Tomo al azar uno de los tantos títulos de los diarios de ayer: “Una batalla de barrabravas y militantes contra policías”. Tengo muchos de este tenor para elegir. Nos demuestran la crisis casi terminal de parte importante del periodismo: básicamente, porque pone en escena su ignorancia supina y su desprecio minucioso por las categorías que explican el mundo social. No hubo batalla, sino cacería, por un lado: “batalla” supone dos bandos equivalentes y no la represión brutal que ejerce una banda legalmente armada contra ciudadanos y ciudadanas que, aun si aceptáramos alguna práctica “violenta”, no están armados, ni legal ni ilegalmente. El Estado ejerce o debería ejercer –sobre esto se funda la sociedad moderna– el monopolio legítimo de la violencia: las fuerzas de seguridad federales y porteñas ejercen, en cambio, una violencia ilegítima abusando de ese monopolio legal.
Pero por otro lado, el recurso al barrabravismo ofrece tres problemas añadidos. El primero es que ayer no había ningún barra en la zona de la salvajada estatal; y no preciso estar allí para saberlo. Simplemente, cualquiera que sabe algo de fútbol, violencia y barras sabe con holgura que las barras no están para tonterías tales como defender jubilados; que sus relaciones con el mundo político son básicamente clientelares, clandestinas y de prestación-contraprestación. Cualquiera sabe que, si se produjera el milagro –imposible como todo milagro– de que todas las barras coincidieran en convertirse en manifestantes políticos, la policía hubiera “corrido” –para usar el lenguaje adecuado: el “aguantador” –. Cualquiera que haya leído los trabajos socio-antropológicos publicados desde hace veinticinco años sabe que la policía tiene un problema fundamental con la barra: simplemente, que ella misma es otra barra que presume de su aguante y que entra en relaciones clandestinas también con la política y el fútbol.
El segundo problema es que todos los que entendemos de esto sabemos que la convocatoria de ayer fue hecha por otra categoría o agrupamiento del mundo futbolístico que son los que hace más de veinte años llamamos los “hinchas militantes”, grupos de partidarios de militancia activa en sus clubes y que mantienen relaciones complejas y tironeadas con sus barras y con los dirigentes, básicamente porque defienden su autonomía respecto de los negocios clandestinos que organizan la relación barras-dirigencias-políticos-policías. Esos grupos, que tuvieron una visibilidad mayor cuando formaron la Coordinadora de Hinchas en 2016 para oponerse al primer proyecto de sociedades anónimas (el fallido de Macri), se replegaron para luego reaparecer nuevamente contra el proyecto SAD, para formar grupos llamados Anti-Fa (obviamente, anti-fascistas), y vieron aquí una oportunidad magnífica para su puesta en escena política: “no se metan con los viejos” (reconozcamos que esa consigna es mucho más atractiva que “el que las hace las paga” o que “corran, putos”).
Y el tercer problema, que demuele definitivamente el uso estúpido de la categoría barrabrava, es sencillamente que no es una categoría jurídica: no designa una acción tipificada ni una organización determinada. Es decir: aún si las barras hubieran estado, no hubiera sido delito. Pero, insisto, no estaban. Barrabrava es una categoría socio-antropológica a la que, para colmo, hemos discutido porque no es una palabra que usen los propios actores (que prefieren llamarse a sí mismos “barra”, a secas, o mejor aún, “la hinchada”). Es entonces una categoría inútil, porque no nombra nada. Sin embargo, en los días previos y en las burradas posteriores proferidas por funcionarios/as, políticos/as y periodistas/os, el abuso del término pretendía, por su mero uso, descalificar una acción mucho más noble y de honda raigambre en la cultura popular: la defensa del indefenso. Es decir, nuevamente, “no se metan con los viejos”.
Fíjense otra frase aleatoria de la cobertura de los diarios: “De los 94 detenidos que hubo ayer por la protesta en el Congreso solo cinco serían barrabravas, según precisó hoy la Policía de la Ciudad de Buenos Aires”. La repregunta elemental es: ¿cómo se dieron cuenta? ¿Es que acaso son portadores de algún rasgo fisonómico? ¿Les hicieron un genético?
La conclusión es obvia: no hay tal cosa, no hubo barras y ni siquiera eso explica y mucho menos justifica lo ocurrido. Escuchemos entonces la palabra sabia y sanadora de la ministra Bullrich, hablando del fotógrafo Pablo Grillo: “Este periodista, que dice ser periodista, trabaja con Julián Álvarez en la Municipalidad de Lanús y antes estuvo en el Ministerio de Justicia cuando estaba Alberto Fernández”. Es decir: “es militante, por lo tanto, merece el castigo, que si es necesario debe llegar hasta su muerte, porque el que las hace las paga”.
Está todo dicho. La ministra ha decidido aplicar la pena de muerte sin juicio previo. Pero su accionar suma cuatro datos más, incontrastables, indudables: el primero, la anciana empujada por un policía que la ve caer, gira y se hace el boludo. El segundo, que la ministra sostuvo que tenían los papeles que “planificaban los desórdenes”. El papel es éste:
Es decir, un volante trucho que ni siquiera conoce el nombre real del Frente de Izquierda. La inferencia es nuevamente obvia: el papel es falso, pero su mera existencia demuestra la planificación represiva. Alguien lo hizo para usarlo como argumento (luego de que ocurriera lo que se sabía que iba a ocurrir).
El tercer dato también lo hemos visto en imágenes: el arma arrojada al piso por un policía, para luego alejarse del lugar. Al igual que el papel: como se sabe que se va a reprimir, se preparan las “pruebas” de los argumentos que justifiquen el uso de la palabra “batalla”.
El cuarto dato es mucho más duro: la imagen muestra claramente que Grillo se agacha para tomar una fotografía y que el arma que esgrime es una cámara. No hay ninguna represión, sino lisa y llanamente un crimen.
Y como ya me fui por las ramas, es hora de concluir: el Estado argentino ha vuelto a ser un estado criminal. (Nunca dejó de serlo, pero hoy es mucho más grosero). La salvajada de ayer muestra que la ministra está dispuesta a matar gente para sostener su presunto prestigio mano-durista, así como que estamos frente a una escalada represiva literalmente pre-fascista. Quisiera suponer que el coraje jurídico-político de la jueza Karina Andrade podrá tener algún eco entre políticos, especialmente los y las representantes del pueblo, antes de que no me alcancen los caracteres para denunciar las víctimas.
DTC