo hice. Hablaba solo, o mejor dicho, le gritaba a la tele. Un papelón a las 11 de la noche.  

Defendía ese profundo odio de la viejita de negro, y la prudente decisión de las Hebes de no juntarse.

Hay odios que son racionales, justificados. No existe esa clase de perdón y está muy bien que eso sea así, y sigasiendo así. Reivindico esa clase de odios, entonces. Odios racionales, sostenidos por la fuerza de los hechos y la historia.

 Es hora de reconocerlo: he odiado a todo aquel que haya participado o sostenido con fervor desde los medios al, digamos, gobierno de Mauricio Macri. Mauricio Macri no fue un neoliberal. Esa creación que Hayek y Milton Friedman estrenaron en Chile con Pinochet y luego fue la bandera política de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, era una variante brutal del liberalismo. Brutal, pero también clásica.

 No es el caso de Macri, quien sólo le importó el capital financiero. Si era por él, se podía parar la producción de medio país que nada ni nadie lo iba a mover de la reposera. Sucedió. Lo suyo fue un capitalismo de agujero negro, de Nada, sin producción ni consumo.

Lo de Macri no fue un plan económico, fue una declaración de guerra. Algo personal. Yo estaba entre los condenados, como tantísimos. No está mal odiar a gente así.

El gobierno de Alberto Fernández recibió una herencia monstruosa y, para colmo, una pandemia mundial a los tres meses de asumir. Pero no logró, con su estilo notoriamente más blando que conciliador, revertir la injusta distribución de la riqueza ni parar la especulación financiera. Amagó enfrentar el Poder Real cuando anunció la expropiación de la empresa Vicentín pero solo inauguró una larga sucesión de dudas, contradicciones y marchas atrás. Una desgracia. 

En Argentina el llanto del Circulo Rojo por el impuesto a la Renta Extraordinaria del 2% “por única vez” pudo provocar inundaciones en varias zonas del país. La voracidad de la clase dominante argentina es tan espeluznante como suicida. Es difícil no odiar a estos sujetos.

En el siglo XIX no existía ninguna expectativa de movilidad social. El que nacía rico moría rico y el que nacía pobre moría pobre. En el siglo XX, después de la revolución Rusa y en la segunda posguerra, el gran capital decidió crear un ‘Estado de Bienestar’ para que la gente viva razonablemente bien y no se dejara tentar por la 'amenaza comunista'.

Esto se terminó con la caída el muro de Berlín.

La inversión en las capas medias fue desapareciendo y ese excedente fue a parar a los bolsillos del 2, el 3, el 5% de la población. Semejante escenario convirtió al mundo en una caldera a punto de explotar.

Y así llegamos a este momento. Pos Covid 19 y con nueva guerra. Todo el sistema económico y energético mundial está patas para arriba. Nosotros también, o peor.

Argentina alquila, compatriotas, y el que nos cobra por vivir en la que fue nuestra casa es el FMI. No es metáfora. Por culpa de Macri que los llamó para financiar su fallida campaña de reelección y para que sus amigos fugaran sus dólares. Y por el acuerdo de este gobierno, que con su firma convirtió esa deuda en nueva.

Cómo no odiar todo eso. 

En medio de esta tragedia, los medios buscan temas nuevos cada día, para que los grupos de odiadores se muestren en las pantallas de todo el país y se multipliquen. Parecen millones jugando a la muerte con la muerte.

Desprecio ese odio suicida, vacuo, idiota. Me alejo de él.

Pero a la vez, odio. No puedo ni quiero evitarlo.

Defiendo a mi odio con palabras, sin muerte, con furia interna. Con amor.

Y me gusta este odio mío.

 HA