El juicio realizado en los tribunales de Dolores para dirimir las responsabilidades derivadas del hecho que le costó la vida a Fernando Báez Sosa dejó muchas dimensiones para pensar la vida pública. Algunos aspectos son indiscutibles. Primero. Las únicas víctimas de un hecho aberrante fueron Fernando y sus familiares. Segundo. Los magistrados del sistema judicial de la provincia de Buenos Aires dictaron una sentencia después de un juicio que, seguramente, será discutida en las instancias de apelación. Tercero. La sentencia, como era esperable, despertó polémicas. Aquí me quiero detener.
No haré un análisis jurídico. Por lo tanto, no voy a ingresar en el debate sobre el monto de la pena. Me interesa, en cambio, señalar algunas diferencias entre el plano moral y el plano legal. Desde mi perspectiva, esos planos están peligrosamente superpuestos. Es por ello que se espera de una sentencia mucho más de lo que puede dar. Al colocar tanta energía en la sentencia, quizá se escapa algo que es central para evitar que estas cosas pasen. Me refiero a detectar las condiciones sociales que hacen posible una matriz de violencia que atraviesa a toda la sociedad. En esto caso, nos detenemos en las formas de violencia que acompaña a lo que debería ser el momento de diversión de los jóvenes. Pero esa matriz de violencia está presente en el trabajo, en el tránsito, en los espectáculos deportivos, en la vida doméstica y en la pública. No debemos olvidar que los hechos preceden al derecho. Hay sentencias porque pasaron algunas cosas no queridas. El desafío es cómo hacer para que no pasen más.
Durante los días previos a la sentencia se reclamaba “justicia” Pero los jueces no pueden hacer “justicia” ¿Por qué? Nadie explicó mejor la discusión acerca de la justicia que Hans Kelsen en un libro de texto elocuente ¿Qué es la justicia? (1) Decía Kelsen que “la razón humana sólo puede acceder a valores relativos (…) Ello significa que no puede emitirse un juicio sobre algo que parece justo con la pretensión de excluir la posibilidad de un juicio de valor contrario”. Es una verdad autoevidente.
Cada persona tiene un juicio de valor individual al que es imposible darle un alcance universal. Si ello puede pasar, viviríamos en una dictadura. Por ello, entre otras cosas, nos organizamos para vivir en sociedades edificadas en base a derechos y creamos instituciones. Una es el sistema judicial. ¿Qué hace? Expropia los conflictos sociales y los resuelve por medio de juicios sobre la base del derecho. Así, evita que hagamos “justicia por mano propia”. Precisamente porque cada uno de nosotros tiene una visión distinta de lo “justo”.
Todo esto significa que al aparato judicial no dicta justicia. Lo que hace es resolver mediante la aplicación del derecho problemas que giran en derredor de lo que es justo. Las leyes las produce el Estado, pero a través de un sistema de representación que depende de la voluntad de los ciudadanos. Así, las normas que hace el Congreso expresan los valores medios de la sociedad y constituyen la única herramienta que tienen los magistrados para resolver problemas en torno a lo que es justo. A Fernando le arrebataron el derecho a la vida. Los jueces resolvieron de acuerdo con la ley las responsabilidades por ello y fijaron una pena. Así funciona. En base a la ley. Esto es decisivo.
Cuando prometemos o juramos lealtad a la Constitución, a los 10 años, renunciamos a hacer justicia y nos conformamos con que los jueces apliquen la ley. Por ello es tan importante tener un sistema judicial creíble y prestigioso, porque allí yace la autoridad de la ley que es la autoridad de la república. Retengamos esto. Siempre la ley tiene relación con la moral. Pero a los efectos de estas líneas, es decisivo entender que los jueces solo pueden guiarse por la letra de la ley. Repito, por ello es tan importante la credibilidad. La credibilidad les da espaldas anchas para aplicar las normas más allá de los reclamos individuales o grupales de “justicia”.
Así, una sentencia pone fin a un conflicto. Tiene autoridad porque es la palabra de la república. Debe ser aceptada por los ganadores y por los perdedores. Ratifica qué está prohibido y qué está permitido. Es un insumo para los comportamientos futuros de los ciudadanos. Pero poco más. Las sentencias no transforman la realidad. No tienen ese alcance. La realidad la transforman las prácticas de los ciudadanos que colectivamente deciden vivir de otra manera. Por ejemplo, deciden respetarse, tratarse bien, no insultarse en los semáforos, deciden crear mediaciones institucionales que impiden la explotación, deciden crear dispositivos institucionales que instituyan marcos para que los chicos puedan disfrutar de los momentos de diversión. En fin, es la praxis humana la que cambia el mundo y no las sentencias judiciales.
Por estos días escuchamos que son necesarias “sentencias ejemplares” en el sentido de que la dureza de las penas puede transformar el mundo de la vida. Cesare Beccaria (2), en 1764, advirtió la ineficacia de esa apuesta discursivamente tan atractiva. Beccaria, en cambio, sostenía que era muy importante que la pena de los delitos sea proporcional a la gravedad del hecho y enfatizaba que más importante aún que el monto de la pena era que efectivamente se cumpla, porque los delitos violan el contrato social.
Nuestra historia es una muestra palpable de ello. El sistema judicial federal somete a juicio, juzga poco y cuando lo hace rara vez la pena se cumple. La condena al expresidente Carlos Menem fue un indicador de eso. Me ocupé del tema en otras partes (3). Lo relevante es que sentencias duras en contextos de debilidad institucional pueden transformarse en oficinas que “certifiquen” con la autoridad de la ley las expectativas morales de algunos grupos sociales sobre la “justicia” Nada de ello nos va a servir para cambiar la matriz de violencia que yace en los cimientos de la sociedad.
El camino para ello, repito, es más lento y fatigoso. Pero en lo que tiene que ver estrictamente con las posibilidades de una sentencia para cambiar el mundo de la vida, hay mucho que puede hacer el Estado, en los tres niveles de gobierno. El devenir del juicio de Fernando reveló la ausencia del Estado como docente. Escuchamos y vimos demasiado. No vale la pena entrar en ese terreno. Pero me parece importante destacar que las universidades, el sistema judicial y las instituciones públicas en general tienen que hacerse cargo de la tarea de difundir y enseñar cómo funciona la república. En otras palabras, hay que explicar cómo funciona la Constitución. Allí residen algunas pautas que nos ayudarían a comprender, antes que a juzgar, las razones de la violencia social. Pero para eso tenemos que aprehender qué significa el republicanismo democrático.
- Kelsen, Hans “Que es la justicia” Marcial Pons, Medellín, Colombia 2013.
- Beccaría, Cesare “De los delitos y las penas” Losada 2002
- Delgado, Federico “Injusticia”; “República de la Impunidad” (Ariel 2018 y 2020)
FD