Las hojas caídas son juguetes del viento, dice en su poema el escritor romántico español José de Espronceda. En Argentina y, para sorpresa de muchos, también en el Reino Unido y en otros países, las ganancias inesperadas “traídas por el viento” generan debates intensos. ¿En qué bolsillos deberían quedar aquellos pesos que no serían fruto del “mérito”, el esfuerzo, la creatividad o la visión comercial?
Más allá de consideraciones económicas o jurídicas, el argumento moral y político para crear estos impuestos es que el beneficiado no hizo nada en particular para obtener esa acreencia extraordinaria, y entonces debe compartirla con la sociedad, pagando más impuestos.
Veamos el ejemplo moderno que sirvió de base a medidas similares en varios países y que, quizás, fue la inspiración de nuestro ministro de economía para su proyecto vinculado a la “renta inesperada” derivada de la ocupación rusa a Ucrania en el mercado de alimentos y de energía. Spoiler alert: no miró para el lado de Cuba, Venezuela o Corea del Norte.
Thatcher, privatizaciones y un error de cálculo
¿Cuál fue uno de los problemas más graves que trajo la ola privatizadora de los años ´90? Existe un consenso sobre que la venta de las empresas estatales en el Reino Unido, el este europeo y Latinoamérica fueron hechas a precios muy bajos. Es que en aquel entonces no existía un “mercado” que permitiera establecer su real valor. Las entidades públicas estaban abrumadas por las críticas por la pobre calidad de sus prestaciones, la indignante dificultad para abastecer la demanda, y la imposibilidad de incorporar capital por el peso enorme que sus estructuras tenían sobre los presupuestos públicos. En todos lados había que esperar años para conseguir un teléfono y los cortes de luz estaban a la orden del día.
Quizás más por pragmatismo que por un convencimiento ideológico inicial profundo, Margaret Thatcher inició una ola privatizadora que se extendió al mundo entero. Y digo lo de pragmatismo pues en la plataforma electoral que la llevó al poder en 1979 no había una sola palabra, ni siquiera una alusión, ni sugerencia sobre la privatización de las empresas públicas. Pero los enormes problemas presupuestarios, las exigencias del FMI (sí, escuchó bien) para que disminuyera el déficit fiscal, y un ambiente social envenenado contra el sindicalismo estatal le permitieron encarar un monumental programa de transferencia de activos estatales.
En relación a los servicios públicos, los precios que los compradores pagaron por las empresas a principios de los ´80 se consideraron satisfactorios y razonables. Pero con el correr de los años se revelaron como extremadamente bajos: el gran espacio para mejoras que había en las empresas públicas privatizadas y el fenomenal e imprevisible avance tecnológico permitieron bajar los costos dramáticamente, aumentando así de manera exponencial las ganancias. Los organismos reguladores de telecomunicaciones, gas y electricidad corrían de atrás tratando de recortar las tarifas pero, mientras tanto, las ganancias de los nuevos prestadores se multiplicaban.
Blair y el “New Labour”
Para las elecciones de 1997 los laboristas comenzaron a tramar una estrategia fiscal para gravar a las empresas de servicios públicos por obtener ganancias que estimaron “excesivas” y “traídas por el viento” (windfall).
El clima político no podía ser más alentador. Los salarios y bonus que percibían sus ejecutivos (conocidos como los fat cats, los gatos gordos); los aumentos en las tarifas en sectores antes fuertemente subvencionados como el agua y la electricidad; y la constante suba en el precio de las acciones reclamaban sangre al calor de la campaña electoral que pretendía desalojar a conservadores de John Major del poder. Por otro lado, las monumentales ganancias hechas por millones de ciudadanos que, al amparo de las políticas del “capitalismo popular” de Thatcher, compraron acciones a precios muy bajos y las vendieron con pingües beneficios ya habían sido olvidadas por todos.
Luego de su amplísima victoria, Tony Blair y su Ministro de Economía Gordon Brown pusieron manos a la obra de inmediato.
Impuesto retroactivo
Ya en su primer presupuesto pusieron en blanco sobre negro lo que hasta entonces sólo era una vaga promesa de campaña: se cobraría un impuesto (por única vez) a todas las empresas de servicios públicos privatizadas. Se gravarían las “ganancias excesivas” originadas en los bajos precios iniciales de venta de las empresas públicas y en la regulación light de los primeros años de Thatcher.
El impuesto se dirigió exclusivamente a aquellas empresas privatizadas mediante la venta de acciones al público y que estuvieran sujetas a regulación económica por medio de entes especiales: las doce compañías regionales de electricidad de Inglaterra y Gales, las diez compañías de agua, los dos generadores de electricidad de Inglaterra, los distribuidores y generadores de electricidad de Escocia, la empresa encargada de la operación de los aeropuertos más importantes del Reino Unido, British Airports Authority, Bristish Gas, British Telecom, y la empresa operadora de infraestructura de los ferrocarriles, Railtrack.
Se recaudaría la bonita suma de 5.200 millones de libras (algo así como 8.800 millones de dólares de aquel entonces). El impuesto iba a ser calculado sobre la diferencia entre el precio adjudicado a las acciones de la compañía al momento de su privatización y el valor de las mismas cuatro años después. La tasa de la contribución era draconiana: 23%.
Por las buenas o por las malas
La estrategia política de Blair para ir contra las empresas de servicios públicos no pudo estar mejor diseñada.
La contracara de este nuevo impuesto fue otro pilar fundamental de su campaña política: el programa denominado “From Welfare to work”. Este plan buscaba sacar a millones de británicos del seguro de desempleo mediante la instrumentación de planes de reentrenamiento y educación que debían completarse obligatoriamente, a riesgo de perder el beneficio. El programa costaría aproximadamente 3.200 millones de libras (algo así como 5.400 millones de dólares) y sería financiado con el windfall tax.
En consecuencia, el creador del New Labour puso a las empresas en la disyuntiva de resistirse al impuesto, planteando una lucha abierta en el terreno político y judicial (a riesgo de deteriorar aún más su ya golpeada imagen), o pasar el mal trago y tratar de negociar en los mejores términos el futuro de la regulación con el gobierno recién instalado.
Las críticas llovieron. En primer término, la aplicación de un impuesto sobre ejercicios pasados, cerrados y con ganancias ya distribuidas parecía un abuso. Además, al momento de la aplicación del impuesto las acciones habían cambiado de manos en numerosas oportunidades en los 15 años transcurridos desde la privatización (es más, un cuarto de ellas fueron revendidas el primer día de oferta pública). El impuesto cayó en realidad sobre los actuales tenedores de las acciones de las empresas, mientras que los propietarios originales embolsaron alegremente sus windfall gains, las ganancias “traídas por el viento”.
En una decisión de prudencia política típicamente británica, todas las compañías involucradas se presentaron puntualmente el 1º de diciembre de 1997 a pagar la primera de las dos cuotas del windfall tax.
Más rentas inesperadas, más impuestos
La lógica del razonamiento británico fue repetida una y otra vez.
En 2008 y 2009 Suecia, Noruega y Finlandia impusieron un tributo a las empresas eléctricas por diversas cuestiones que las hacían obtener rentas extraordinarias por circunstancias externas a su gestión. Medidas similares se tomaron en España, Grecia, Bulgaria, República Checa y Rumania entre 2009 y 2013.
Con un alza internacional de los precios de los alimentos de más de un 30% y de la energía de un 60% en el último año, la Argentina y el mundo pueden legítimamente preguntarse: ¿quién debe quedarse con las rentas inesperadas traídas por los vientos de la guerra?
IB