El Estado contra Twitter: ¿qué queremos regular?

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En los últimos días, Twitter decidió primero suspender y luego eliminar la cuenta de Donald Trump de su plataforma. La medida fue doblemente efectiva. En primer lugar, sirvió para establecer, más allá de toda duda razonable, que los dueños de plataformas juegan fuerte, y le pueden decir que no al presidente de los EEUU. Por supuesto, cabe un matiz: es probable que los directivos de Twitter estuvieran pensando en congraciarse con los reguladores demócratas que estarán estrenando oficinas en las próximas semanas. En segundo lugar, la medida parece haber sido efectiva en contener la movilización de ultraderecha que Donald Trump agitaba desde su cuenta personal.

Si Twitter tiene un impacto considerable sobre el funcionamiento de las instituciones políticas, ¿deben tener tales instituciones alguna incidencia sobre el funcionamiento de la plataforma? Especialistas argentinos como Martín Becerra o Pablo Boczkowski y Eugenia Mitchelstein defendieron recientemente la necesidad de la regulación estatal para la mejora del debate público.

Los argumentos de Becerra, Boczkowski y Mitchelstein, como muchos de los presentados en los últimos días en la prensa europea y norteamericana, son poco específicos sobre el tipo de regulación estatal necesaria. La incomodidad ante la demostración de poderío de las plataformas conduce a muchos críticos de su funcionamiento a concluir que el Estado debe interceder. Sin embargo, si no se precisa el tipo de intervención buscada, el resultado puede incluso ser dañino para la libertad de expresión.

En primer lugar, es importante no confundir una preocupación por el discurso público con una preocupación por la escala de las empresas involucradas. El tamaño de Twitter no es una razón suficiente para regularlo. Instagram tiene el triple de usuarios, pero no suele sugerirse que la red de las fotos y las stories sea un riesgo para la democracia. El problema no es de escala, sino de diseño. Un ejemplo sencillo es el del algoritmo de recomendaciones de Youtube (una red con dos mil millones de usuarios, contra los 330 millones de Twitter), que tiene un papel protagónico en el documental de Netflix The Social Dilemma. La crítica es conocida: el algoritmo radicaliza a los usuarios, en tanto les muestra contenidos cada vez más extremos sobre temas polémicos. Hay consenso respecto de que sería deseable que el algoritmo funcionara de otro modo, pero nadie está dispuesto a sostener que el Estado debería regular el modo en que las plataformas ofrecen información. Al fin y al cabo, el Estado no regula el modo en que un diario en papel jerarquiza sus titulares.

El problema del diseño es pasado por alto en las consideraciones de quienes demandan intervención estatal sin más, y es justamente allí donde muchos críticos de las plataformas ponen el foco. Jaron Lanier, uno de los creadores de la realidad virtual y una de las voces más brillantes sobre el problema de la ética tecnológica, señala que el principal problema con Twitter es que funciona demasiado rápido. Retuitear una noticia sin haberla leído es muy fácil, y nuestra reacción emocional es instantánea. Esta misma velocidad volvió a la plataforma una herramienta atractiva en momentos de conmoción social y protestas democráticas. Cuando quienes protestan son filofascistas, la velocidad se vuelve un arma de doble filo.

En el siglo XIX, Tocqueville expresaba su temor ante el gobierno de las masas en los EEUU. Confiaba, sin embargo, en que a los Estados Unidos los salvaría su sociedad civil, que estaba llena de abogados. Los abogados, señalaba Tocqueville, cumplen una función social esencial: hacen que todo sea más lento. Interponen trámites, recursos, formalismos, y obligan así a pensar dos veces antes de actuar. Quienes proponen resolver el problema con intervención estatal deben confrontar el problema: ¿queremos que sea el Estado el que decida sobre el ritmo de nuestras interacciones online? En los últimos meses, los diseñadores de Twitter parecen haber aprendido la lección de Tocqueville, y la aplicación le advierte al usuario cuando está por compartir una noticia que no leyó. Contra René Lavand, parece que sí se puede hacer más lento.

Casos como este ilustran que en ocasiones han sido las propias plataformas las que ajustaron su diseño ante las demandas de los usuarios. El propio Mark Zuckerberg publicó en 2019 un texto en el que explicaba con precisión los problemas de Facebook con la moderación de contenidos. En la ciencia política se suele hablar de la “responsividad” de las instituciones, para indicar cuánto reaccionan ante las demandas de la población. ¿Y si fuera el caso de que las plataformas son más “responsivas” a las demandas políticas que las propias instituciones democráticas de las que exigimos la intervención? Es notable que la decisión de PornHub de endurecer su política para evitar la subida de material privado se debió a la decisión de Mastercard de bloquear los pagos a la plataforma, no a una regulación estatal reclamada desde hace años por activistas de distintos grupos.

Con toda la insistencia sobre las plataformas como reguladores finales del discurso público, no hay que perder de vista que los Estados emplean un poderoso mecanismo de control sobre los contenidos que se comparten en ellas: el derecho de autor. Los resultados no son especialmente alentadores para la salud del debate democrático. Como relató recientemente la youtuber Lindsay Ellis, el copyright es usado en muchos casos para exigir la desaparición de contenido crítico. Si un usuario sube un video a Youtube leyendo pasajes de un libro con el objeto de discutirlo, la autora de ese libro podría exigir que el video fuera dado de baja por violaciones de copyright. El problema es aun más grave cuando se considera el acceso al material educativo. Aaron Swarz fue procesado, y terminó suicidándose, por haber intentado compartir gratuitamente trabajos académicos albergados en la biblioteca digital del MIT.

En última instancia, exigir la intervención del Estado, sin precisar los mecanismos de deliberación e implementación, resulta en una confusión entre fines y medios. El fin deseado es que las reglas del debate público permitan expresar los intereses y preocupaciones de la ciudadanía. La intervención estatal es un medio posible para ese fin, pero no es el único ni necesariamente el más apto. Hay que escapar del mito rousseauniano según el cual el funcionario público encarna la “voluntad general” que refleja los deseos de los ciudadanos. El problema de la ciudadanía digital requiere una idea de la democracia y una sofisticación de la política pública a tono con los tiempos.