Tres veces candidata presidencial, tres veces segunda, tres veces la primera de las últimas, tres veces derrotada en el recuento final de los votos de la elección definitiva, Keiko Fujimori enfrenta unas semanas que prometen ser definitivas para ella y para el Perú. En este futuro parece haber al menos un acontecimiento fatal (aunque de fecha insegura): que los Jurados Nacionales Electorales no revertirán la victoria que la Oficina Nacional de Procesos Electorales acordaron a Pedro Castillo. No parecen destinadas a prosperar las denuncias de fraude de Fuerza Perú que reclaman la anulación de votos y actas que invalidarían las cuatro decenas de miles de votos que la separan de Perú Libre.
El reclamo, sin embargo, surtió un efecto: el retraso en la proclamación del triunfo, y la suspensión del derecho de Castillo de considerarse presidente electo y de ser tratado como tal dentro y fuera del país. Este limbo legal permite considerar a todas las partes qué vendrá después. El primer objetivo de Fujimori derrotada será evitar ser la presa de la Justicia que la persigue por sus vinculaciones en el caso Odebrecht. Fuerza Perú está mostrando sus músculos, mostrando todo lo que es y que Perú Libre no es: un movimiento extendido, articulado, juvenil, urbano y periurbano, y con presencia en el Congreso.
Casi desde su nacimiento en 1924 se dijo en Perú de la Alianza Popular Revolucionaria Americana: “APRA nunca muere”. En abril de 2019, Alan García, escribió en Lima: “Dejo mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios”. Se mató de un tiro en la sien. Posiblemente con un arma rusa, que antes era del Ejército Peruano (gran comprador desde tiempos del general populista Juan Velasco Alvarado de armas soviéticas) y que el dos veces presidente aprista tenía en su poder con la debida licencia actualizada y vigente. Perseguido judicialmente por el caso Odebrecht, o por una de las facetas de la mega causa de corrupción que por la que la Fiscalía ya pidió 30 años de cárcel para la hija del ex presidente hoy presidiario Alberto Fujimori. Suicidado García, la inmortalidad movimentista se predicará del fujimorismo.
Los leones del metro de Santiago
En el país que ocupó Lima y mudó sus estatuas a su capital tras la Guerra del Pacífico -librada, en esa orgullosa nación, con el presupuesto ordinario del Estado- Salvador Allende no tuvo tiempo para dejar frases por escrito en septiembre de 1973. Pero ese mismo 11 de septiembre el presidente socialista y masón las improvisó, en un gran discurso, con lenguaje e imágenes y metáforas del repertorio de la fraternidad, que Chile oyó por Radio Magallanes: “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”. La aviación golpista bombardeaba e incendiaba el palacio presidencial santiaguino de La Moneda con cazas Hawker Hunter de la RAF; el presidente popular socialista de Chile se suicidó con un arma automática cubana: fábula con moraleja para Buenos Aires o La Plata.
Las elecciones regionales chilenas del pasado fin de semana no resucitaron al Partido Socialista (PS). Si él al asumir tras su victoria de septiembre de 1970 aceptó en el Congreso un Estatuto de Garantías Democráticas que le exigía la Democracia Cristiana (DC), es ahora el presidenciable del Partido Comunista (DJ) Daniel Jadue quien ha anunciado su intención de reclamarle la misma adhesión a la DC en un escenario donde la jerarquía del PS ha perdido protagonismo e iniciativas. El paréntesis del pinochetismo parece que ha de clausurarse por entero; en cuánto el ‘hombre nuevo’ que saldrá de la prístina Constitución de la que se dotará Chile en la primera Convención constituyente con paridad de género de la historia se parecerá al de Allende no puede saberse con exactitud, ni tampoco si esta comparación retiene algún sentido.
La Cepa Brasil y la salud de Bolsonaro
Desde que intentaron asesinarlo en campaña, la muerte física o política del presidente brasileño Jair Bolsonaro ha sido una posibilidad mencionada o deseada casi sin discontinuidades. También la metáfora de que tal o cual yerro –como la gestión de la pandemia- signaba su suicidio político. El presidente populista Getúlio Vargas escribió en agosto de 1954 en Río de Janeiro: “Mis enemigos me calumnian porque siempre defendí a los pobres y a los humildes. Me convertí en un peligro para los poderosos y las castas privilegiadas. Que la sangre de un inocente sirva para aplacar la ira de los fariseos. Salgo de la vida para entrar en la Historia”. Vargas, una suerte de Juan Domingo Perón brasileño (la comparación es tan gráfica como apresurada y más rica en calor que en luz), se suicidó por intolerancia a la frustración: había perdido el apoyo popular, iba a perder las elecciones y la prensa había descubierto hechos de corrupción y operaciones de represión. El 5 de agosto habían intentado asesinar a la noche, en la puerta de su casa (o hacerle entender que estaban dispuesto a asesinarlo), al periodista Carlos Lacerda y poner fin a las investigaciones que publicaban en el diario Tribuna de Imprensa. Lacerda sobrevivió a las balas. El 24, Vargas se mató: un disparo al corazón, una bala de un revólver Colt -su gobierno era aliado estrecho de EEUU. Como si quisiera dejar escrito en su cadáver, en vez de en su remera, un mensaje del estilo de ‘CLARÍN MIENTE’.
De estos tres suicidios presidenciales, el único que logró su objetivo, dañar a sus enemigos políticos, fue el 'peronista' Vargas: gracias a su suicidio y su carta patética, el pueblo creyó que el periodista Lacerda y su diario mentían, que eran unos asesinos 'mediáticos', la muchedumbre lo buscó para matarlo y al periódico para incendiarlo, Lacerda tuvo que exiliarse, el partido de Vargas, que perdía las encuestas, ganó las elecciones. Al año siguiente, en 1955, en la Argentina caía Juan Domingo Perón y en Brasil nacía Bolsonaro. Tan poco proclive al suicidio como Keiko Fujimori. De su último suicidio vaticinado, la celebración de la Copa América en suelo brasileño después de que Colombia y Argentina declinaran por motivos políticos y sanitarios, todavía no ha muerto, y ofrece el espectáculo de una salud arrogante el país del medio millón de muertes por coronavirus.
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