“Tenés derecho a vivir sin taparte y a ser quien sos, la vida es ahora”, dice Caro Pedini, de 43 años y mamá de Cora, de 8. Ex actriz y directora de comedia musical, la mujer que conocemos como La Trabajadora Social (TS) Gorda, en su cuenta de Instagram, asume: “Tengo canas. Tengo arrugas. Tengo rollos. Tengo cicatrices. Tengo manchas. Tengo lunares. Tengo estrías”.
¿Quién no? Las marcas en el cuerpo son huellas de vida, el testimonio de la experiencia existencial, la memoria del cuerpo. Sabemos que para la representación tradicional más hegemónica de la belleza patriarcal, europea, blanca y rubia, Barbie y Ken, la industria tuvo que hacer algunas torsiones y transformaciones de la versión original. El objetivo: que el merchandising ingrese al campo de la corrección política en sus versiones no tan hegemónicas, ajustes de estos tiempos en que el capital se fagocita todo, incluso la diversidad corporal, para seguir vendiendo. ¿O no están las remeras de Eva, el Che Guevara, Mao o Lenin (dis)ponibles para rendirles a las heroínas y héroes revolucionarios un tributo que, digámoslo, homenajea aunque no cambia nada?
Cada niñite con su muñequite. El proceso de identificación y diferenciación corporal y genérica incluye a las infancias no modélicas. Es necesario para satisfacer la voracidad del mercado y para que los dueños de la torta ganen cada día más dinero. Toneladas de juguetes que en cada temporada se usan, se tiran y ya está. Eso sí, los objetos de consumo cambian, pero en el campo lúdico y de la indumentaria, el rosa sigue siendo el color dominante para las chicas y el celeste para los varones. No sea que la libertad en el uso del color intranquilice a madres, padres, tutores y encargados. Entonces, hoy la feria de variedades parece admitirlo casi todo, mientras genere verdes.
Pero volvamos a la autora del libro Desear. Gestar. Parir con un cuerpo gordo, de editorial Tinta Libre, donde se refiere a la violencia obstétrica en el sistema de salud. Cora es una activista que estudió en la Universidad Nacional de La Matanza y que hace unos días subió un video a las redes donde muestra de manera muy clara porque el gordoodio existe, está vivito y coleando. Fue a comer a un restaurante y los baños eran tan diminutos, que no pudo ingresar. Si abría la puerta de uno, no había espacio para usar el otro, un problema de arquitectura nada amigable que se repite en aviones, micros de larga distancia e infinidad de situaciones más.
En otra escena se la ve saliendo de una pileta, sacándose la bata y mostrando su cuerpo apenas cubierto por un traje de baño de dos piezas. Es un gesto de empoderamiento, no le pide permiso a nadie, no explica más que lo que dice su presencia: aquí estoy. Soy.
“Creo que vivimos con un cuerpo que para nuestra sociedad no sigue las normas, no encaja y es altamente castigado porque es diferente (y horrible e indeseable), porque se considera que no hacemos lo suficiente para mejorar, para buscar nuestra mejor versión. Por eso nos sentimos mal, por malos gestores corporales, diría Lux Moreno. Eso nos genera culpa y nos lleva a explicar todo y a tener vergüenza de nuestra vida Inevitable pensar cómo nos fueron acorralando, como ganado en el corral (pobres vaquitas y ovejas), dejándonos en las sombras, en lo oscuro, despreciándonos, calificándonos de vagues, improductives y otros estereotipos asociados al peso. Disidentes genéricos y corporales, somos expertes en el arte de hacernos invisibles, de desaparecer. Si no lo hacemos nosotres, lo hacen les demás.
Nuestra presencia molesta, como molestan los viejos, los adolescentes, los marrones y tantes otres. Parece que siempre debe haber quienes carguen con la responsabilidad del malestar social. Hay que encontrar chivos expiatorios, culpables y gatillarlos. Parece que no es sencillo asumir responsabilidades para los verdaderos responsables. Siempre les generadores de los problemas están en otro lado que no es el lado del poder. No se hacen cargo quienes toman decisiones sino quienes padecen. Y esa forma de pensar, esa configuración mental, la reproduce el distinto, ¿cómo habría de sostenerse sino un sistema que pseudodemocratiza los deberes, las obligaciones, aunque no los derechos de les más vulnerables?
En el libro Hermana soltá la panza, una pedagogía para liberar nuestros cuerpos, Lala Pasquinelli dice: “Nadie nos enseña a poner límites, a cuidarnos, a decir basta, a dejar de explicar, a abandonar los lugares en los que no nos tratan bien. Ya es hora de empezar a aprender entre nosotras, a aprender de las experiencias compartidas, de como otras lo hicieron, porque nos educan para agradar y agradar como sinónimo de no molestar, para quedarnos calladas ante la agresión y no incomodar a nadie, nunca. Para nosotras es absolutamente ajena la idea de poner límites, la posibilidad de que las personas se incomoden por lo que decimos en nuestra defensa. Si fuéramos varones seríamos personas con autoridad, siendo mujeres vamos a ser malas o maleducadas. Dejemos de ser buenas, dejemos de querer agradar, de no incomodar, de sostenerle la incomodidad al resto, de intentar siempre que nadie se ofenda, de buscar las mejores maneras. Eso no nos está ayudando porque es también una demanda hacia nosotras”, advierte la creadora del proyecto artivista Mujeres que no fueron tapa.
“Es muy difícil que del otro lado haya un cambio si no hay incomodidad”, continúa. “Confundimos límites con explicación, poner límites no es explicar, seguimos explicando porque pensamos que quien nos humilla lo hace porque no entiende… Seguramente lo hacemos porque es muy doloroso darnos cuenta de que quienes se supone que nos quieren nos violentan ilimitadamente. Quien nos humilla no quiere entender, quiere ejercer su poder sobre nuestros cuerpos, quiere que vivamos de acuerdo con sus reglas, que no son las nuestras, quieren que nos convirtamos en quienes no somos. El que quiere entender googlea, como hacemos nosotras. Poner límites es otra cosa, es irse, es decir hasta acá, es aclarar que si seguimos siendo violentadas no vamos a volver a compartir con quienes nos violentan”.
“El mejor momento y la mejor manera no existen. A veces no ponemos límites porque nos parece que nos falta llegar al momento ideal en el que estemos tranquilas y se nos ocurran las mejores cosas para decir, las más adecuadas, las que provoquen el efecto correcto, que sería básicamente ser comprendidas sin malestar y sin enojo, por parte de quienes nos violentan. Que nadie se ofenda, que no haya tensión y que esas personas entiendan y cambien. En general, en la vida real no funciona de esa manera”.
LH