Hay una historia que siempre se contó en mi familia. En esa historia, yo soy muy chico y estoy jugando cerca de mi padre que lee -mi padre siempre estaba leyendo algo, sobre todo historietas, revistas- y a mí se me cae el casco de plástico y le pido a él que me lo ponga en la cabeza de nuevo. Siempre siguiendo el tono de voz con el que mi mamá contaba esta anécdota, mi papá agarra la pelela -porque lo hace mecánicamente, ya que no deja ni por un segundo de leer las revistas- y me la pone en la cabeza en lugar del casco. ¿Con pis o sin pis? Eso va a ir variando a lo largo de los años cada vez que se cuente esto.
Mi papá era un meón. Un tipo territorial. Mi mamá contaba también que, una noche, llegó medio borracho de una salida nocturna y, en vez de ir al baño a mear -que estaba al lado del dormitorio de mis viejos- se paró y empezó a orinar sobre el ropero. Hasta sus último días lo acompañaba una pelela que usaba para no tener que ir al baño. No sé si mi viejo sufría de algo que yo padezco, que es lo que los médicos me dijeron, después de hacerme un estudio largo y molesto (tomar agua, llevar un diario de la cantidad que tomaba, anotarlo, medir la cantidad de orina, tacto prostático, etcétera) que se llama vejiga emotiva, es decir que si estoy bajo algún tipo de estrés puedo empezar a orinar mucho.
Que cierta melancolía o tristeza afecten a la vejiga -el nombre científico de la vejiga emotiva o sentimental es vejiga neurogénica- es particular. Los animales mean para marcar territorio. Pocas veces la gente mea en los poemas. Philip Larkin, un poeta inglés misántropo, solterón y de opiniones contundentes, escribió al menos dos en los que los personajes que caminan por el poema hacen pis. En uno llamado “Pasos tristes”, dice: “Vuelvo a la cama, a tientas, después de mear,/ abro gruesas cortinas y me asustan/ las nubes rápidas, la limpieza de la luna”.
El reloj de la vejiga marca el final del sueño y uno camina por la casa a oscuras hacia el baño. La noche de Larkin es metafísica y en la luz lunar, en el cielo límpido, él ve una fuerza que asocia con la juventud perdida, “el recordatorio del dolor y la fuerza/ de ser joven que no puede volver/aunque siga intacto para otros en algún lugar”. En otro poema, “Los jugadores de cartas”, describe una viñeta de unos amigos que juegan a los naipes en medio de una furiosa noche de tormenta y uno de ellos, Jan van Hogsper , “se tambalea hasta la puerta y mea en la tiniebla”. En este poema, el acto de mear es de libertad, de disfrute, casi dionisíaco.
Roberta Inannamico también hace pis en un poema largo, “Dantesco”, donde la protagonista se despide de su amiga Patricia y tiene que caminar un largo trecho hasta llegar hasta su casa, mientras cruza el bosque, observa el ruido de los pájaros y de los árboles y en un momento solitario, en una plataforma de piedras “mi imaginé un lugar/ para oficiar ceremonias/ ahí hice pis/di media vuelta y pasé otro alambrado/el sol justo se ponía/y yo entraba en mi aldea”.
Vinciane Despret en su libro ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos las preguntas correctas? tiene un capítulo titulado “¿Es de buenos modales orinar frente a los animales?” Despret narra cómo ciertos investigadores que estudiaban a los babuinos buscaban la manera de volverse invisibles para poder captarlos en su singularidad. Así se da el caso de Shirley Strum, quien -en su libro Casi humanos- cuenta que uno de los problemas con los que se enfrentó, durante los inicios de su trabajo de campo con los babuinos, fue lo que podía o no hacer con su cuerpo en presencia de los animales. El problema se daba -escribe Despret- cuando se trataba de una necesidad imperiosa de orinar. La investigadora se podía ausentar para orinar detrás de su camioneta, que estaba estacionada muy lejos, pero siempre con el temor de que justo en ese momento en que se alejaba podría suceder algo interesante y muy raro entre los animales y ella no pudiera captarlo, justamente, por estar haciendo pis. Así que la investigadora decidió hacerlo en presencia de ellos, desnudándose cuidadosamente. Los babuinos quedaron atónitos. “De hecho nunca la habían visto comer ni beber, ni dormir”. Despret dice que el éxito que tuvo Strum en su estudio fue porque los babuinos descubrieron que ella tenía un cuerpo.
Muchas veces, cuando estudio un poema, me hago la misma pregunta que se hacen los investigadores que analizan las costumbres de los animales. ¿Cómo me vuelvo invisible para que el poema se muestre en toda su potencia y singularidad? ¿Cómo hago para no aplicarle la sombra que le imprimimos a todo lo que intentamos conocer? Creo que es una empresa en la que vamos a ser derrotados, pero lo más cerca que podemos estar de ese lugar neutral es la suspensión del gusto: trabajar un poema sin dejarse condicionar porque el tema del poema nos parezca convincente y coincida con nuestra manera de ver el mundo. Buscar la operación mental del poeta y no tanto el contenido ni la ideología del poema.
Esta semana, Luis Chávez, un amigo y poeta que vive en Costa Rica, escribió en un grupo de wasap que tenemos preguntando si recordábamos un poema de Jorge Aulicino del que él no tenía el título ni sabía en qué libro estaba. Sólo, decía, que era sobre unos motociclistas y que, en el final del poema, alguien decía esta frase: “De lo que no podemos hablar, no hablamos”. “¿Existe este poema?”, preguntaba Cháves. “O los soñé , lo inventé”. Cuando uno lee o escucha un poema, después ese poema se bambolea en nuestra mente como un equipaje en un micro, y lo modificamos de acuerdo a nuestra subjetividad, lo hacemos propio. ¿Por qué estaría Cháves pensando en ese poema? ¿Qué cosa de su vida cotidiana le hizo recordar a esos motociclistas? Pedro Mairal dio con el poema y lo subió al wasap.
Qué regalo hermoso en medio de una noche de luna cálida, poder leer un poema de Jorge Aulicino. El poema está en un libro que se llama La línea del Coyote. Y tratando de volverme invisible, es un poema donde un narrador ve en una pareja de motociclistas que paran en un recreo –o un camping- todo lo que ellos –conjetura el observador del poema- no vieron. Puede ser un poema sobre la juventud perdida, el deseo dionisíaco de viajar, puede ser un poema sobre el mal. Como es un gran poema, soporta múltiples lecturas. Ahí va: “Aquellos que se acariciaban bruscamente/ sobre la mesa del recreo junto al río./ Habían llegado en un una vieja moto, era fácil confundirlos con el mal./ Pero no eran el mal por lo que aparentaban/ con las camperas raídas y el amor a la nafta/ en combustión y a los ruidos profundos de la máquina./ Si atravesaron la provincia en moto, cualquiera hubiese apostado/ que no se habían extasiado/ni intentado hacerlo con el vuelo de las garzas/ a las orillas de la ruta,/ni con la vida del pantano,/ ni con el movimiento del pasto bajo el viento./ Del mismo modo, tampoco los arroyos químicos/ los inquietaron o modificaron,/ ni la basura en el bosque, ni los neumáticos junto a los arroyos./ Esos ángeles insensibles partieron la naturaleza/ por el asfalto. Fueron perfectamente equilibrados/ sustentándose en su propia velocidad/ y en la vida de sus cuerpos. /Y con lo que no habla no hablaron”.
FC