Y un día me encontré pensando que mi libro preferido de todo el psicoanálisis es El chiste y su relación con lo inconsciente, de Sigmund Freud. El libro combina perfectamente las consideraciones teóricas acerca del chiste, de lo cómico y del humor -que no son estrictamente lo mismo-, con muchísimos chistes en general y chistes judíos en particular. Quizás habría que decir que “chiste judío” es una especie de pleonasmo. De modo tal que en la lectura no faltan las carcajadas. En ese sentido, el libro es absolutamente placentero y así resulta también un libro performático: hace lo que dice; como el chiste, produce una ganancia de placer. Porque de lo que se ocupa Freud es de mostrar cómo el chiste -Witz en alemán-, que es un fenómeno social -que incluye la ironía, la ocurrencia, la agudeza, el ingenio, etc.-, produce la disolución de las inhibiciones, la caída de esa autoridad del otro que aplasta y oprime; de cómo implica una resistencia al poder -he ahí su dimensión política-; de cómo con el chiste se puede hacer tope a la crueldad, esa crueldad ineluctable que emerge y circula, sin pudor y sin temblor, por todos lados (empezando por la crueldad del Superyo). En definitiva: la risa es la cifra del placer que se obtiene por el “gasto de inhibición ahorrado”. A la vez, se trata de “la recuperada risa infantil perdida”. Esa risa infantil que fue reprimida por la cultura y la educación. La risa: ese cateterismo que destapa todos los canales obturados por el deber ser, la civilidad y las buenas costumbres.
Hay muchos discursos actuales que son peyorativos con la idea de que algo es “infantil” y se nos reclama todo el tiempo que seamos “adultos”, “maduros”, que sepamos lo que hacemos, quiénes somos y hacia dónde vamos. El imperativo a la productividad, una alienación cada vez mayor, muestra de manera palmaria el rechazo a eso infantil que, por su parte, no tiene nada de angelical ni de ingenuo. Como sugiere José Luis Juresa, “rechazar la infancia –como reservorio libidinal–- no hace sino producir sujetos sobreadaptados que deben «comportarse como adultos»”, sujetos para quienes las vías por las que pasa el placer están vedadas. El humor hace caer la fatalidad, diluye esos imperativos, logra hacer algo para salir de lo aplastante de la solemnidad, de la sacralidad. Muestra que, lejos de “tener las cosas claras”, se trata de saber hacer con la opacidad. Con el humor se trata de hacer frente la tragedia, pero no el sentido de reírse de todo para banalizarlo -eso sería más bien cinismo-, sino para hacer de ella algo menos tortuoso, más soportable. Mientras que el cinismo sería reírse de todo porque nada importa, en el humor se trataría más bien de reírse de algo porque importa. Acaso se trate de un modo de hacer de la tragedia otra cosa que destino.
Nunca me voy a olvidar del regalo que me hizo, siendo muy chiquito, mi hijo Jeremías. En medio de una tragedia familiar me obsequió El libro de los 1000 chistes. Pasaron más de veinte años y él no se acuerda del contexto en el que me lo regaló, quizás porque ese gesto ya fuera su modo de lidiar con la tragedia. “Reite”, parece que me estaba diciendo. Es sin dudas la risa del otro, antes que la propia, la que alivia y la que habilita.
Si el chiste es la posibilidad de eludir algo de la censura, de hacer algo con esa censura para que no recaiga del todo sobre nosotros, vedar el humor -hoy en día se habla muchísimo de qué chistes corresponde o no corresponde hacer, de qué sí nos podemos reír, de qué no- sería arrasar con esa potente alternativa. Como si la risa fuera voluntaria, como si la risa también se rigiera por principios morales. El humor ya es un tratamiento de la crueldad, suprimirlo, censurarlo, sería dejar la crueldad a cielo abierto.
Lo opuesto a la risa no es el llanto, decía Jacques Lacan, sino la identificación, es decir, la inhibición. Cuando uno se identifica, está serio como un Papa o como un papá. Por eso los niños, muchas veces, antes de llorar por algo que pasó -una caída, un golpe- miran a sus padres para ver si reír o llorar. Si encuentran cara de susto, lloran. El chiste disuelve eso familiar que agobia, y lo disuelve para suscitar movimiento: un paso, para que pase algo allí donde no pasa nada, en las antípodas de la fijeza de la inhibición.
Para mí no hay transmisión ni práctica del psicoanálisis sin risas -una de las cosas que más extraño en la pandemia es el estallido de risas de los estudiantes en el aula de la facultad-, justamente porque en la transmisión se delimita un afuera de lo familiar. Por eso, los analistas que más me enseñan son esos que no se sostienen en la solemnidad del saber -“nada me parece más cómico que lo serio del saber”, dice Henri Meschonnic-, sino aquellos que se ponen en juego, aquellos que juegan sin cuidar las formas, sin estar pendientes -en el sentido de estar colgados- de sus atributos de ser ni de sus cucardas de saber. Hay un libro que considero fundamental: Algo es posible. Clínica psicoanalítica de locuras y psicosis, de Élida Fernández, publicado en su cuarta edición por la editorial El megáfono. El libro comienza con una historia desopilante de un grupo de residentes de psicología en la guardia de un hospital psiquiátrico que no sólo no saben qué hacer con un loco que llega, sino que están aterrados. Y no saben qué hacer porque suponen que habría que saber qué hacer siempre, porque suponen que hay alguien que sí sabe qué hacer -incluso antes de escuchar al paciente-. La historia termina con un policía que no sólo calma al loco, sino que les indica a ellos el diagnóstico y los reta por no saber qué hacer. Claro, es policía. La historia arranca carcajadas al lector. Y en su enunciación, la autora da a entender que uno de esos residentes era ella misma. Son contados los analistas que se juegan en la transmisión, son contados los analistas que son generosos en la transmisión. Y por generosos me refiero a que no se ponen ellos mismos por delante, que no pretenden enseñar todo el tiempo, que no refriegan sus imposturas en la cara de nadie.
Parece que Freud mismo había considerado su libro sobre el chiste en un “lugar aparte” respecto de los demás escritos. Dijo: “me distrajo un poco de mi camino”, “fue una digresión”. Desde la Poética de Aristóteles sabemos que la comedia siempre habita en los márgenes, en la periferia; lo cómico escribe ese margen sin el cual no podría leerse ni escribirse nada. Hace falta ese margen, ese desvío, esa digresión, para poder seguir en el camino.