Cuando empecé a traducir pensaba que la tarea era armonizar dos necesidades: la de lo que el autor o la autora había querido decir y la de lo que el lector o la lectora podía llegar a leer. El verbo sería recuperar: recuperar para quien lee el sentido de quien había escrito, de manera tal que le llegara en una forma fiel pero suficientemente ágil y bella en el idioma destino. No tengo oficio de traductora: lo hago despacio, consultando mucho, sin optimizar las horas que paso haciéndolo, lo hago casi como escribiendo para mí. Pero después de unos cuantos libros, aun si no adquirí técnicas, sí puedo decir que aprendí cosas. Sobre todo, aprendí que no hay tal recuperación, o al menos no tan a menudo como una querría. Como pasa casi siempre que una se pone a hacer un trabajo, ahora soy mucho menos rápida que antes para juzgar una “mala” traducción: me divierten un poco los lectores que, sin siquiera leer el original, afirman algo así con tanta rapidez. No digo que no se publiquen traducciones objetivamente malas, que contengan errores lisos y llanos; pero cada vez más pienso que traducir se trata de elegir. Estoy traduciendo un libro de Sara Ahmed, el segundo que hago de ella: diría que ya le conozco las mañas (la debilidad por los juegos de palabras, el pasaje sin aviso de una persona gramatical a otra, los párrafos casi rapeados de oraciones cortas cuyo ritmo hay que tratar de no romper, las repeticiones que en español quedan mucho más pesadas que en inglés), pero sería más preciso decir que ya conozco mis mañas con ella. Ya sé lo que a mí me importa de Sara Ahmed; sé lo que yo quiero contar de sus ideas y de su voz. Sé que prefiero perder un juego de palabras antes que perder un concepto, e incluso antes que entorpecer el fluir de sus ideas con un nota al pie de la que en realidad se podría prescindir; sé que, pensando en quienes son (como yo fui) estudiantes de filosofía, prefiero traducir un concepto de manera tal que cuando vayas a nombrarlo fuera de contexto para comparar con otro se entienda lo que estás diciendo, y no de forma tal que quede perfectamente literal y armónico en ese contexto pero que después suene flaco cuando lo nombrás solito. Puedo justificar todas estas decisiones, pero no las considero objetivamente irrebatibles: hay buenos argumentos para tomar exactamente las decisiones contrarias, y podría formularlos yo misma. Finalmente, la decisión es afectiva, de la intuición y del corazón.
La situación es la siguiente: yo quería escribir esta columna sobre traducción, y en la mitad de la semana falleció Tamara Kamenszain, una poeta que admiraba mucho y quería mucho. No quise convertirla en un obituario: no sé si a Tamara le habría gustado, no tengo idea. Hablo de ella con su primer nombre a propósito, para que se confunda con el mío. Decía que no sé si le habría gustado o no un obituario clásico, pero hay algo que sí sé sobre ella, porque lo decía siempre: que las cosas que perduran en el tiempo no son necesariamente las cosas lindas, sino las que inspiran, las que nos llevan a producir, las que te dejan trabajando. En estos días, tratando de trabajar en mi traducción, pensé que su obra y su amistad fueron eso para mí: inspiración y potencia de trabajo. De otras tareas me costó ocuparme; pero esa traducción me llevó hacia adelante porque todas las decisiones que había que tomar me recordaban a ella, en todas me aparecía. Pensé en ella eligiendo palabras que sonaran bien, además de significar lo que tenían que significar, pero todo la recordé a la hora de evitar notas y explicaciones innecesarias; en cómo su obra crítica, tan importante como su obra poética, evitaba a toda costa subestimar al lector. También alguna vez hablamos de eso y le conté de algo que le había escuchado a decir a la escritora y traductora Jennifer Croft: la traducción no debería aclarar todo lo que está oscuro en el original. No es una cuestión de enroscar o hacer difícil lo que se dice, sino de no aplanar: conservar la oscuridad de lo que se está exhibiendo, como si se tratara de algo sagrado. Me parece que le había gustado esa idea, de no apostar al academicismo o al ocultamiento pero tampoco a un horizonte de transparencia. Se me mezclan cosas que nos dijimos, cosas que nos escribimos y cosas que no llegué a decirle porque el último año casi no la vi, cosas que ella me llegó a adelantar con un “ya vamos a hablar de esto” y que no pudimos conversar, me las perdí, y eran importantes, pero hay otras cosas importantes. Las cosas que más me transformaron de ella están tan arraigadas en mi manera de escribir y de pensar que ni siquiera las puedo ver, son una respiración inconsciente que llevo conmigo, que puede seguir trabajando, espero, incluso sin su presencia material.