Entre todas las teorías sin sustento ni propósito que me la paso desarollando, tenía una que se terminó cayendo: a las personas a las que les gusta la política les gusta Game of Thrones, a las que nos gusta la filosofía política nos gusta The West Wing. Mi teoría se cayó por la cantidad de contraejemplos para un lado y para el otro (sobre todo, por la cantidad de personas que conozco que trabajan en política y aman The West Wing), pero los argumentos que la sostenían todavía dicen algunas cosas que me interesan sobre las ficciones que cuentan la política. Quiéralo o no, cualquier serie que retrate el mundo del poder es en algún sentido una serie de tesis. Sea una consigna simplista y chabacana o una idea cargada de preguntas densas e inacabadas, contiene una tesis sobre de qué se trata la política. The West Wing, la serie de Aaron Sorkin que en los ‘90 siguió en EEUU a un carismático presidente demócrata y a su igualmente encantador gabinete, es una ficción de diálogos muy afilados pero que tiene en su base una tesis muy simple: las personas que están del lado correcto se pueden entender, y cuando se entienden y además superan los obstáculos que pone el lado incorrecto, pueden suceder cosas maravillosas. Recuerdo una vez que una profesora quiso explicar en clase la teoría del lenguaje de Donald Davidson y dijo que se trataba de una teoría del acuerdo: en el fondo, las personas podían entenderse sobre las cosas más importantes. En muy resumidas cuentas Davidson dice algo así: para que dos personas mantengan un diálogo racional, tienen que compartir tantos supuestos, que ya el solo hecho de entendernos cuando hablamos da cuenta de una cantidad de consensos que nos debería resultar muy esperanzadora. Incluso con personas con las que parecemos compartir muy poco, dice Davidson, compartimos un mundo.
Probablemente para ponerle un poco de swing a una clase de metafísica analítica, recuerdo que la profesora contrastó la teoría de Davidson con la de Marx. Dijo que para Marx el mundo es conflicto antes que acuerdo; los obreros y los burgueses viven en mundos conceptuales distintos. Yo me apropié de algo de esta explicación, y aunque suene a simplificación, en algún punto creo que las teorías sobre el conflicto político se dividen en estas dos categorías: las que creen fundamentalmente en la posibilidad del consenso, y las que creen fundamentalmente en su imposibilidad. En un extremo, los deliberativistas, para quienes todas o casi todas las diferencias pueden resolverse en un debate suficientemente reglado; en otro, los realistas, para quienes la amplia mayoría de los acuerdos serían solamente arreglos pragmáticos a los que las partes llegan para perseguir sus propios intereses. Yo antes pensaba que The West Wing podía gustarles solo a los primeros, más allá de que algunos personajes, como el jefe de gabinete Leo McGarry, sean ‘casi’ realistas; después me di cuenta de que, en realidad, The West Wing nos gusta a quienes nos gusta leer y escribir. The West Wing es una especie de mundo mágico donde casi todo se arregla con palabras: buenos discursos, buenos argumentos, leyes bien redactadas. Nos da la sensación a personas profundamente ineptas políticamente de que podríamos ser grandes políticos porque hablamos más o menos bien.
Así como cada ficción sobre política que he visto en la vida tiene una tesis, creo que también representa una fantasía: si The West Wing representaba la fantasía de que todo tiene arreglo conversando, House of Cards fue una especie de thriller que representó la fantasía de que nada tenía arreglo y de que las personas que se dedican a la política forman una banda de psicópatas dispuesta a todo. De las tres series que ya mencioné, creo, ésta tiene que ser la que menos les gusta los políticos que conozco, y con razón: yo le di chance hasta que Frank Underwood empujó personalmente a una chica para que la pisara el subte. Alguien podría decir que esta era una representación de la tesis del realismo, pero yo creo que no; justamente, para eso está Game of Thrones, y creo que por eso le gustaba tanto a Cristina. En Game of Thrones las razones de los personajes podían ser difíciles de compartir para el espectador, y eso es atractivo: a diferencia de los demócratas bienintencionados de The West Wing, es poco probable que nos importe “de verdad” lo que pasa con una corona o con otra, pero así sucede con la política real: muchas más cosas suceden guiadas por fines bastante poco interesantes para el gran público (conseguir una oficina de más, ganarle la puja interna a un colega o conseguir un poco de visibilidad por dos semanas) que por fines nobles o terribles, e igual que en Game of Thrones, muchas cosas dejan de suceder por razones más arbitrarias que dramáticas (una burocracia demasiado lenta, un debate que no se pierde sino que se apaga). Hay mucho más azar y capricho que perversión, mucha más nimiedad que maldad, mucha más simpleza que heroísmo.
Pensé en todas estas ficciones tratando de entender dónde entraba El reino, la nueva serie de Netflix que cuenta una Argentina dominada por evangelismo, y también qué significaba empezar a verla en estos días; pensaba en esa lotería, también, de estrenar una serie sobre política y saber que inevitablemente va a dialogar con un contexto que ni el mejor de los productores podría torcer. Lo primero que me saltó a la vista es que, a diferencia de todas las series gringas que he visto sobre estos mismos temas (las que mencioné aquí, y varias más también), los partidos de la vida política argentina real no aparecen en la historia: no hay peronistas ni radicales, y no es tan fácil decidir cuál sería cuál entre los partidos ficcionales. Me parece interesante esa decisión: es claro que nombrar partidos reales sería un caos y un fracaso con lo audiencia, y quizás lo que me sorprende es que en Estados Unidos no lo sea, cuando la grieta en la que ellos viven no parece ser menos grande que la nuestra. La grieta que elige recortar la serie, en cambio, es otra: una grieta religiosa, más fácil de delimitar, en la que sigue habiendo complejidades y diferencias (no todos los del grupo de los evangélicos son malos; no todos los anti son buenos; las excelentes actuaciones y la realización sobria, creo, colaboran muchísimo en sumar matices aquí), pero que al menos es más fácil de entender que la nuestra de la vida real. Sobre todo: aunque en El reino de a ratos parezca que los políticos son “todos malos”, creo que es una serie más davidsoniana que marxista, para ponerlo en términos de mi profesora, o más deliberativista que realista, para ponerlo en los términos en los que suelo pensar yo: los buenos, aquí, se pueden entender. A veces se hace más fácil pensar las diferencias grandes que las diferencias chicas: como espectadora argentina en agosto de 2021, quizás prefiero distraerme imaginando una fantasía bolsonarista que todavía imagino lejana antes que preguntarme qué le pasó por la cabeza a un presidente que, supongo, estaría de acuerdo conmigo en muchísimas cosas y decidió sacarse una foto en un cumpleaños en plena cuarentena. No es solo porque es ficción, es algo más atávico, casi de los cuentos de hadas: hay algo reconfortante, más allá de las sutilezas narrativas y dramáticas que siempre se agradecen, en que los buenos sean buenos y los malos sean malos.
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