Cuando Ana María Soffiantini fue torturada en la ESMA escuchó de fondo las canciones de Mercedes Sosa. En la “avenida de la felicidad” –el pasillo saturado las 24 horas de luces fluorescentes– los prisioneros esperaban su tiempo de tormento. Ahí “estaba el tocadiscos que se activaba al máximo volumen”. Mario Villani se vio forzado a repararlos, además de las picanas: el Wincofon también se había convertido en instrumento de la guerra contra prisioneros tabicados.
Sara Solarz recuerda haber escuchado dentro de la ESMA la música de Joan Manuel Serrat. Las voces grabadas del catalán y de Mercedes parecían volverse contra sus usuarios naturales: si antes habían contribuido a formar una subjetividad (de Qué va a ser de ti o Vencidos a La carta y Gracias a la vida, todo un ritual de pasaje, de la despreocupación al compromiso), resonaban en medio de la desesperanza y la cotidianidad del terror para destruirla.
Las canciones, en su deriva, eran irrecuperables para las víctimas. “Nada más que escuchar la radio te remite a lo terrible. Para mí fue imposible escuchar una radio durante mucho tiempo… Pasaban todo el tiempo los temas de moda de ese momento… Cuando escucho esas canciones se me eriza la piel”.
No era siempre el azar de la radio y el dial que ordenaba los sentidos sino un deliberado repertorio para el azote y la desmoralización. El carnaval punitivo tenía sus DJ. Administraban formas de la iniquidad y la ofensa, explotaban las posibilidades de la técnica de reproducción mecánica. Diversificaban estilos y géneros. Entendían el valor de la saturación. La “amplitud” de la tortura fue algo más que su dimensión acústica.
Invirtamos el orden de las palabras, desnudémoslas de comillas para hablar también de la tortura de la amplitud.
Liliana María Andrés de Antokoletz recordó durante el juicio contra los marinos que en la ESMA “había música estridente por altoparlantes, tanto para amortiguar el dolor de adentro, como para no dejarnos dormir”. “Se sabía cuándo se torturaba. No se podía salir en esos momentos y el nivel de la música se elevaba. Entonces ahí se escuchaba el ruido terrorífico de la corriente eléctrica interfiriendo las ondas de radio. Se podía sentir la picana como si la tuviéramos nosotros mismos”, dijo José Quintero. A Laura Alicia Reboratti la llevaron al “subsuelo”. Sentada en el piso, el momento de la tortura se le anunció con una “música estridente y gritos”. Nilva Zuccarino fue llevada con los ojos vendados y esposada a un lugar “donde escuchó música a elevado volumen”. Thelma Jara de Cabezas habló de una música “muy fuerte”. Rodolfo Luis Picheni fue llevado a una habitación “muy luminosa” y con música a un “volumen alto”. Era el “sótano”. Al entrar ahí, Carlos Gregorio Lordkipanidse percibió también una música “muy fuerte” y los gritos, entre los que identificó a los de su esposa Liliana Pellegrino y de su hijo Rodolfo.
La ESMA podría pensarse, entre otras cosas, como una distopía lugoniana donde el sonido tenía la fuerza de un arma destructora (la onda “transformada en un proyectil etéreo” de la que se habla en el cuento La fuerza Omega) que mantenía un contrapunto con la tortura electrificada. Todo con la avenida con su nombre a espaldas (salvo la ubicación en el catastro, esa peculiaridad era común a los demás CCD). El temprano testimonio de un sobreviviente, citado por la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA) añade una distinción estilística: llegó encapuchado y pudo oír el ruido de aviones. Para llegar al pabellón atravesó una sala muy grande donde escuchó “música moderna muy fuerte”. Días después reconoció ese lugar: “Me llevaron allí para torturarme”. Julio César Urien pudo añadir ciertas precisiones: “El Sótano: había un pasillo largo al fondo, había en ese momento cinco cuartos de torturas, 11, 12, 13, 14 y 15. Después hicieron otros… Había un cartel que decía Avenida de la Felicidad, eso era bien contra el fondo y luego había frente de ese lugar como a un metro un banquito con un aparato tipo Wincofon en donde había siempre el mismo tema de los Rolling Stones. Recuerdo que tenía el bracito levantado para que cuando terminara volviera a caer y tapara con eso los gritos de los torturados”. Ese tema era Satisfaction. Y sonó más de una vez, para goce de los torturadores. “Los Rolling Stones me traen malos recuerdos/ ellos no saben que Satisfaction lo pasaban en el sótano de la ESMA mientras torturaban para que no oyéramos los gritos/ durante mucho tiempo no pude escuchar ese tema, ahora prefiero no hacerlo”.
Lo que se suponía entonces era que la economía de los decibeles forma parte de un dominio específico. Ese coeficiente de intensidad distinguía en especial al rock (y otras corrientes experimentales de las que se nutría); eran, además, los rasgos más aborrecidos por sus detractores. El sentido de esa “potencia” que escupían los parlantes formaba parte de un proceso de negociaciones sociales y contextos culturales. Una comunidad de músicos y oyentes acordaba el valor positivo de un parámetro que también podía provocar reacciones de incomodidad. En una carta a la redacción de la revista Expreso Imaginario –un importante referente de la prensa rockera y contracultural– publicada en febrero de 1977, el escritor Ricardo Feierstein, que por entonces tenía 35 años, le cuenta a la redacción su experiencia en la presentación del primer disco de La Máquina de Hacer Pájaros.
“Estuve en el (Teatro) Astral, en el recital de Charly García. Aclaro que mis conocimientos musicales son menos que elementales y de allí que no pueda juzgar críticamente el recital (aunque pude advertir con cierta claridad, en una de las composiciones, compases enteros de Bach, de un sher judío, de una machinha brasilera y de un boggie-boggie clásico, mezclados, ecualizados, sonorizados y transformados con toda la parafernalia de la técnica aplicada a deformar –o ampliar– los sonidos); pero sí puedo señalar, humildemente, que el nivel de decibeles existente en el teatro –hecho confirmado por un especialista en acústica que me acompañaba– no solo impedía escuchar la melodía, entender la letra (es un verso gastado eso de que la voz humana es solo un instrumento más) o siquiera memorizar algún compás, sino que atentaba directamente contra la salud auditiva de los concurrentes. Parecía claro que un par de horas más sin interrumpir el recital equivaldría a una delicada forma de tortura dañando seriamente los tímpanos e incluso inutilizándolos. No quiero decir con esto que nada sirva sino que el uso exagerado de la técnica, con los parlantes o reproductores y ecualizadores cada vez más grandes y potentes, termina por anular el mensaje”. La analogía podía formar parte del discurso social. Ese mismo año, el rostro de Charly acompañaba la publicidad de un costoso equipo de audio en el que se ponía en valor la intensidad del momento de la escucha. “A mí me precupa el sonido, la libertad de la imaginación. Mi música es una provocación para conocer las fronteras donde todo es posible. Para mí los límites están siempre más allá. Mis amigos son los que buscan lo mismo. Al escuchar un equipo Turner sentí que estaba entre mis amigos”.
Pero la música no ocurre por sí sola, “es la que hacemos, y qué hacemos de ella (Nicholas Cook)”. El empleo concentracionario de los volúmenes “estridentes”, “terroríficos”, “muy fuertes”, “ensordecedores”, según las propias definiciones de los cautivos, nos enfrentan a esa paradoja brutal y resbaladiza. Suzanne G. Cusik la advirtió en su alcance al denunciar las aplicaciones sonoras en las prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib por parte de la administración de George W. Bush y en el marco de la llamada Guerra contra el Terror lanzada después del ataque contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001. Las reflexiones de Cusik habilitan una “escucha” retrospectiva de lo sucedido en la Argentina y ayudan a problematizar la involuntaria relación de espejos entre las salas de castigo y los auditorios. La musicóloga norteamericana habla de las “inquietantes resonancias” entre la “estética implícita” de los teóricos de la “tortura sin contacto” y el paradigma compartido por un variado rango de discursos musicales desde fines de los años sesenta especialmente, una cultura que formó su sensibilidad y la de quien escribe (yo).
La práctica de aquella teoría convirtió a la música en una suerte de acción órfica invertida: más que ser domesticadas por sus efectos, como dice el mito, las bestias la pusieron al servicio del instinto de muerte. Cusik encuentra dos elementos perturbadores. Uno, la dilución de las distinciones entre sonido y música, una cualidad que “muchos compositores, músicos y académicos” resaltaban como parte del continuum acústico. Los “actores del Estado” parecen (y parecían) tener muy clara la idea de que la “música”, con todas sus marcas culturales, “es menos importante que el poder del sonido en sí mismo”.
Esa fue una de las particularidades de la psicodelia a medida que la composición y el uso de los estudios de grabación se intersectaron con las drogas lisérgicas (que habían sido utilizadas con fines militares antes de su llegada al rock), y en especial de Pink Floyd mientras funcionó bajo el liderazgo del extraordinario Syd Barrett, autor casi por completo de un The Piper at the Gates of Dawn (1967) que se demoraría unos años en ser apreciado y absorbido en Buenos Aires. “La banda no tocaba música, tocaba sonidos. Olas y paredes de sonidos, muy diferente de cualquier cosa que se hubiera tocado antes en el rock’n’roll. Eran como la gente de la música culta, no popular, experimentando salvajemente con el sonido. John Cage había hecho algo como eso. Y de repente allí estaban esos jóvenes estudiantes de arte, y tocaban la cosa más demencial. Volaban la cabeza de un montón de gente”.
La reivindicación de una materialidad primal y estruendosa está presente luego en un variado abanico de estilos que va desde Led Zeppelin a Lou Reed (su Metal Machine Music, de 1975), el “industrial noise” y cierta “drone music”. De hecho, el guitarrista de Zeppelin, Jimmy Page, fue entrevistado en 1975 por el escritor William Burroughs, una de las figuras señeras de la contracultura. La conversación fue publicada en la edición de junio de ese año en la revista Crowdaddy. Entre los temas que abordaron figuró el de los efectos usados en los conciertos para provocar el trance. Burroughs le habló entonces del infrasonido, aquel que está por debajo de los 16 Hertz, y no puede ser escuchado por el oído humano. Le contó entonces la historia de un científico que lo había desarrollado como un arma de guerra que podía “matar a cualquiera en un radio de cinco millas, derribar paredes y romper ventanas”. En virtud de su fuerza vibratoria, “se pueden sentir todos los órganos de su cuerpo rozándose entre sí”.
Dice Juliette Volcler que en plena Guerra Fría, los investigadores y militares se interesaron en los infrasonidos por su capacidad de entrar en resonancia con frecuencias del propio cuerpo. Este potencial dañino fue descubierto por el acústico francés Vladimir Gavreau, quien manejaba el Laboratorio de Mecánica y Acústica (LMA) del Centre Nacional de la Recherche Scientifique (CNRS), en Marsella. Un día de 1967, Gavreau estaba en su estudio con su colaborador, Albert Calaora, cuando, de repente, se sintió descompuesto. La cabeza parecía salirse de su cuerpo y explotar. La sensación era insoportable. Gavreau detectó la presencia de un sonido de 7 Hz que venía del sistema de ventilación. Esa era la fuente de los trastornos. “La intensidad del infrasonido era tan fuerte que todo vibraba”.
Gavreau intentó diseñar una máquina que pudiera emular lo que había surgido de un error. Incluía 74 tubos de órgano incrustados en concreto y activados sincrónicamente. Luego construyó un instrumento que llamó “pistola acústica”. Sus frecuencias de 196 Hz a 160 db generaban una “dolorosa resonancia” en los cuerpos. Más tarde armó otro artefacto que emitía una frecuencia de 37 Hz y que hacía vibrar todo. Su uso hizo ladrar a los perros del vecindario. Cundieron rumores inverosímiles. Pero, después, no se realizó ningún experimento más en Marsella. La comunidad científica, de otro lado, siempre dudó de las conclusiones de Gavreau. El desarrollo de las armas infrasónicas no fue nunca fructífero, pero dejó esa estela misteriosa. Lo que el complejo militar desechó pudo reciclarse en el mundo espectacular. Burroughs lo intuyó. De acuerdo con Juliette Volcler, si bien el narrador se tomó ciertas libertades con el experimento de Gavreau, vio correctamente las posibles explotaciones de las bajas frecuencias por la industria cultural y también, sin duda menos conscientemente, por la religión“. El autor de El almuerzo desnudo no creía que el infrasonido deba ser necesariamente dañino o desagradable. Burroughs contó en ese texto que Page se interesó mucho en lo que le había relatado. ”Quizás el infrasonido podría agregarle una nueva dimensión a la música de rock“.
Para Cusik, los interrogadores formados en los manuales de la CIA –cuyos protocolos, desde la Guerra Fría a la Guerra contra el Terror no hicieron más que sofisticarse– “comparten” con las alteridades contraculturales e incluso saberes académicos “la noción de que escuchar música puede disolver la subjetividad, llevando a la persona a un estado paradójico que es simultáneamente una experiencia altamente corporeizada y descorporeizada, en la intensidad con que la música hace que uno olvide elementos importantes de la identidad propia, y se pierda la noción del tiempo trascurrido”. La influencia de las culturas hindúes, el “phasing” minimalista, la implosión de la misma temporalidad reivindicada por las corrientes post cageanas y las búsquedas de un mundo de ensoñación que arrancara al oyente del presente estaban a la orden del día en el tránsito entre los años sesenta y setenta. Incluso “las prácticas e ideologías de la escucha de la música clásica sugieren que tal éxtasis inducido por la música es producido por la intensa atención”. Un reciclaje de lo sublime musical. Lo que le lleva a Cusik a preguntarse si esa noción sobre la escucha, “propagada en universidades de élite de los Estados Unidos (incluyendo aquellas bajo contrato con la CIA) en la segunda mitad del siglo XX” pudo haber influido a los arquitectos de la “tortura sin contacto”.
Alcanza con revisar cierta jerga periodística de la Argentina bajo dictadura para acercarse a una respuesta a ese interrogante. “No es música fácil, que pueda tararearse luego. Es energía transformada en ceremonia”, dijo Miguel Grinberg en el diario La Opinión sobre la presentación de Crucis en el Teatro Coliseo el 20 abril de 1976. “Consignar la fecha de este concierto es importante, pues señala irreversiblemente el advenimiento de una nueva época para la música joven en la Argentina”. Los integrantes de Crucis, dice, “son jóvenes inmersos en el universo eléctrico sobre el que Marshall McLuhan ha escrito varios tratados reveladores. Todo ciudadano de hoy, lo sepa o no, viene incrustado en un circuito donde los cerebros, los mass media, las computadoras y satélites de comunicaciones vibran a la par de millones de instrumentos electrónicos que en casi todas las naciones del planeta desarrollan un lenguaje todavía no asumido por las multitudes”. Grinberg se pregunta finalmente: “¿Sería electroson tal vez el término adecuado para bautizar esta creación que sitúa a la música joven –audazmente– en el territorio de la experiencia psíquica?”. En su anuario de diciembre de 1976, Pelo celebra también el poder de la materialidad en su informe sobre sintetizadores: “La electrónica es un arma que permite al músico contemporáneo –ya sea de rock, jazz, clásico o cultor de cualquier otro estilo– expresarse creativamente en modos ni siquiera sospechados antes”. En ese mismo número se promocionan los parlantes, ecualizadores y guitarras de casa DIMI como “los poderosos del sonido”.
Las escenas paralelas en las que circulaba la música “a todo lo que da” no presuponen que compartan un código ético. Azarosa coexistencia. Nada de eso intuían los grupos de rock como Crucis, La Máquina o Invisible cuando, a todo volumen, hacían cimbrar un estadio como el Luna Park (especialmente con Perdonado), y menos podían saberlo Raúl Cubas en la ESMA o cualquiera de los cautivos sometidos a la violencia sonora. Cubas fue torturado el día de su cumpleaños, un 24 de octubre. Lo supo porque le desearon “felicidades”. Tuvo la impresión de que eran varias las personas que entraban al “sótano”. Pero “debido a la música ensordecedora que utilizaban para cubrir los gritos de la tortura”, le fue muy dificultoso captar en su totalidad la situación que estaba viviendo. Había perdido su capacidad de comprender el entorno.