Hace muchos años había una película que se llamaba Lo que ellas quieren. No me acuerdo de qué trata. Sí del título, porque me impactó. Me hizo pensar en si existía algo tan general como para que lo quisieran todas las mujeres.
Unos años después recuerdo que se lanzó la canción de Babasónicos que dice: “Cambio todo por el don que hace a las mujeres reír”. Ahora pienso que se trata de la misma fantasía, la de que habría un objeto que le hace cosquillas a todas.
También podría mencionar esa otra fantasía que se expresó en el verso “Tengo todo lo quieren las guachas”, de esa canción que no sé de quién es, pero que me produce ternura: así pasamos de saber (lo que ellas quieren), a pensar en adquirirlo (un don) y la creencia de que se lo tiene. Es la declinación infantil de una actitud típicamente masculina.
En el psicoanálisis de Freud ese objeto tiene un nombre. Muchos dirán “falo” (o alguno de sus sustitutos: dinero, poder, etc.), pero quizá más bien se trata de un hijo –al menos según la ecuación freudiana falo = hijo. Pero esta vez no quiero discutir con nadie, entonces no voy a hablar de teoría psicoanalítica. Quisiera partir de una anécdota.
Cuando yo era niño, una de las primeras intuiciones que tuve de la diferencia entre los sexos fue a partir de un acto de mi padre. Cuando íbamos al supermercado, él compraba un postre específico para mi madre. Quiero decir que, además de los productos de consumo para los hijos y la familia en su conjunto, había uno que estaba separado del resto.
Recuerdo que cuando llegábamos a casa –como era el mayor, me tocaba acompañar– él le decía a mi madre: “Fijate lo que te compré” y no es que ella no supiese de qué se trataba, sino que, aun sabiéndolo, la escena funcionaba como un artificio que incluía una sorpresa y un beso cómplice que se daban frente a nosotros, los niños.
Una escena semejante es la que descubrí luego en la casa de uno de mis tíos, cuando el hermano de mi padre agasajaba a la familia con un asado, pero separó un pedazo de carne para mi tía y le hizo un chiste que no llegué a escuchar, aunque noté que tenía un sentido muy preciado.
¿Qué quieren las mujeres? No lo sé. Yo solo vi algunas veces a unos pocos hombres que jugaban a saber qué quiere una mujer. Una muy específica. Mi madre. Mi tía. Y cuando lo hacían, ellas se reían y yo creía entender algo de lo que pasaba ahí. Era niño todavía, pero igual pensaba que alguna vez me gustaría jugar ese juego.
En el final de la película Alta fidelidad, el protagonista –un fanático de la música– dice que va a grabar a un compilado de canciones para su novia, a la que ahora reconoce como una mujer en particular, la que quiere, después de desprenderse de la posición de seductor empedernido. ¿No es el seductor ese niño que cree que existe algo que vale para todas? El hijo de la ecuación freudiana no es el que una mujer esperaría, sino aquel con que un hombre se identifica cuando cree que son todas iguales y quieren lo mismo.
“Por primera vez sé cómo hacerla feliz”, concluye el protagonista de la película. Es difícil creer que un casete pueda hacer feliz a alguien, pero ¿quién sabe? También es cierto que cualquier objeto puede representar la felicidad con la condición de que se lo reconozca como singular, como dirigido para uno y solo para nosotros. Yo recuerdo que guardé una servilleta porque solamente me la regaló una persona.
Sin embargo, no es de esto que quiero hablar. Vuelvo a mi idea de origen, que es muy poco original. Pienso que a mí me daba mucha alegría ver cómo mi padre tenía ese gesto con mi madre. Por supuesto que se trataba de algo que ella podría haber comprado por sí misma, porque soy hijo de una mujer que trabajó toda su vida y siempre tuvo su propio dinero, pero no es de una variable socioeconómica que hablo.
Había una complicidad en el modo en que mi padre regalaba ese objeto a mi madre, que me hace pensar que si yo me sentía excluido de algo no era tanto del objeto en sí sino de su relación. Los veía bromear entre ellos e incluso había cierta interpretación de ánimo voraz en la atribución de mi padre hacia mi madre. Eran un marido y una esposa. Mi padre jugaba con el rol de hombre sometido a la voluntad del objeto de deseo de esa mujer.
Había una complicidad en el modo en que mi padre regalaba ese objeto a mi madre, que me hace pensar que si yo me sentía excluido de algo no era tanto del objeto en sí sino de su relación
A mí me madre le gustaban las aceitunas. Ese era su postre favorito. Podía comer un frasco entero, directamente del frasco. Durante muchos años yo dije que no me gustaban las aceitunas y, la verdad, es que no las había probado –a diferencia del queso Roquefort que podía comer en grandes pedazos que me daba mi abuelo paterno. Recién comí una aceituna por primera vez a los quince años, en una pizza en la casa de un amigo. Y me gustó.
Un tercer objeto en mi vida sentimental lo representan los caramelos de menta, que eran los que mi abuela separaba del paquete de surtidos, primero para mi abuelo, pero luego para mí. ¿Fue porque que a mí me gustaban o me gustaron porque mi abuela los separaba para mi abuelo y así lo privaba de la preferencia de mi abuela?
Igual la de mis abuelos es otra historia. Volvamos a lo que me interesa plantear en esta ocasión. Lo propongo con una pregunta: ¿hasta qué punto podemos prescindir de una pareja conyugal en la crianza de un niño? Mejor dicho, ¿hasta qué punto no es el deseo de la pareja conyugal la que hace de un niño un hijo?
Ahora viene la parte de las aclaraciones, siempre tan importantes hoy para que nadie se ofenda. No digo que una pareja matrimonial asegura la presencia de ese deseo. A veces pasa todo lo contrario. Muchos padres que siguen juntos “por el bien de los chicos” (o “hasta que sean más grandes”) no hacen más que privarlos de la incidencia de un deseo entre sus padres. Por otro lado, cuando digo conyugal no me refiero a padres casados, convivientes ni a parejas heterosexuales. Me refiero más bien a esa dimensión de los padres que no se conforma con la parentalidad.
Tampoco estoy diciendo que mis padres sean un ejemplo de nada. El fastidio obsesivo con que mi padre se lamentaba irónicamente de los gustos de mi madre, está lejos de ser una matriz de la que hoy se pueda disfrutar. Hoy somos más libres, quizá por eso ya no tenemos sentido del humor.
Voy a explicar lo mismo, pero desde otro punto de vista. Por lo general, las personas separadas que conozco, con hijos pequeños, suelen contar que los días que duermen los niños en casa, cuando estos se levantan, comienza el día para todos. Esto me parece terrible, no me imagino nada más agotador para un niño que tener que ser el sol de un hogar.
Si en la habitación de al lado hay una pareja durmiendo, el niño toma otra actitud. Sabe que ahí transcurre una escena que interrumpe. Si no lo sabe, es porque ahí no hay una pareja, sino tan solo dos personas durmiendo.
Para concluir, pienso en que durante mucho tiempo en estos años reflexionamos sobre las condiciones para una óptima parentalidad, en busca de modelos ideales de paternidad y maternidad, pero descuidamos el aporte que la conyugalidad presta a la crianza.
Durante mucho tiempo en estos años reflexionamos sobre las condiciones para una óptima parentalidad, en busca de modelos ideales de paternidad y maternidad, pero descuidamos el aporte que la conyugalidad presta a la crianza
No digo que para criar haya que estar en pareja, no. Hablo de la importancia de que un hijo no sea todo para un padre o una madre, que su demanda no sea la única que importe y organice una cotidianidad. Puede ser que alguien me diga que ese rol no tiene que ocuparlo una pareja, que puede tenerlo –por ejemplo– un trabajo. Y acá yo no estoy tan seguro.
Un trabajo permite alejarse regularmente de un hijo, tomar distancia, para luego volver y que quizá el vínculo siga siendo tan dual como antes. La distancia que importa no es la del alejamiento, sino la que se practica en presencia, la de ser tres incluso cuando somos dos: uno, otro y la distancia.
La distancia que importa no es la del alejamiento, sino la que se practica en presencia, la de ser tres incluso cuando somos dos: uno, otro y la distancia
No obstante, decía que no estoy seguro de que un empleo pueda mediatizar mejor que un deseo la relación con un hijo. El deseo es la mediación por excelencia. Este es un tema sobre el que espero reflexionar mejor, porque quizá mis opiniones se basan en que soy más o menos hombre y, además, tengo una visión conservadora –lo reconozco; pero no lo soy a tal punto en que considere que mi visión es la única ni tiene que serlo.
Con esto sí concluyo, entonces: considero que sería interesante repensar las funciones parentales por el fundamento que encuentran en un deseo sexual cuyo objeto no es el hijo, porque –como tal– el deseo de hijo no existe. La expresión “deseo de hijo” es paradójica, porque para que haya deseo por un hijo, la raíz de ese deseo no puede ser el niño. Cuando alguien quiere demasiado un hijo –sea desde la expectativa o la dificultad para separarse– en realidad reprime la causa personal y poco apolínea de su interés. Los hijos suelen padecer ese reparo narcisista que deben ocupar para (la estabilidad o el erotismo de) sus padres, pero este ya es otro tema –para otra ocasión.
LL