Si el lawfare no existiera, habría que inventarlo

13 de marzo de 2021 02:16 h

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En muy pocos años, el neologismo inglés lawfare pasó de ser útil a ser indispensable. A pesar del conservadurismo de sus detractores. Que reniegan de la palabra porque niegan la existencia de la cosa y que no le confían el diccionario porque desconfían de la gramática y el desinterés de los neologistas.  Sin itálicas,  lawfare ya suena nuestra como hall, club o living. Sea homilía papal o zoom presidencial, hablar de lawfare enciende e inflama la retórica y la polémica políticas, y las renueva. Más acá, antes de esos usos espirituosos, el término es muy útil a fuer de ser muy sobrio. Con un bisílabo nos evitamos perífrasis y vaguedades.

Porque lawfare nos sirve como el nombre que integra y encuadra iniciativas agresivas pero institucionales para dirimir según normas procedimentales preestablecidas y entre rivales calificados quién se queda con la titularidad del poder del Estado, a la que sin embargo asigna el voto popular. Los dueños del poder en el Brasil de hoy se lo deben al lawfare: al impeachment del Congreso que en 2016 destituyó en Brasilia a la presidenta Dilma Rousseff  y a la sentencia de la Cámara Federal de Paraná que en 2018 proscribió la postulación del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva como candidato del Partido de los Trabajadores (PT) en las elecciones generales de 2018.

En las repúblicas, dos son las vías regias que la oposición parlamentaria, partidaria, o ciudadana  puede transitar para destituir, sin depender del engorro de ganar votos en una elección, a quienes ejercen funciones en el Ejecutivo, o proscribir a quienes aspiran a ellas: un impeachment votado en el Poder Legislativo o una condena penal pronunciada en el Judicial. La ratificación de las autoridades electivas empieza a depender cada vez más de su idoneidad para salir victoriosas en el reto de juicios políticos y procesos judiciales -sea como demandadas o como demandantes-, que del vigor del mandato que les entregó el voto en las elecciones.

Para la sociedad, los medios, la Justicia, y desde luego la oposición, el porcentaje del voto con el que el Ejecutivo ganó las elecciones es ante todo una encuesta muy completa de su popularidad, no un contrato por el cual la ciudadanía elige el gobierno legítimo que quiere y respetará como tal durante el período presidencial que se inicia con la asunción. En el invierno de 2013, el aumento de los precios de un transporte público cuyo mantenimiento y renovación no había sido una prioridad durante los dos mandatos de Lula desencadenó en Brasil protestas -al principio de izquierda- contra Lula, a las que se fue sumando una población joven de derecha apartidaria convocada por las redes.

En quince días, la tasa de aprobación de Dilma, que era mayor que la de Lula -el obrero metalúrgico malhablado y nordestino a quien las clases medias despreciaban- cayó de 57% a 30%. En 2012, habían culminado en condenas , siete años después de su inicio, los procesos a figuras de la cúpula histórica del PT que habían llevado los libros y hecho los pagos del mensalão , el mecanismo de pago mensual de estipendios -coimas- a diputados de partidos centristas locales a cambio de votos en la Cámara para las leyes del gobierno. La Justicia, no el delito, desprestigiaba al PT, tanto para sus bases como para la oposición.

Dilma consiguió la reelección para un segundo período en 2014 con promesas de renuncia a programas de austeridad que incumplió al asumir. El boom de commodities quedaba atrás, la crisis económica estaba por delante, la impopularidad alrededor, la mácula de las condenas judiciales por corrupción, todos los días en todos los medios. Según la oposición, en estas condiciones, el gobierno era ilegítimo, y debía pasar a sus manos.

Retrospectivamente, es cruel pero ilustrativo advertir el ensayo y error en el uso del lawfare. La primera vía elegida para despojar a Dilma de su investidura fue la judicial. Su rival en el balotaje, el gobernador de Minas Gerais Aécio Neves, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), inició un proceso ante el Tribunal Supremo Electoral (TSE) contra la fórmula Dilma Rousseff-Michel Temer pidiendo que declarara nulo su triunfo electoral, y se nombrara presidente al que había salido segundo (él), porque el PT había mentido en su rendición de cuentas de gastos de campaña y se había financiado con dinero de Odebrecht en el esquema corrupto que el juez Sérgio Moro llamaría Lava Jato.

Esta vía de lawfare presentaba un inconveniente grave. De triunfar, derribaría también al vicepresidente, Michel Temer, que no era del PT, sino del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que antes se aliaba, cuando ganaba, con el PSDB, y estaba dispuesto a volver a su antigua alianza.  El PSDB es un partido de notables, y dos de ellos, el ex presidente Fernando Henrique Cardoso y el rival de Dilma en las elecciones anteriores, plantearon que el esfuerzo partidario debía dirigirse a derribar a la presidenta con un impeachment. Con el avance del Lava Jato, los pedidos de impeachment que le llegaban al presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, del PMDB, era casi cuatro decenas en 206. El arte de la guerra del lawfare, en las manos de este radioevangelista multimillonario, alcanzó una perfección definitiva.

Entendió perfectamente que, para funcionar, el lawfare debe aniquilar, legalmente, a su objetivo, sin daños colaterales. Al lawfare rizomático, arborescente, proliferante, de grandes operaciones como Mani Pulite, Cuadernos, Lava Jato,  sus alas de gigante le impiden avanzar. Cunha eligió como artículo de impeachment un maquillaje de los números de la rendición de cuentas anual del Gobierno, responsabilidad del Ejecutivo, la Cámara de Diputados la acusó, el Senado la condenó, y fue sucedida por Temer. A pesar de su destitución express, el PSDB prosiguió con el otro proceso, para proscribirla políticamente a futuro.

¿Justicia o legalidad?

Donald Trump fue el único presidente de EEUU sometido a dos impeachments, pero también fue el único absuelto de los dos. Salió fortalecido, y su victoria en el segundo impeachment, que como el juicio contra Dilma ante el TSE buscaba proscribirlo de la política, entusiasmó a los republicanos que lo apoyan. Está en carrera para ser candidato presidencial en 2024.

La humillación de Dilma destituida fue notable. En las elecciones de 2018 ocupó el cuarto lugar en una lista de candidatos en una Legislatura total. La decisión dada a conocer el lunes por Edson Fachin, relator del Supremo Tribunal Federal (TSF), que declaró vacíos los procesos seguidos por el juez Moro contra Lula por incompetencia jurisdiccional, fortaleció al expresidente tanto o más que las absoluciones dobles de Trump en el Senado. No dice que sea inocente, pero dice algo mejor: ni siquiera sabemos si había que abrirle un juicio, no sabemos si había un delito que hubiera que investigar. La declaración de inocencia habría sonado sospechosa.

Que el lawfare sea un recurso al que cada vez se acude con una frecuencia y una confianza mayores,  saltéandose alternativas y abrazando el conflicto, hace crecer el poder del Congreso y de la Magistratura. Que al lawfare, que en estos límites es legal, quieren volver legítimo. El fallo de Fachin liberaba a Lula y salvaba a Moro de investigaciones. De esta manera, el lawfare sigue vivo.

Deplorar o denunciar que a quienes eligen para sus combates las armas del lawfare les importa poco la justicia y mucho la derrota del adversario, ofrece una imagen errónea de cómo funcionan todos los días la ley y los tribunales en todas las democracias. No debería desmoralizarnos  en exceso descubrir que quienes inician acciones civiles o comerciales preferirán sin excepción, al final del proceso, aquellas sentencias que les sean más provechosas o que dejen fuera de carrera a sus competidores.

Es poco edificante que las batallas del lawfare que triunfan puedan deber ese triunfo no a la ley sino a contar con los votos en el Senado o el favor de un Magistrado. A menos que se sepa que las opiniones de unos y otros fueron compradas, nada hay ilegal. El lawfare es más civilizado. En Paraguay, el vicepresidente Luis María Argaña murió asesinado en 1999. Cuando en 2012 el Congreso paraguayo, de mayoría colorada, y el vicepresidente liberal Federico Franco, decidieron había llegado el momento de terminar esa rareza que era Fernando Lugo presidente, un obispo católico que había ganado las elecciones con una fuerza nueva de centro izquierda, fue destituido con un impeachment express. Ni sicarios, ni sangre, ni delito.  

Bush padre invadió y bombardeó Panamá en 1989 para llevarse al presidente de facto, el militar Manuel Antonio Noriega, invocando la extraterritorialidad de la ley norteamericana cuando se trata de combatir al narcotráfico. El gobierno de Biden cree que el actual presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, tiene vínculos con el narco. Pero no invadirá. Va a hacer votar una ley, “Ley de Derechos Humanos y Anticorrupción en Honduras de 2021” y buscar que un tribunal lo destituya -si para eso es necesario un juicio, se hará-. Y lo que buscan quienes quieren el poder vía lawfare, antes que la justicia, es la legalidad. Que blinda sus resultados mucho más que las vías de hecho.