Opinión

Del rompan todo al que nunca estalle

30 de mayo de 2021 00:02 h

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Cada generación tiene el derecho a escribir su propia historia, dijo la filósofa Hannah Arendt. También dijo: pero no admitimos el derecho a manipular la materia fáctica misma. Cada generación entonces se supone que resiste el canto de sirenas de lo que le piden para hacer sus propias canciones, su propio tiempo. Una letra y un ritmo que escriben en el viento el fondo de olla de sus cosas, lo que importa. ¿En qué momento termina y empieza una época? ¿Hay virtuosos del oído absoluto capaces de decir “muy bien, hemos entrado a otra fase de la historia argentina”?

El tiempo pasa y Bob Dylan cumplió 80 años: estiró más que Facundo Suárez Lastra el concepto de juventud. ¿Y cómo hizo? El malentendido nuestro sobre él: León Gieco es el Bob Dylan argentino. Repetido, seguramente, por quienes no conocen ninguna de las dos obras, o apenas las canciones de fogón. Dylan usó y rompió mil veces el carné de joven cantante de protesta de la ola de los derechos civiles. Si para cierta historia escrita en piloto automático Dylan es un ícono de los sesenta, la historia de Dylan es también su lucha contra ese ícono. En el altar del sol naciente en que mataron a Kennedy, como dijo Zimmerman, también está su sangre derramada en una herida infligida a sí mismo. Pasen y vean esta entrevista. Lean lo que escribió Martín E. Graziano acá: Sé vos. “No estás acá para ser perfecto”. Pero Dylan escribió canciones como “Hurricane”, cuando se puso cara a cara con el boxeador negro, Rubin Carter, otro preso acusado por un crimen que no cometió, mirándose a los ojos separado por los barrotes luego de leer su autobiografía, en su larga gira de 1975. Vuelve a escribir una canción política, pero atravesada por una politización marginal y original, cuerpo a cuerpo, histérica, sin el mandato de contabilizar la sangre derramada o mártires de camisa limpia. La escribe con la sangre en el ojo. 

Dylan siempre se reinventa, resbala, hace la suya, como expone ese documental de Scorsese sobre la gira de 1975, la “Rolling Thunder Revue”. ¿De dónde sale el nombre de la gira? Teorías. Entre 1965 y 1968, EEUU arrojó desde sus aviones 860.000 toneladas de bombas sobre Vietnam. Rolling Thunder se llamó a la operación, un modo muy norteamericano de traer a sus contrincantes a la mesa de negociaciones. Dylan inicia en 1975 esa gira de poco menos de un año. Retratada por Scorsese a partir del difuso material que había filmado y reunido el por entonces joven actor Sam Shepard. La “Rolling Thunder Revue” lleva uno de esos títulos tan Dylan, la ironía de revisitar algo demoledor y terrible. Dice el periodista Sebastián Rodríguez Mora: “probablemente ese era Dylan por esos años: un tipo lleno de bronca y energía, un pozo de petróleo incendiado. Alguien capaz de homenajear con devoción pero sobre todo de injuriar. Porque si algo tracciona a veces es el odio. Durante los setentas Dylan deja de injuriar al establishment para pelearse y bombardear sin piedad a individuos. No debió ser alguien muy tratable por entonces. Recién divorciado, subió a un micro a una troupe extrañísima para dar conciertos en lugares donde no siempre eran bien recibidos. Fue un desastre financiero y un milagro musical.” Vemos allí exactamente eso: un Dylan enojado, adicto, llevándose puesto todo. En una libre interpretación lúcida, Sebastián Rodríguez Mora traduce y retrotrae estos versos de Dylan (“les saqué lustre a sus zapatos, les moví sus montañas y les marqué sus cartas”). De “Changing of the Guards” a la toma de distancia de los que hicieron de su joven cara y de la de Joan Baez, la dama absoluta de la canción de los sesenta que hizo de él un primer artista, un unicornio. La canción integra el disco Desire, de 1976, y 1976 ya está lejos de los sesenta. Dylan son cápsulas de tiempo.

Volvamos. Juventud es el concepto más estirado y gastado. Hace seis meses casi todos estábamos viendo “Rompan todo”, la miniserie sobre la historia del rock en América Latina, o acerca de cómo América Latina adaptaba ese mandato y lo torcía; y aunque la serie fuera sospechada de tener demasiadas selfies del músico y productor Gustavo Santaolalla (el George Martin del boom mexicano) estaba dominada por una arqueología nostálgica. Y empieza donde empieza todo… años sesenta: nace la juventud. De algún modo, en esa serie se contaba la historia de la palabra juventud con los oleajes generacionales,  y se las arregla para armar un mapa de tiempo y espacio. Si se la coloca junto a “Historia de un Crimen: Colosio”, la mini serie de Netflix que cuenta la historia y el crimen de Luis Donaldo Colosio, el político del PRI que decía querer modernizar al partido y al país, podría converger en que ahí, en ese instante, en esa mitad de la década del noventa que presuntuosamente se quiso “última” hay un ruido de placas tectónicas que hacen justamente su reverso: esa década no es el fin, sino el estallido de la Historia. 1994 es “el” año, un año que empieza con el alzamiento zapatista en la selva Lacandona. Control Machete, Café Tacuba, Molotov, el Subcomandante Marcos y el efecto tequila precipitan el nervio del volcán. A “Rompan todo” se le vienen encima los años noventa y no sabe qué hacer (¿quién realmente sabe?). Más precisamente: 1994 y la espiral que se lleva del poder a Carlos Salinas de Gortari encuentra en Argentina el final de los años cortos de lo que parecía no tener fin en nuestro país… las mieles de una convertibilidad cuyos costos acercaban su factura. El menemismo duró cinco años, dice Tartu acá. Una época es un sueño que se sueña despierto para que no te despierten. Pero te despiertan igual. 

De México 1994 a Argentina 1995: en marzo muere el hijo del presidente Menem, Carlitos Menem Junior. Su muerte quedó bajo un cono de sospechas, entre otras aristas, porque cuando la madre puso en duda la hipótesis del accidente, casi nadie en Argentina se animó a desmentirla. ¿Quién se atrevía a bancarle la mirada a Zulema Yoma? La mujer que había sido echada a los gritos de la quinta de Olivos en esa pelotera con un presidente demasiado civil. Esa mujer que se divorciaba en vivo, y a los pocos años se convertía en la madre de un hijo muerto, era y no era una más. Después, el clásico judicial de las tragedias argentinas: la causa de la causa. Investigar la investigación. En Mayo del 95 Menem reelige. Y ya es un hombre herido. “Golpe al corazón”, tituló con piedad Página 12. “Nunca más volvió a ser el mismo”, recuerda un exministro. Y en noviembre de ese 1995 la “tercera explosión” de ese gobierno: la voladura de la fábrica militar de Río Tercero. Después de la embajada de Israel (1992), después de la AMIA (1994), la explosión que se cobraba siete víctimas fatales ocurría sobre el final del año en que Menem había reelecto. Sospechada de producirse para ocultar la ruta del armamento vendido ilegalmente a Ecuador y Croacia. De allí en más las explosiones del segundo gobierno serían sociales. Empezaba el fin de una era. Comenzaba este nuevo siglo, un tiempo sin décadas. En “Rompan todo” es notable cómo el hilo se va perdiendo entrando a los años dos mil. ¿Cómo se cuenta el tiempo de este “nuevo siglo”? 

Se viene el estallido

La directora Natalia Garayalde investigó durante años la causa de Río Tercero y estrenó su bellísimo y premiado documental “Esquirlas”. Ella lo cuenta así, después de intentar construir un gran relato ideológico de época pero concluyendo y replegando sobre sus propias esquirlas recogidas en el jardín de su casa: las viejas cintas de una videograbadora familiar. “El mismo artefacto que aparece como un electrodoméstico más, entre heladeras y lavarropas, se convierte en el dispositivo con el que se registra un hecho histórico”, señala Garayalde en esta entrevista que le hace Juan Pablo Mansilla en su newsletter “Línea Documental”. La familia Garayalde (padre médico, madre docente, cuatro hijos en edad escolar) se revela en esas cintas como una familia que crece en las condiciones de la época: viajes, consumos, family game y TV por cable, revistas en las que comentar la farándula. Una familia cordobesa, una familia argentina. Nada por fuera de lo común hasta que los noventa les estallan encima. En el medio de las fiestas familiares y los actos escolares ocurre esa voladura que es captada también por la misma cámara doméstica. En la escritura sutil del documental, Río Tercero aparece como un pueblo soñado de esa década con familias felices argentinas sobre las que caen como copos de nieve el fósforo blanco. Los niños de la familia Garayalde, con la cámara familiar en mano, dibujan el contorno de un campo minado: eso que vuela y no se sabe por qué vuela, esa explosión tapiada por versiones oficiales, ese vacío de sentido que se abre en cámara ante el boom de los medios que quieren contarle que es un pueblo a los mismos habitantes, imágenes que son esquirlas, como esa mujer aturdida que deambula con su bebé por la ciudad bombardeada y a la que rescatan, una incompatibilidad polar entre felicidad y Estado. Acciones u omisiones, las corrupciones argentinas. Cromañón, el tren de Once. Si en Estados Unidos se dice que cada generación tiene su guerra, entonces en Argentina cada generación tiene sus explosiones. Nos organizamos por estallidos. Los que hay, los que tememos, los que zafamos. Social, estatal, edilicia. Un ritmo cardíaco de la democracia construido en estallidos

Pablo Touzon ensaya en esta entrevista una disección sobre los temas que importan, un ajuste de cuentas con la política “generacional”, una sismográfica política. Las generaciones: la nuestra, la del 2001; otra, las de los que entraron a la política en 2008. Y se pregunta por la generación de ahora, la del COVID. Apunta a que el kirchnerismo ya forma el régimen político, ese que nació en 2001, y a la vez lo hace bajo aprendizajes (dialoga con “lo nuevo”, con los feminismos y la economía popular, “Todo tema que pasa de lo social a lo político se vuelve naturalmente conflictivo”), porque dice Touzon: “Si vos hoy tenés 20 años, gobernó 15 años el kirchnerismo y cuatro el macrismo. Entonces tiene lógica que parte del espíritu contestatario contra el status quo, que es siempre una característica juvenil, se construya contra el imaginario de esa nueva élite hija del 2001.” Algo de ese espíritu, marginalmente, lo captan los libertarios. “Para esa juventud, el kirchnerismo es el poder, lo cual es particularmente disruptivo para un kirchnerismo que se imaginó siempre a sí mismo como un contrapoder (contra los poderes fácticos, internacionales, etc.)”. Los hijos de 2001: el kirchnerismo y el macrismo. 

Touzon dice: “No se puede ser joven para siempre”. La política argentina “joven” aún vive bajo el estrés postraumático de la crisis de 2001: parece diseñada para una sola cosa… para no estallar. Para que no estalle su sociedad. Que no estalle más. Esa es la herencia de 2001. Las desgracias en cuotas en el nervio del volcán. Cuando se dice gasto social, se nombra esa segunda transición, una Moncloa de segunda mano, planes, AUH, dólar flotante para que alguno meta un verde bajo el colchón. Ese equilibrio ajustadísimo. Veinte años pasaron desde la crisis. El presidente que voló en helicóptero ya no vive. ¿Qué es un estallido? Eso que no puede pasar más. El límite. Una política diseñada para que pase de “todo”, pero que nunca estalle. Nuestro que no se rompa pero que se doble. De “rompan todo”, el sacudón mántrico de Billy Bond, a que nunca estalle, que no se vuelvan a cantar más los versos olvidables de La Bersuit. Injustos, pero no estallados. Not dark yet, dice Dylan. O sea: no está oscuro todavía, pero por ahí anda.

MR