Pensé esta columna el fin de semana pasado. Buenos Aires estaba cubierta de un manto de humo, traído por el viento desde los humedales del Paraná. Como cada año, empresarios ganaderos e inmobiliarios incendiaban enormes superficies de tierra, parte de la rutina con la que hacen su dinero. El olor a quemado me resultaba molesto, pero no la pasé mal como un allegado que es asmático. Peor la pasó la gente que vive más cerca de los incendios. De San Pedro llegaban imágenes apocalípticas.
Cuando estudié Economía, mientras cursaba la carrera de historia, aprendí una verdad que entonces parecía incuestionable. El capitalismo puede tener muchos problemas, pero la eficiencia del mercado para la asignación de recursos es imbatible. Millones de agentes económicos toman decisiones de compra, venta y producción en todo momento, guiados por el conocimiento local que cada uno tiene. Esas decisiones agregadas inciden en los precios, que les dan a su vez señales para tomar las siguientes. Si un recurso es caro, migrarán a otro más barato. Si algo es escaso y es demandado, aumentará su precio, lo que estimulará a alguien para que venga a ofrecerlo. Vista desde arriba, esa dinámica tiene la belleza de lo simple: asegura a bajo costo el uso más racional de cada bien o servicio. La planificación deliberada de los flujos económicos podría defenderse por la necesidad de alcanzar objetivos políticos, pero no había dudas de que significaba más derroche y volvía todo más lento. Ningún burócrata en una oficina podría saber exactamente cuánta leche necesita un almacén de Calamuchita, qué colores de camisa prefieren en Esquel o qué talles de zapatilla hay que fabricar para que todos tengan las suyas en la zona sur de La Matanza. Puesto a definir todo eso desde arriba, seguramente sobrarían o faltarían recursos por todas partes. Nada supera al mercado en eficiencia.
Claro que la aparente belleza de ese sistema se disipa apenas uno advierte lo que la explicación deja afuera: el tiempo. El mercado no tiene noción de temporalidades; no conoce pasado ni futuro, solo el presente. Utiliza los recursos como si no hubiese un mañana. Si es negocio producir o vender algo, lo hará al precio más competitivo posible. Si se acaba, migrará a otra industria a ofrecer otra cosa y punto. ¿Se acabará el petróleo? Claro. Pronto. Pero eso no es excusa para no extraerlo y venderlo todo lo más rápido que podamos. Hay que crecer. Consumir mucho. Siempre. Al paso más acelerado posible.
Cuando al tiempo agregamos la variable del medioambiente la cosa se pone más complicada. El aire es gratis: el sistema de precios no indica a los agentes económicos cuán conveniente o inconveniente es usarlo. Lo usarán todo lo que puedan si eso maximiza ganancias. ¿Quemar humedales para meter más vacas? Perfectamente lógico desde la óptica del mercado. Pero incluso si el aire tuviese un precio, también lo usarían sin considerar el paso al cual se acabaría. Sería un costo más al lado del alambre de púa y el forraje. No importa cuán caro sea, si el kilo de carne puesto en el mercado lo amerita, lo pagarán.
En estos días tuvimos otras noticias, además de la de los incendios y el aire irrespirable. Luego de años de luchas de los vecinos, las autoridades de San Carlos, en la provincia de Salta, debieron aceptar oficialmente que el agua que beben no es potable. El municipio se suma así a la triste lista de ciudades que han visto sus aguas contaminarse hasta volverse inaptas para el consumo. Más de 4 millones de argentinos y argentinas ya viven en lugares en los que tomar agua es un riesgo para la salud. Casi 10% de la población y en aumento. Otra noticia reciente: por el colapso de un dique minero ultratóxico las autoridades de Salta recomendaron a la población no bañarse, ni pescar, ni beber agua del río Pilcomayo, uno de los principales cursos de agua del país. Y para completar, otra novedad, esta vez de alcance mundial: ya no queda ningún sitio en todo el planeta en el que el agua de lluvia sea potable. Ni siquiera en la Antártida.
El problema no es nuevo: la calidad de las aguas se viene deteriorando desde hace 200 años. Hasta hace poco, el cambio no era apreciable en la duración de la propia vida. Pero es cada vez más veloz. Mis padres podían bañarse en el Río de la Plata. Mi generación ya no llegó a ver los balnearios allí: poco después de mi nacimiento, en 1971, los clausuraron. Ahora todo se acelera: solo en un mes el Pilcomayo y la mismísima lluvia de la Antártida.
Con el aire pasa algo parecido. Hace unos días hubo una manifestación inédita en Rosario. ¿Su demanda? El derecho a respirar. Nada menos. Si hubieran puesto la escena en una película de ciencia ficción hace apenas dos años nos habría parecido inverosímil. Esta vez el desastre impulsó algunas mínimas reacciones del sistema político: no mucho más que algún tuit de indignación y el anuncio de que se evalúan acciones legales. Todo indica que, pasado el humo, la cosa volverá a quedar en el olvido. Y no es cuestión de indolencia argentina: la OMS informó este año que el 99% de la población mundial respira aire contaminado y que la polución es causante directa de un estimado de 7 millones de muertes anuales. Cada año, más que el total de muertos por COVID desde que comenzó la pandemia. Y eso sin contar las que trae el calentamiento global y otros deterioros medioambientales.
Lo que en nuestro día a día pasa trágicamente inadvertido o, en el mejor de los casos, genera algún espasmo pasajero, en términos del tiempo histórico es nada. La humanidad vivió durante algo así como 200.000 años asignando sus recursos de una manera no digamos perfecta, pero al menos asegurándose la continuidad del aire para respirar y del agua para beber. En solo 200 años el capitalismo ha puesto en riesgo lo uno y lo otro. Eficiente si viviésemos en un presente eterno, se vuelve todo lo contrario apenas introducimos el paso del tiempo como variable. Mirando en perspectiva de largo plazo, acaso sea el más ineficiente y derrochón de los sistemas en los que los humanos hemos vivido hasta ahora.
EA