En menos de un año y medio, el mundo pasó de vivir atemorizado por la propagación de la pandemia del COVID-19 a responder con la producción simultánea de varias vacunas que ya inmunizaron a cientos de millones de personas y dan ahora esperanzas a otros miles de millones más que las siguen necesitando.
Esa reacción fue fruto del esfuerzo combinado de científicos, laboratorios privados capaces de reaccionar ante la emergencia y -como último sostén- de Estados comprometidos a proteger a sus poblaciones mientras mitigaban como podían los impactos económicos y sociales de la crisis.
Las distintas vacunas fueron resultado de un conocimiento universal, pero su producción quedó anclada en estructuras comerciales nacionales que evidenciaron pronto la desigualdad que caracteriza nuestra época. Se lograron vacunas eficientes para la Humanidad entera, sí, pero disponibles a tiempo sólo para una mínima parte.
La iniciativa COVAX ha logrado sólo parcialmente su noble cometido de asegurar una distribución global equitativa de vacunas. Ni siquiera bastó la disposición de algunas potencias productoras (Rusia, China) para vender una parte de sus existencias, y con todas las connotaciones geopolíticas que ello supone.
Bien público global
El G20, que integra Argentina, tomó temprana nota del problema en la cumbre de 2020, en la que el presidente Alberto Fernández encuadró a las vacunas como un “bien público global”. Dos miembros del grupo, India y Sudáfrica, impulsaron después la exención temporal de la propiedad intelectual ante la Organización Mundial de Comercio (OMC), apoyados por muchos países, y más recientemente por Estados Unidos.
Con la inmunización muy avanzada en territorio estadounidense, la Administración Biden se allanó a una suspensión temporal de la protección a la propiedad intelectual sobre las vacunas: “Las situaciones extraordinarias exigen medidas extraordinarias”, concluyó. La Unión Europea (UE) también se declaró “dispuesta a discutir” la propuesta, en nombre de la eficacia y el pragmatismo frente al virus.
Sin embargo, otros países y, principalmente, las compañías propietarias de las licencias objetaron la razonabilidad de una exención. Argumentan que, de todos modos, haría falta luego una masiva transferencia de tecnología y en un tiempo mayor al que demanda la emergencia. Sería mejor para ellos, entonces, lograr una mayor producción bajo el mismo sistema de patentes.
Esa especulación, sin embargo, nos dejaría moral y prácticamente maniatados realizando un ejercicio de pasividad que las miles de muertes con las que cerramos todavía cada jornada no nos permiten. Como frente a toda catástrofe, estamos obligados a hacer todo lo posible, aun cuando parezca imposible.
Ciertamente, muchos laboratorios hacen un esfuerzo de inversión que debe ser reconocido, y que se les reconoce, pero los Estados también promovieron y financiaron el desarrollo científico previo necesario para llegar a un buen resultado.
El valor de una patente en el caso de la salud global se vuelve relativo y depende, en última instancia, de una adecuada relación de costo-beneficio, pero sanitaria. Con ese criterio, el mundo flexibilizó en 2005 las patentes de los tratamientos retrovirales para el HIV/SIDA (se estima que más de 25 millones de personas salvaron su vida desde entonces).
El único valor absoluto, entonces, es el de la vida.
Se estima que el mundo necesita unas 11 mil millones de dosis de vacunas de COVID-19 para inmunizar al 70% de la población mundial (a dos dosis por persona) pero la capacidad mundial de fabricación anual bajo patentes no llega a 8.500 millones. A este ritmo, tal vez no haya vacunas para todos hasta 2023, incluso 2024.
El dilema se vuelve así, además de moral, práctico. Con tanta población sin vacunar, todo el planeta está en riesgo.
La plataforma COVID-19 Technology Access Pool (C-TAP) fue creada en 2020, en el ámbito de la Organización Mundial de la Salud (OMS), para promover la transferencia voluntaria de patentes, tecnología y tratamientos sobre el virus. Sin embargo, hasta principios de 2021 no había recibido ningún aporte de los grandes laboratorios.
Según la OMS, más del 87% de las dosis de vacunas administradas globalmente, hasta abril se habían dado en los países más ricos, contra 0,2% en los países de ingresos bajos. Estados Unidos, por ejemplo, alcanzará su producción necesaria en junio y a este ritmo tendrá un superávit de 1.200 millones de dosis a finales de 2021.
Soluciones
Mientras se resuelve el asunto de las patentes, expertos de todo el mundo comienzan a considerar acuerdos multilaterales que, por lo menos, optimicen la capacidad de producción y hagan mucha más fluida la distribución, con todos los problemas prácticos a resolver que ello supone en términos de logística.
Entre esos consensos, se considera uno para armonizar oferta y demanda de vacunas (matching), de tal modo que, al margen del ritmo de convenios de compra entre Estados, se haga el uso óptimo de la capacidad instalada. En otras palabras, que no haya laboratorios sin producir y poblaciones esperando una vacuna.
En esa dinámica, los Estados sí tienen ya herramientas disponibles al alcance, nacionales, regionales y multilaterales, para quitar todos las restricciones al circuito comercial de las vacunas, insumos y demás recursos médicos ante la pandemia, para allanar su importación y destrabar su exportación.
En cuanto a la distribución, algunos Estados como el argentino han tomado iniciativas provechosas, como el uso de sus aerolíneas de bandera. Más allá, actualmente se debate el establecimiento de alianzas que asocien medios públicos y privados, con asistencia de organismos multilaterales (OMS, UNICEF), para acelerar el traslado global de vacunas, rápido y en condiciones.
Está claro que la suspensión temporal de las patentes de las vacunas y otros derechos de propiedad intelectual contra el COVID-19 sería un paso de relevancia incomparable hacia la inmunización global rápida y completa, a corto, mediano e incluso largo plazo. Un sistema efectivo de concesión de licencias, para serlo, tiene que garantizar la oferta global de vacunas .
La vida de miles de millones de personas, y la memoria de los que ya nos dejaron, superan en valores absolutos el cálculo económico de cualquier licencia e invita a resolver los desafíos de la implementación de medidas extraordinarias como las que demanda la crisis global del COVID-19.
* Embajador argentino en los Estados Unidos