El mundo de los sueños es el único mundo mágico que conozco. Si fuera un novelista como lo es César Aira, o cualquier otro que se inspira en el surrealismo, el material de mis escritos serían los sueños. Es un universo mágico, es decir el del disparate, un absurdo, un sin sentido. El mundo de Lewis Caroll, el del país de las maravillas, o el de Raymond Roussel.
Freud encaró ese mundo para encontrarle un sentido. Su intento dio lugar a teorías, a reducciones “vigilantes”, a relaciones de la vigilia. Por más que se diga inconsciente, o deseo, finalmente se trata de relaciones. Madre hijo, padre, hordas, incesto, parricidio. Deleuze se dio cuenta que ese mundo que apareció en el sueño como primer material del psicoanálisis era reducido a la vigilia, a lo que llamaba familia. Y en su Antiedipo intentó cambiar el código de lectura, sacarlo de la vigilia y enviarlo a otro tipo de mundo fantástico que llamó esquizoanálisis. Intentó mantener la extrañeza de ese mundo fantástico que atisbó Freud, no intentar comprenderlo de un modo normal, vincular. El universo de máquinas, de flujos, pretende alterar el sentido común en el que se había convertido la supuesta revolución freudiana.
No sé por qué Deleuze llamó a su intento capitalismo y esquizofrenia, quizá para amoldarse al ambiente del mayo francés, a la nueva juventud. Es lo menos interesante, ese propósito global de interpretar con el mismo modelo el paseo del esquizo, la tierra primitiva, la axiomática capitalista.
Vale lo del nomadismo, el paseo, la intemperie, el territorio, la desterritorialización, el rizoma, el mundo animal. Deleuze con Kafka vuelve a la extrañeza, en el checo hay sueño, pesadilla, cucarachas, chinos, monos. Lo no digerible, lo indigesto.
Deleuze embistió contra Lacan porque veía una astucia que pretendiendo salir del esquema familiarista freudiano lo sustituye con un artilugio que Deleuze con su compañero Guattari llaman “significante”. De las personas o figuras, rubricado como “imaginario”, a la letra, a la composición de la lengua, a su estructura.
Lo mismo que hizo Foucault con su lectura del Roussel, explicar el absurdo del poeta por un azar lingüístico, restituirle su contenido artificial a lo indomable, hacerlo controlable. Porque por más que ese universo de pura letra o puro significante, pretenda despersonalizarnos, mostrar que hay Otro que habla a través nuestro, lo que finalmente logra es que nos creamos dueños de la frase. Porque la letra se escribe, es escritura, como decía Derrida, es materialidad, y la materia, el artificio, es construcción, es apoderable, es nuestro.
El sueño se va, nos sorprende, se nos va. Es un mundo irreductible, y quizá el talento de un Aira es el de restituir en algunos de sus libros esa rareza, ese no saber de qué se trata porque lo que aparece no es una historia, no es un relato, no es una unidad de lugar y tiempo. Es una fuga, bien lo dijo Deleuze cuando usaba a destajo una de sus mejores palabras: fuga, línea de fuga.
El sentido que se escapa, ese sin sentido que ya en su “Lógica del sentido” Deleuze intentaba pescar, o cazar, atrapar, en una serie de capítulos que merodeaban entre Lewis Caroll - ¿acaso era un abuso fotografiar niñas y mostrarlas seductoras, incitantes, hermosas? - hasta Antonin Artaud y Lucrecio.
Deleuze lo llamaba el mundo del simulacro, otro modo de capturar el sueño, el arte como simulación, como no verdad, como engaño y falsificación. Pero de un modo tal en que lo falso se escabulle, no tiene un original que lo demistifique, no hay autenticidad, no es una copia mal hecha. Se trata de otro mundo, como el sueño, no se explica por una fuente ni por un sujeto que lo genere, se nos escapa.
Cuando Deleuze lee a Platón, lo muestra como quien no soporta a los poetas, por eso los quiere fuera de su ciudad, los poetas no mienten sino que inventan, crean mitos. A los mentirosos se los puede enfrentar en nombre de la verdad, por eso los sofistas son enemigos y hay que combatirlos. Ningún sofista crea mundos, es explícito en su proyecto, reconoce el mundo real, es realismo puro, sabe de lo cotidiano. Los sofistas tienen éxito entre los burgueses de Atenas, entre los comerciantes, los políticos, el mundo del poder.
Los poetas, los artistas, no pertenecen a ese mundo, no tienen que ver ni con el poder ni con la verdad, no son sabios, es decir, aquellos que saben y pueden. Todo el problema de Platón, y bien lo vio Foucault, es que en su mundo el problema es que el que sabe no puede y el que puede no sabe. El proyecto de la República es la creación de la ciudad de los sabios en la que la política se fundamente finalmente en la ciencia, la praxis en el logos.
(Entre paréntesis: muchos se horrorizan porque en estos tiempos de pandemia la ciencia parece mandar, se apropia del mundo real y de nuestros deseos de curación, el sueño de Platón)
El poeta sueña, y si en algún momento el mundo de los sueños puede llegar a tener un sitio en la ciudad de Platón, es porque no todo se puede decir. Hay cosas que se ven pero no pueden decirse, están más allá de lo comunicable, no se dejan asir por la palabra. Es lo que sucedió con el elegido que sale de la Caverna y ve la luz, eso que llama el Bien, el Todo lumínico, el Logos palpitante.
El Elegido nada puede decir porque nada distingue, y la lengua, sabemos, se compone de diferencias, y la pura luz las borra.
Platón usa al mito, aunque fuere pocas veces, nos entrega una visión onírica, un mito, un sueño, porque no puede decir lo que sabe, y el sueño al ser lo indescifrable mostrado, otra pura presencia como una luz, le permite continuar con una escritura que sabe que es inútil.
Pero hay un problema. La escritura se impone, la literatura manda, ordena. No es lo mismo soñar que escribir. Del sueño nos olvidamos, la escritura fija, retiene. Cuando escribimos estamos conscientes, cuando soñamos estamos dormidos. Desde la vigilia no se puede atrapar el sueño. Al despertarnos se nos va.
Freud quiso atraparlo, Artemidoro también, lo mismo Descartes. El filósofo comenzó su batalla contra la duda encarando al sueño, porque quien se propone el camino de la verdad, el de la certeza, debe rendirle cuentas a la vigilia.
El sueño, para Descartes, es una secreción del Genio Maligno, el satanás que confunde y nos confunde. El universo mágico no es una creación divina como lo cuentan las religiones, esas prolongaciones oníricas, sino diabólica. ¿Qué podemos hacer para comprender al sueño? ¿Contarlo? ¿Invitarlo como Borges? ¿Asociar libremente para disipar la vigilia? Bien sabemos que contar un sueño duerme a quien nos escucha, pero no porque el prójimo quiera soñar sino por aburrimiento. Nos aburre que nos cuenten una película. El cine, con la religión, son los artificios que más se parecen al sueño. Para disfrutarlos hay que ir al cine o tener fe.
Es probable que cualquier intento de hacer del sueño una propiedad que se venda, alquile, preste, termine por aburrir, o asustar. Es el logro de la religión. Toda religión encierra una pesadilla, lo que es un mal sueño. Al revés de los cuentos de hadas, esos que se cuentan para hacer dormir.
TA