Leo la columna que publicó este sábado Fabián Casas, uno de mis escritores preferidos no de este diario sino del mundo y de la vida. Lo leo porque me gusta y también a ver si le robo algo; no un tema, más bien un tono o un espíritu. Me debato entre escribir sobre mis obsesiones personales y escribir sobre lo que pasa, como si existiera algo así como eso, “lo que pasa”, un presente compartido que es cada vez más una ilusión. Las tapas de los diarios ya no son lo que eran: muy rara vez pasa algo (literalmente: tiene que venir una pandemia) que amerite estar en todas a la vez, algo que de verdad sea lo que pasa para todos. Casi siempre me ganan las obsesiones personales. Tienen al menos una virtud innegable: son cosas que le interesan mucho a alguien, aunque sea solo a mí. El tema del día, en cambio, en el fondo no le interesa mucho a nadie; solo le importa un poquito a muchísima gente. Y así y todo no puedo evitar, a veces, mirar para afuera, llenarme de restos diurnos, llenarme los ojos, la mente y el corazón de acontecimientos intrascendentes, declaraciones olvidables; ni olvidables: olvidadas, palabras e imágenes que nacen olvidadas, como si vinieran pintadas con un impermeabilizante que impide que se adhieran a la memoria de nadie por más de 24 horas. Tengo un vicio poco elegante por el presente. No hay nada más elegante que hablar de otra cosa.
Y entonces pensé que tenía que volver a uno de los ensayos más famosos de Mark Fisher, “Salir del Castillo de Vampiros” (disponible en K-Punk - Volumen 3, editado por Caja Negra). Publicado en inglés en el año 2013, reaparece desde entonces cada tanto en las discusiones sobre la cultura de la cancelación, las diferencias entre la vieja izquierda y la nueva izquierda, la calidad del debate público y otros temas que se supone que este texto toca e incluso predijo; es una especie de texto sagrado, como escrito en un pasado profético, que de alguna manera siempre habla del tema del día. Muchas veces lo he leído buscando algún argumento sobre las diferencias al interior del progresismo, o una defensa de la categoría de la clase que no la convierta en la única categoría de opresión, aunque sí en la más ninguneada por los discursos del progresismo cool norteamericano; pero en esta última relectura, en la que no buscaba nada más que una clave (como hacen algunos con la Torá, los que no van a buscar respuestas a preguntas que ya tienen sino respuestas a preguntas que todavía no saben cómo formular), el concepto que me quedó dando vueltas por la cabeza fue el de los modos burgueses de la subjetividad. Cuando hoy se habla de los problemas de la esfera pública muchas veces parece que la cuestión está en el contenido, pero Fisher da en la tecla cuando pone el acento en las formas: el problema no está en las ideas feministas o antirracistas, sino en el modo en que una estructura subjetiva convierte esas ideas en cosas que se llevan en la piel, que no pueden tocarse ni manipularse ni usarse para jugar a nada porque duelen, porque se quiebran. Por eso creo que en realidad Fisher no denuncia algo que suceda solamente al interior de la izquierda o de la nueva izquierda, ni siquiera solamente al interior de la juventud; eso que él encuentra ahí es una marca de época que se lee también en el centro y en las derechas. Es el tono que marca las discusiones políticas que se dan hoy en internet, más allá de los colores e incluso de los países; la guerra de la indignación, el juego de la oca de los ofendidos.
Alguna vez escuché, sobre todo desde perspectivas antipopulistas, que el problema de la política y de las discusiones políticas es cuando se ponen emocionales; yo no creo que eso sea cierto. Las emociones en política son motor y son parámetro, brújula y talismán; pero la indignación no es una emoción. ¿Qué se siente indignarse? ¿Qué herida produce? ¿Ante quién, como diría Spinetta? Una candidata habla de garchar; ¿a quién daña? A menos que una crea en cosas como la integridad de la moral pública y las buenas costumbres, a nadie. Al debate público no lo daña ese contenido, ni ningún otro contenido, ni siquiera las declaraciones de otra candidata estigmatizando a los consumidores de marihuana que tienen la desgracia de no vivir en Palermo; el daño se produce cuando alguien contesta y alguien vuelve a contestar y todos los medios reproducen al infinito la palabra imprecisa y la sonrisa imperfecta, cuando los bloopers se vuelven el capítulo entero; el daño se produce, al final, cuando todo se toma tan en serio. La paradoja, por supuesto, es que nadie se toma nada en serio; a nadie le importa, a nadie le ofende. Es una especie de teatro eterno de la indignación, un pasarse la pelota para tapar el vacío, la incertidumbre, la sensación de que hablar de lo que de verdad falta o de lo que de verdad hay que hacer sería demasiado inabarcable, demasiado angustiante, demasiado difícil. La sensación, también, de que si nos ponemos a hablar en serio tenemos muchas chances de equivocarnos, en una conversación pública en la que equivocarse sale cada vez más caro. Esa susceptibilidad extrema en la que todo se convierte en un escándalo (ya no hace falta un affaire, un delito ni nada; alcanza con un tweet, un adjetivo mal elegido, un gesto mal puesto que se reproduce al infinito), eso que hace que hablar públicamente ya se trate más de una carrera de obstáculos que de la posibilidad de una discusión, es una trampa contradictoria: si todo es importante, nada es importante. El público se retira de esa discusión: se vuelve una matrioshka de dichos, imágenes y notas levantadas al infinito y la gente, sencillamente, deja de prestar atención. Como si no estuviéramos, después de estos casi dos años, suficientemente cansados.
En “Salir del Castillo de Vampiros” Fisher, un defensor de la conversación cibernética, se pregunta por los límites de nuestras interacciones en internet; más bien, incluso, afirma lo inevitable de esos límites. Tiene razón, pero hay una verdad triste; los partidos de izquierda pueden reunirse en asambleas presenciales, las ciudadanías en pleno no. La salida que hay que encontrarle a la trampa de un mundo discursivo lleno de contenido pero completamente vacío de sentido, a esta corte de blancas palomitas indignadas a las que en el fondo todo les da igual, no puede ser “no hay wifi, hablen entre ustedes”. Pienso en el solipsismo como salida individual, dejar de prestar atención al ruido y leer poesía como respuesta a todo. ¿Para qué servía el debate público cuando parecía que servía para algo? Me aferro al recuerdo del debate del aborto como la Winslet al tablón del Titanic, pero es un recuerdo que se aleja, que se pierde entre citas rodeadas de signos de exclamación y memes mal hechos.
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