Estos días que pasaron me sentí abrumada con el debate “escuelas presenciales o escuelas virtuales”, principalmente ante la cantidad de personas opinando y manifestándose sobre lo que está pasando en el país (y en el mundo).
En el medio de todas las opiniones, está la escuela y la comunidad educativa que otra vez tiene que convivir con todos los frentes abiertos.
Sobre la presencialidad en las escuelas, tengo pensamientos desordenados. Pienso en que soy docente y que la escuela es el lugar por excelencia para estar con nuestros estudiantes. Pienso en que me expongo todos los días yendo a trabajar y dejando a mi hija con cuidadores de riesgo. Pienso en lo necesaria que es la presencialidad y que al mismo tiempo no deja de ser una ficción porque no todas las escuelas están en igualdad de condiciones, y porque la situación sanitaria nos presenta obstáculos imposibles de eludir.
Estos días que pasaron me generaron temblor. La coyuntura, la reacción generalizada de bronca de gran parte de la sociedad, la disputa política y el sentir que nos desarmamos como comunidad.
Están(mos) todos indignados, sí, pero en realidad nos indignan cosas distintas.
¿Qué es lo que hacemos entonces? ¿Cómo transitamos el enojo, el hastío y la bronca?
Desde la filosofía, la apuesta es a pensar, a dudar, a preguntarse. A problematizar aquello que está dado y que pareciera no tener margen de incertidumbre.
Por eso, lo que no quiero perder de vista es preguntarnos acerca del lugar que ocupan hoy las escuelas, acerca del lugar de la comunidad educativa. Inclusive, con más desconcierto, podríamos preguntarnos qué hace hoy a una comunidad.
¿Qué es una comunidad? ¿Cómo se la construye? ¿Hay que construir una nueva? ¿Hay que recuperarla? ¿Qué comunidad había antes y qué comunidad hay ahora? ¿Había comunidad y dejó de haber? ¿No hay más comunidad?
Se me viene a la cabeza el cuento Comunidad de Kafka, que cuenta la historia de cinco amigos. “Sería una vida pacífica, si no se inmiscuyera continuamente un sexto. No nos hace nada, pero nos molesta, lo que es suficiente. ¿Por qué quiere meterse donde nadie lo quiere? No lo conocemos y tampoco queremos acogerlo entre nosotros”.
Pienso entonces en algo fundamental y es que, para que haya comunidad, debe haber otros y otras: con sus formas, con sus tradiciones, con sus gestos, con sus cuerpos, con sus afectos.
La comunidad de iguales no existe. Si hay comunidad, es porque nos hacemos a partir de la diferencia, porque uno toma el riesgo de olvidar quién es para encontrarse siendo otro con otros.
Pensar la comunidad no se trata de reunir a un cúmulo de personas (¿somos comunidad por compartir un colectivo, una reunión, un espacio físico?), la comunidad no es sentarnos en ronda, tampoco es hablarle al otro si no quiere escuchar.
En Filosofía con Niños hablamos de forjar una comunidad de indagación. ¿Sobre qué podemos investigar? Sobre todo. Sobre aquello que nos produce asombro, desconcierto, conmoción. Sobre todo eso que acontece en el mundo y nos impulsa la tarea de pensar.
Investigar filosóficamente un tema nos expone a cierta escucha, a mirarnos de otro modo, a dialogar de otras formas. Nos expone también a otra afectividad en donde lo que importa es lo que pasa en el momento, la experiencia del diálogo.
Importa lo que pasa, pero también lo que pasó. Necesitamos tiempo para escucharnos sin dar por sentado que a todos y todas nos pasó lo mismo a lo largo de este año y del año pasado.
Hay una frase de Hegel que dice “la filosofía siempre llega tarde” y quizás así sea. Porque para pensar, para poder reflexionar es necesario tener otro tiempo, que no es el de la inmediatez, el de la hiperactividad, hiperproducción e hipercomunicación.
Para poder habitar esta comunidad, necesitamos sobre todo cuidar la dimensión afectiva. No es posible recuperar la pregunta por la comunidad si no hay afecto y cuidado.
¿Qué comunidad queremos? ¿Una en donde sólo hay lugar para los que piensan como uno o la que se encuentra abierta hacia los demás? ¿Qué sociedad buscamos? ¿Una sólo para “iguales” o una que admita la diferencia, la asuma y la comprenda?
En una sociedad donde reina el individualismo y la competencia, quiero que la escuela (virtual o presencial, como sea) sea el lugar donde pensemos en el otro y la otra como compañero y compañera. Ese con quien construimos juntos algo nuevo. Ese que da, y que tiene algo único que puede modificar mi forma de pensar, de estar y de percibir el mundo.
La escuela da tiempo libre, tiempo no reproductivo. La escuela lucha por igualar condiciones en un mundo que no para de acentuar las diferencias. La escuela es hecha por educadores, familias y chicos y chicas que hacen comunidad en un mundo individualista y fragmentado. La escuela sigue dando, con lo que cuesta, tiempo igualitario.
Es inminente entender que sin la otredad, mi pensamiento se empobrece y hasta queda inactivo. Necesitamos del otro y la otra para poder indagar, aprender y construir nuevas formas de entender este mundo.
Sobre ese vínculo es que hay que pensar. Un vínculo de afectividad y no de competencia. Un vínculo que inaugure una mirada amorosa y abierta.
Quiero que la búsqueda sea por la comunidad y que la comunidad sea con otros y otras. Quiero pensar que en la pandemia, situación límite por excelencia, no nos olvidamos que somos y estamos en relación.
Quiero seguir pensando cómo reconstruir comunidad cuando parece que ya no es posible.
Cómo seguir pensando el mundo en el que vivimos cuando parece que ya está perdido.
Hay que seguir encontrándole sentido(s).