Vivimos la retromanía de los años ochenta. Aunque en una escala cromática menos generosa: se mueve entre los claroscuros políticos de esos años. Como la nombra el sociólogo Tomás Borovinsky, “se vive como un agotamiento de la época que estamos viviendo”. Y esa incertidumbre frente a “qué es lo que viene” muchos la encaran mirando hacia atrás. Un historiador, Eduardo Minutella, propone que el revival “cumple con el imperativo de vuelta a los orígenes, luego de que los paradigmas de recambio (el menemista, el kirchnerista y el macrista) o se agotaron o se mostraron insuficientes para dar las respuestas esperadas”. En un cuadro apocalíptico, pero “en un país afecto a las refundaciones y sumido en una crisis larga parece tener sentido ir a la más fundacional de las refundaciones: la de Alfonsín en el Cabildo”, cierra Minutella. Un artista genial, Gonzalo Quintana, dice sobre este viaje en el tiempo: “Los ochenta fueron un paréntesis colorido y variopinto que apeló a la fantasía para redibujar los tonos opacos de los setenta con su turbulencia encima. Steven Spielberg decía que no hubiese nunca podido contar E.T. de no haber sido por esa década. Cada cuarenta años los ciclos se revisan y los ochenta replicaron los cuarenta, la generación del baby boom, cuando se dio el lujo de recontar un mundo que tras la guerra tuvo que empezar otra vez. Y es la última década antes de la digitalización del mundo. De ahí los skates, el lance de la vida antes que todo fuese un mapa virtual. Buscar un libro, un disco, encontrarse en la calle, ir a patear, ver el afiche de una película”. Volvemos hoy a los ochenta para decirnos que eso estaba vivo. Remata Quintana: “como Stranger things que nos dice vuelvan a agarrar la bicicleta, la linterna, salgan a vivir la vida como una aventura otra vez”.
Cada uno de los que habla vivió los ochenta entre pañales, pelotas, patios y asaltos: la infancia en años radiactivos. Algo había detrás de las paredes. Stranger things. La imaginación al poder era una nueva imaginación del Estado también. Como el experto en “extracciones” de la CIA que se inmiscuye en la revolución iraní para rescatar a unos diplomáticos refugiados de la película Argo. ¿De qué forma? Como falso productor de una película de ciencia ficción en busca de locaciones persas. Venía la guerra de las galaxias, la euforia reaganiana, E.T., la última batalla de la guerra fría se ganará en las estrellas. Pero la fábula argentina fue muy propia: en los años de thatcherismo en ascenso cocinamos un sueño republicano: ¡la sociedad sí existe! Todo estaba por hacerse. Alfonsín fue nuestro Spielberg y nos comió el tiburón.
En los noventa y en los dos mil se impuso en la cultura progresista una “vuelta a los setenta”: amparados por el fracaso primaveral de los ochenta y asfixiados por los consensos duros de los noventa, esa vuelta era a lo que mostraba cuándo se jodió esto. La respuesta en piloto automático repetía que el 24 de marzo de 1976. Y aparecieron libros, películas, debates, derechos humanos universales con militancias particulares. Una joya del recuerdo: el programa “El otro lado” de Fabián Polosecki, donde hablan con guerrilleros en cafés recordando frente a la cámara del ATC de Menem el sueño de ir en un jeep a contramano por Avenida de Mayo para tomar el cielo por asalto. El cielo quedaba en Balcarce 50: toneladas de concreto. Resonaba también la tapa de la revista Humor de 1996 que decía “¿Qué hiciste tú en el Proceso papá?”. Se proponía en ese “pie” teatral un diálogo filial de sobremesa. “¿Papá, estuviste a la altura de esta Historia?” Recordemos la carta valiente de Asunción, la hija de Adolfo Scilingo, en la que le preguntaba sobre “los vuelos”.
Los ochenta se traspapelan en un amasijo de dramas. A fin de cuentas salieron para el cohete, y el protagonismo principal lo tuvo una generación de políticos clásicos fogueados más en los cincuenta y sesenta (Alfonsín, Cafiero, Alende, Alsogaray), modernos y antiguos a la vez; sumado al esplendor sindical de Saúl Ubaldini, uno que no arrugó en dictadura, y detrás muchos setentistas que se hicieron políticos profesionales (Chacho Álvarez, Fredi Storani, Néstor Kirchner, Patricia Bullrich o Felipe Solá). El desenlace de esa década es la victoria popular de Menem, tal vez descripta como nadie por Cristian Navarrete y Walter Fresco: “Votamos a Menem en los autos de Cafiero”.
Los ochenta culturales y la santificación de Alfonsín estuvieron presentes casi siempre. Sólo que sus capítulos políticos, el desguace para entender la “transición” de a partes, no. Tal vez un primer hito llegó en 2018, con el documental Esto no es un golpe, de Sergio Wolf, sobre la semana santa de 1987. En él, la voz de los “jóvenes” de La Coordinadora, las imágenes de archivo y el testimonio de Rico se superponen y el director reelabora ese momento que fue visto como el “límite” de la primavera a partir de una experiencia concreta: la incapacidad de reprimir a los carapintadas que aunque no fueran a dar un golpe dejaban desnudo al rey. Alfonsín podía hacer de todo menos ordenar la represión. La “lealtad” al orden civil de los militares leales se ceñía a no sublevarse. Nace una metáfora política: la lentitud del General Alais. Wolf comienza su película con espíritu crítico y finalmente compone un escenario más comprensivo. No sólo las “felices pascuas” que el presidente desea porque “la casa está en orden”, sino también una promesa subestimada que se cumplió: “y no hay sangre en la Argentina”.
En 2021 se publicó Diario de una temporada en el quinto piso, de Juan Carlos Torre (“notable memoria personal y pequeña biografía colectiva del equipo de Sourrouille” la llama Pablo Gerchunoff). ¿Testimonio interno de aquello que para amar a Alfonsín había que obviar (su economía)? Cristina dijo en abril de este año en un acto junto a Sergio Massa que le había enviado ese libro de regalo al presidente. El peronista que esté libre de homenajear a Alfonsín que tire la primera piedra. Cristina le puso el busto en vida como presidenta. Y le recomienda ese libro a Alberto pero, ¿cómo lo lee? Para Torre, Alfonsín era una interferencia para un plan económico de estabilización más ortodoxo. ¿Cristina le pide a Alberto que no acepte ese plan y sea como Alfonsín o que no sea como Alfonsín y lo acepte? Llamativamente, quien está sentado al lado de Cristina es Massa, lo dijimos. Entonces, volvemos: a Alfonsín lo pactó Menem, lo despidió Cafiero, lo puso en sociedad Duhalde, lo homenajeó Cristina y Scioli y Alberto lo agotó con likes. Torre muestra costuras económicas por las que sangró la herida alfonsinista. Ernesto Tenembaum escribió un artículo donde a una serie de entrevistados les compartía fragmentos del libro de Torre con una trampa: los presentaba como partes del escrito actual de un economista. Nadie se percató de su “antigüedad”.
La bala de bronce
Al estreno de Argentina, 1985 se sumó ahora la publicación de Raúl Alfonsín. El planisferio invertido, de Pablo Gerchunoff. Un ensayo biográfico. La vida de Alfonsín en manos de Gerchunoff, que parece pactar con el lector el talento y el desafío: voy a ser exhaustivo para contarles la larga historia de un hombre al que admiro demasiado, como advierte José Natanson.
En la primera mitad del libro podemos ver no solo la trayectoria del “hombre bueno”, de este político de consenso inédito en la clase política; sino que, también, el recorrido de quien llevó bajo el poncho una bala de bronce: derrotar al peronismo ahí donde más le duele. A Alfonsín, como reconstruye Gerchunoff, no le hacían gracia ni las proscripciones, ni las revanchas simbólicas contra el peronismo, y tampoco vivía enamorado del “abrazo entre Balbín y Perón” (era un lector atento de las internas peronistas). Alfonsín era un radical sin complejo que quería derrotar al peronismo en las urnas. Sin fusiles y sin bombas. Una gran escena del libro se resume en la pregunta de por qué Alfonsín sigue a Balbín en los años sesenta. Gerchunoff muestra que Alfonsín no siguió las ideas modernizantes de Frondizi (un Kennedy autóctono, más atractivo): prefirió seguir a Balbín, el auténtico caudillo de comité. Alfonsín contradecía su principio de “no sigan hombres, sigan ideas”. ¿Por qué? Gerchunoff construye la ambición del demócrata. El camino más largo y polvoriento para cumplir el sueño radical de medio siglo: vencer al peronismo con los votos. La larga marcha de Chascomús será a pie. Y llegará. La dictadura habrá dejado las condiciones que ni el peronismo vio: los sindicalistas podían aceptar convites de un general pero parecían desconocer lo que habían hecho chocar por abajo esos militares: la estructura productiva. Dicen que Alfonsín dijo que no lo votarían los obreros pero sí sus esposas; y en ese deslizamiento (¿de clase a ciudadanía?) habitaba su intuición.
La fuerza democratizadora de Alfonsín El planisferio invertido la presenta en los mismos términos con los que Alfonsín ganó. Gerchunoff retoma el pacto sindical-militar, no tanto desde su veracidad histórica como desde su eficacia conceptual: es una descomposición que hace Alfonsín de las “partes constitutivas” del peronismo. Un movimiento construido por un militar y cuya columna vertebral es sindical. Alfonsín proponía en su democratización también un “proceso de desperonización”. El viento soplaba a favor hasta para las fotos: la quema del cajón con la que Herminio Iglesias pagó un precio carísimo. Desarmar al peronismo como si fuese una suma de partes.
Y, sin embargo, ¿no estamos hablando a través de este Alfonsín también de una democratización del anti peronismo? ¿No es acaso el triunfo de 1983 con la pérdida del “invicto electoral” peronista, con la idea de que se le puede ganar en elecciones limpias sin proscribirlo, un salto civilizatorio del no peronismo? Alfonsín salió a afiliar y abrir comités. El pasaje de enemigo a opositor completó su ambición: cambiar al otro y cambiarse a sí. ¿Logró, entonces des-corporativizar la Argentina? Su repertorio incluía Ley Mucci y Juicio a las Juntas, asuntos no separados. Aunque con mucho menor resultado en la cuestión sindical. Su “Nino” en esa materia quiso ser Armando Caro Figueroa. Gerchunoff en dos capítulos centrales desmenuza la cuestión militar y la cuestión sindical durante el gobierno radical. Dice Gerchunoff: “Su política sindical fue una pelota de goma rebotando en las paredes. Nunca lo reconoció. Prefirió velar esa fotografía.” Dice sobre lo militar: “Lo que Alfonsín sentía como peligro era quedarse sin carceleros para mantener en la cárcel a los culpables”. Alfonsín tuvo el coraje imprescriptible de producir la escena inédita en el mundo cuya formalidad implicó que el ejército vencedor de la guerra sucia se juzgue (o encarcele) a sí mismo. Todo en un contexto letal: “Crisis de la deuda en una democracia naciente que buscaba satisfacer las aspiraciones sociales sin instrumentos”. Bajo tantas ambiciones el plan corto: “demorar la recuperación del peronismo y ser un líder transversal”.
A los militares les prometía apego a la Constitución, cárcel a los criminales aunque en una visión flotante que finalmente revisó cadenas de responsabilidades (la “obediencia debida”). A los sindicalistas les prometía democratización (Alfonsín estiraba en sus oídos la silbatina de aquel legendario “Vélez” contra Lorenzo Miguel, cuyo poder no mermó -tenía con qué no mermar-). Y la traducción real de esa democracia sindical era menor poder sindical. ¿Y a los obreros? Faltó ese dulce. Pero fue el peronismo de los noventa quien operó sobre sus dos partes constitutivas: desarmó el partido militar y reencauzó la relación con el sindicalismo en eso que Ana Natalucci llama proceso de des-sindicalización. “Por las transformaciones del capitalismo y la heterogeneización de una clase obrera -dice Ana- que llegó a los años ochenta golpeada pero aún algo homogénea y en los noventa se profundizó.” Menem contuvo a los sindicatos pero modificó más la estructura productiva y “lo territorial se empezó a imponer sobre lo sindical”. De partido proscripto de la igualdad a partido de la gobernabilidad. Del peronismo no deja gobernar a no se puede gobernar sin el peronismo. Lo que hizo el peronismo en democracia con lo que hicieron de él.
Menem corrió los límites de la realidad peronista. En casi cuarenta años de democracia el peronismo gobernó veintisiete. Fue partido del orden atento a no perder porosidad, capacidad adaptativa, reelaborándose de cara a la sociedad con un péndulo propio. Si Alfonsín fue el padre de la democracia, Menem fue el tutor o encargado: el primer presidente civil con poder. Y no tuvo empacho en pagar los costos necesarios (por izquierda) ni en dar la orden imposible (que un uniformado le dispare a otro). Ahí se funda el orden civil. Un presidente tiene la última palabra. En Alfonsín la última palabra tuvo algo, en los momentos aciagos, del triste rey de El Principito: repetir como orden la decisión desobediente de otros. Gerchunoff corre ese velo y reconstruye el encuentro con Aldo Rico en la Semana Santa. Casi una obra teatral.
Pero el problema alfonsinista con el peronismo no era sólo “descabezarlo” sino absorber el calor de sus masas. El “tercer movimiento histórico” era la otra ambición del 83. Gerchunoff retoma la cita de un Halperin Donghi que atiende al tercer movimiento histórico. (Para Tulio el defecto alfonsinista era su excesiva ambición: con menos hacía más). Aunque en ese anhelo se supone una síntesis en la que Alfonsín no pretendió corregir “el alcance social” del peronismo pero sí su autoritarismo. Libertad y justicia social. ¿Una visión edulcorada? Como si la justicia social se alcanzara solo “por las buenas”. Este Alfonsín de tan buenas intenciones que recrea Gerchunoff rima con el límite de una usada consigna irónica (a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo), y anticipa el límite que romperá Menem la década siguiente: gobernar es hacer un pacto con el diablo. Alfonsín finalmente siempre pacta, enseña Gerchunoff, pero señala al diablo primero, pechea y cae como víctima de sus garras. Ese pacto, entonces, es tardío, se basa más en su debilidad que en su potencia. Es agónico. Sobrevive, no transforma. De hecho el último pacto es con Carlos Menem, ese otro padre no reconocido de la democracia que encarna lo imprescindible: sin moneda no hay orden. Aunque esa moneda, esa convertibilidad, fueran su bomba de tiempo… Si un nudo gordiano e irresuelto de Alfonsín se organizaba en cómo des-peronizar a la clase obrera, los años noventa recrean su revés: Menem se organizaría en cómo conquistar a la clase media (cuyos sectores de esa clase con la Alianza y luego el kirchnerismo lo rechazaron). Menem asumía el deterioro de la clase trabajadora como un hecho histórico. ¿Y cuánta gente de capas medias votó al peronismo por primera vez con Menem y el efecto del 1 a 1? Si Alfonsín se tentó con sacarle la clase obrera al peronismo, Menem se tentó con sacarle la clase media a los radicales. Si la puja distributiva calentaba la inflación, la convertibilidad la suspendió. Si la clase obrera iba a cambiar, el peronismo también. Si Alfonsín leyó bien el 83, Menem leyó bien el 89: la clase media es el hecho maldito del país peronista. Si después de la masacre no habría patria peronista ni socialista, el pueblo quiere ser de clase media. ¿Pero qué es la clase media? Gerchunoff casi no la nombra. Son los camellos del Corán. Clase media somos (o quieren ser) todos.
Alfonsín camina el siglo XX. De Chascomús a Buenos Aires. Ahí va. Cuando deja la presidencia en el 89 un helicóptero lo devuelve de Capital a Chascomús. ¿Y qué hace? Va a un acto, un comité, una tarima. ¿Qué iba a ser? Y ahí, frente al puñado de eufóricos correligionarios roza el trauma que selló su frente cuando desde ese pueblo ganadero salió a conquistar el sueño que los correligionarios no soñaban más: ¿cómo tener un pueblo radical? Alfonsín lo tuvo un instante en sus manos. Pero de ese día último, metáfora cruel, Gerchunoff en El planisferio invertido no nos ahorra detalle: “todo hubiera sido reconfortante si en el apiñamiento no le hubieran robado la billetera”.
MR