¿Cuántos silencios amenazantes nos ensordecen después del estruendo libertario? De eso se trata este texto, aunque antes deberíamos prestar otra vez el oído a la voz cantante que en parte los provocó. Porque es en el espacio saturado, allí donde los sentidos se erosionan, que surfea victorioso el rugido termidoriano (más que en la categoría histórica pienso en Terminator I). Convirtió todo otro discurso social en textura de acompañamiento de esta agonía. ¿No lo escucharon en su dimensión los habitantes de la Rosada y la presidencia del Senado? Javier Milei solista en nuestra república de Weimar. Vibrato de tenor wagneriano para imponerse a la gran masa orquestal del significante. El libertario es voraz: no necesita la pausa, como ha demostrado después del lunes negro de la devaluación. Todo lo contrario. Ha podido llegar a otros con el dislate amplificado, esa gramática de la inmediatez, epifanía de los incrédulos que viven de las redes sociales y empatizan con el verdugo mayor: bucle de bucle de bucle. Milei conoce el uso disciplinario del silencio y por eso, en sus horas dulces, llama a acatarlo. En una reciente entrevista en el ciclo televisivo A dos voces, no solo conminó a cerrar el pico a sus presentadores, sino que redujo al estudio de TN a la única ecuación aceptable, la del que debe hablar mientras los otros se abstienen. Había que ver cómo el dúo de rapsodas acataba con los labios trémulos. Indicio de lo que puede suceder.
Dice Juan González en El Loco, la semblanza de Milei, que los gritos “y el particular toque de su pelo largo, lo habían transformado en un personaje prácticamente irresistible” mucho antes de las PASO. Tan tatcheriano como un Mick Jagger en campera de cuero que, tras el pavor que expresó la cantante teen Lali Espósito por su posible ascenso a la presidencia, la descalificó invocando sus afinidades electivas: los Stones, a los que supo cantar en una banda de covers. Simpatía por el diablo, entonces. Habría que decir sin embargo que lo suyo son twist and shouts. Es decir: torsión, cabreo, giro inesperado, a todo volumen.
El grito de Milei y sus dogos, al que nos hemos referido la semana anterior, asusta además por otros motivos: convoca sonoridades atávicas. En el cierre de campaña se escuchó por los parlantes un shofar o una imitación sintética. La sordera política hizo que pasara completamente inadvertido. ¿De qué hablamos? De un instrumento de viento mencionado en textos sagrados tales como la Torá, que el candidato libertario estudia con un rabino conservador. José López Rega lo recuerda en su libro Astrología Esotérica, de comienzos de los sesenta, cuando glosa el Apocalipsis: “estaba en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta, que decía: Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último”. Señala Theodor Reik, un discípulo de Sigmund Freud, que el shofar suena “siempre que está en juego algo que va a renovar la alianza con Jehová”. El cuerno emite al soplar algo parecido al bramido de un toro en la matanza. No sólo corresponde al llamado de Dios. Para Reik es la voz del sustituto totémico del padre, recuerda inconscientemente a cada oyente esa vieja indignación y despierta su conciencia oculta y culpable. Se dice que la entrega de las tablas del Sinaí se consumó en medio del relámpago y los sonidos aterradores del shofar. En la antigua Palestina, puntualiza Reik, el shofar era utilizado para una llamada o alarma. De allí vienen esos temores y significados que retumbaron en el estadio Movistar Arena. Quien quiera oírlos que oiga.
Milei llama Moisés a su hermana Karina, la estudiosa en cursos acelerados de las esferas celestes y constelaciones, como parte de su conversión. Y de su mano vuelven a entreverarse en Argentina política y astrología. “El jefe”, le dice también, según González, a su brazo derecho. Apelativo que la masculiniza. Debería ser tomada muy en serio (lo que no sucedió a tiempo con el ministro de Bienestar Social y fundador de la Triple A en los setenta). Es curioso: Milei suena, es el shofar anarcocapitalista, pero Karina no: pura imagen muda que opera en las sombras. No sabemos cuál es la materialidad de su voz. Su aspecto silente es una incógnita de un orden completamente distinto al silencio de los vencidos en las PASO.
Dice el antropólogo francés David Le Breton que el único silencio que conoce la utopía de la comunicación es el de la avería, el del fallo de la máquina. La interrupción de la transmisión. Este silencio es más que una suspensión de la técnica. “Se convierte entonces en un vestigio arqueológico, algo así como un resto todavía no asimilado”. ¿No está ocurriendo lo mismo con la falla sísmica posterior al desastre electoral? ¿Será por eso que nos molesta tanto el silencio de los liderazgos de este Gobierno a la deriva?
Los rostros del silencio desfilan estas horas con todas sus máscaras. De un lado, necesitamos limpiar nuestros oídos, atiborrados de sofismas, palabras inocuas, carrasperas saturadas y cantos de guerra. Reducir, en definitiva, los decibeles de la hipercomunicación, recuperar un umbral de sosiego y el valor de la palabra. “Escuchar el pálpito de las cosas”, diría Le Breton. Claro que, a la vez, esperamos una señal política, un argumento, una incitación, algo más que un balbuceo contrito, delegado además a la portavoz presidencial, es decir, la nada misma. Se espera un mensaje que rompa la veda autoimpuesta y responda a la gravedad de los hechos. Se impone el mutismo de la perplejidad. Es cierto: el pensamiento exige calma, deliberación para sí. Pero, ¿hasta cuándo si se trata de tamaño desbarajuste, en parte autoprovocado?
Alain Corbin recupera en su extraordinario libro Historia del silencio una taxonomía que quizá nos ayude a comprender lo que está sucediendo. En el Grand Dictionnaire Universel Larousse du xix siècle se enumeran todas las acepciones de la práctica silente. Desde ya no es lo mismo “guardar” el silencio que “ordenarlo”, “cuidarlo” o “exigirlo”. Se establece, también la diferencia entre “observarlo”, “imponerlo” y la reacción a la orden: “romper el silencio” (que es lo que no ocurre). Cita además el caso del abate Dinouart, autor en 1771 de L´art de se taire. A través de sus páginas se codifican otros posibles silencios: el prudente, un acto de ponderado comedimiento, indispensable para el orden, pero también, atención, artificio, complacencia, un acto burlón, espiritual, estúpido, sin olvidar aquellos que son signo de aprobación, de menosprecio, de humor o capricho y, algo peor, de astucia política: los que no sueltan la lengua por razones tácticas. ¿Cuál es la acepción que aplica a los exlocuaces Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner? El silencio impuesto por la violencia suspende los significados, rompe el vínculo social. Eso han hecho las dictaduras. Ya no parecen necesitarlo. El silencio de la dupla astillada en estas horas espeluznantes también es violento, aunque de otro calado y por otras causas. ¿Silencio preventivo (no vaya a ser que uno la cague)? ¿Silencio vergonzante? ¿No saber qué explicar frente a la profecía auto cumplida? ¿Un reconocimiento de que los hechos superan la posibilidad de dar una respuesta? ¿Vacío táctico, abismo en el discurso?
Franz Kafka reescribe el mito de las sirenas. “Disponen de un arma todavía más fatídica que su canto: su silencio. Y aunque es difícil imaginar que alguien pueda romper el encanto de su voz, es seguro que el encanto de su silencio siempre pervivirá”. Las sirenas hacen que cantan. Un simulacro victorioso. Ulises cree que escucha y por eso es vencido en el relato kafkiano. La Argentina post PASO no admite sin embargo las pantomimas que se infieren. Nada se gana. Y hablando de reescrituras justicialista: ¿mejor qué decir es callar porque el que calla otorga? ¿El callar se ajusta con la perilla de la huida y se calla el ajuste?
No es gratis. Ya que todo se monetizará salvajemente: cuál es el precio político que se paga por el silencio en la emergencia. ¿Hasta cuándo es posible abandonar la escena y dejar inerme al auditorio de un drama? El psicoanalista Jorge Alemán conmina al agrietado campo intelectual a posicionarse en esta “hora de la verdad”. Estoy de acuerdo. Tengamos nuestro congreso de escritores antifascistas, como en 1937 en Madrid y Barcelona. Organicemos el pesimismo, dale. Levantemos también la consigna “no pasarán”. Pero, ¿qué le sugiere la boca cerrada de aquellos que deberían tomar primero la palabra? ¿No lo perturba el Máximo ejercicio de la mímica facial? ¿Y la circunspección materna? ¿Taciturnidad o impotencia? ¿Etapa superior del agobio? Insonoridad inquietante.
Dicho de otro modo: ¿cuál es la cantidad de silencio que soporta esta contingencia? Hindúes, budistas, taoístas, pitagóricos y, claro está, cristianos, católicos, han experimentado la necesidad y los beneficios del silencio. Esa necesidad desborda la esfera de lo sagrado y de lo religioso. Un ars meditandi que ha intentado una relación con Dios, una oración interna. Sostiene por su parte George Prochnik en In porsuit of silence. Listening for meaning in a war of noise que, en el zen, el dragón es un guardián del maestro iluminado y de la ley budista. Su presencia se asocia a la búsqueda de la iluminación silenciosa. También es un ser metamorfo, que puede adoptar forma humana e incluso aparearse con nuestra especie. Casi todos los templos y monasterios japoneses tienen dragones pintados en sus techos para proteger los edificios y los jardines adyacentes. Claro que semejante arquitectura no nos protege de las monstruosidades del presente.
Josh Swiller, el novelista autor de The Unheard: A Memoir of Deafness and Africa, se quedó sordo a los cuatro años. En la actualidad lleva implantes cocleares. Swiller fue monje budista durante cinco años. Considera la meditación como “el estudio del silencio” y encuentra paralelismos entre sus experiencias con el dharma y la sordera. El budismo enseña que es un error centrarse en la propia identidad como individuo, el YO. Mientras que una persona oyente podría juzgar la importancia de distintos acontecimientos basándose únicamente en el volumen de lo que percibe su sentido, el proverbial “eje chirriante” no llama la atención de los sordos. Por esta razón, cree Swiller que los que no pueden escuchar son más propensos a encontrar el equilibrio entre el desapego de lo particular y el apego al panorama de la existencia. No serían, claro, los argumentos que guían el retiro profano de la vicepresidenta. ¿El silencio la cura del espanto ante el paisaje de tierra atrasada?
La relación entre el binomio silencio/sanación tiene acá un antecedente problemático. Hace casi medio siglo, un militar y un fascista, el general José Embrioni, delegado del general Juan perón en la ciudad de Buenos Aires, en su tercera presidencia, y José Ivanisevich, autor de la letra de la “Marcha peronista” y la “Marcha del trabajo”, diseñaron en conjunto una política de reducción de los decibeles que se conoció como “el silencio es salud” y que, en los hechos, transformó al ruido en la anomalía subversiva en la medida que se agudizaba el conflicto político. Es decir: el silencio fue un llamado a la obediencia. ¿A qué mandato obedecen los que, después de tanta locuacidad y tantas filípicas, esquelas, trinos en Twitter, clases magistrales y furcios de Estado no quieren/pueden desde hace casi una semana soltar la lengua y dejan la sensación de una gobernanza acéfala?
Entre silencios y silencios sobresale Milei. Entendió que hablar no basta cuando el nuevo/viejo pobre carece de tiempo y espacio para escuchar, asimilar y responder. De ahí el alarido, el relampagueo en el cielo de la desesperanza, captado como un nuevo “rugido de corazón”, la alborada de un octubre al revés. Mientras tanto, la segunda y tercera línea del Gobierno advierten a los seis millones que abandonaron al Frente de Todos desde 2019: vienen por tus derechos, esos derechos consagrados a medias o con fecha de un vencimiento que fueron renuentes a renovar. ¿La alarma puede dejar rastro en los oídos de los hombres y mujeres que se conectan con el mundo a través de sus aplicaciones (y así contribuyen a cancelar sus vidas públicas), son aplastados por las zozobras cotidianas o pasan de largo del muzak de la jerga política? Si el mundo de los uberizados no les ha prestado atención, ¿cómo ganarla ahora en este instante de peligro? Música funcional en este retorno consentido a 1975.
AG