El primer flash informativo que vamos a considerar es el de las ocho y media de la mañana del 21 de junio pasado, con el que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires inauguró la temporada de invierno de su lucha espectacular contra el tráfico de drogas a escala de las pequeñas bocas de expendio en villas.
Fue en la Zavaleta, con fanfarria audiovisual. La imagen de Horacio Rodríguez Larreta se propaló por las señales que leudan el entretenimiento de pantallas con “informativos”. Tenía en su mano derecha, asida con la firmeza y el refinamiento de dedos de un francotirador, un aerosol con el que marcó a fuego el punto sobre el que las fuerzas de seguridad debían golpear con sus arietes. ¿O era un insecticida?
Hecho lo hecho, mientras una vanguardia de allanadores y herreros con autógenas se acomodaron en el pasillo purificado a vencer las resistencias tendidas por los gerentes del bunker, Rodríguez Larreta giró hacia el punto que venía relojeando desde que llegó: un corral de cámaras micrófonos, grabadores, teléfonos y cámaras fotográficas con la orden de inmortalizar el momento.
El despliegue era el del podio de una carrera d Fórmula 1, y ahí estaba el Jefe de Gobierno de la cuidad que se autopercibe superior y única, sin ofrendar explicaciones sino una idea general, para ciudadanos dummies, acerca de la lucha entre el bien y el mal y su ya legendario empate técnico. Con este hitazo: “Los delincuentes tienen que estar presos”; y algún otro de su Ministro de Justicia y Seguridad, Marcelo D’Alessandro.
La manera en que los noticieros, desde LN+ hasta C5N, fingieron sorpresa atestando sus zócalos con una fraternidad llamativa por la palabra “¡Urgente!”, cuando era obvio que se trató de una cita a la que todos le dedicaron meticulosos preparativos, nos eyectan del ensueño de la información hacia el de los interrogantes. ¿Por qué es tan baja la calidad dramática de la ficción política? ¿Quién es el asesorzuelo que se está robando esa plata? ¿Tan fácil, tan pichi, tan gagá es el telespectador argentino de fantasías informerciales que cualquier balín le entra?
Mi hipótesis de lector aficionado al teatro declinante de la política, sobre todo el iluminado por los haces del concepto “seguridad”, es que Sergio Berni vio esa escena, ese escenario, esos actores pisándose los parlamentos y se dijo: “Ah, no. Yo también sé hacer muy bien mis dramas callejeros. ¡Allá voy!”. Y fue.
Al día siguiente, en el mismo horario y por los mismos canales, lo vimos en un episodio revelado in media res, lo que hay que adjudicárselo al talento de montaje de sus colaboradores. Como en la primera línea de El limonero real, de Saer, amaneció y Berni “ya estaba con los ojos abiertos”.
Las cámaras “llegaron” (esa palabra va con comillas porque la realidad montada debe ir entre comillas para que se distinga de la que no lo es), cuando Berni ya estaba cruzando el río de su intervención. Estamos cerca de un puesto de peaje, punta de embudo de la entrada a la Ciudad de Buenos Aires de todo lo que se venga moviendo por tierra desde el sur.
Un dron nos muestra que unos pocos camiones cortan el paso. Las cámaras sólo se pueden acercar a Berni, lámpara votiva de le escena, si es que se lo toma mediante temblorosos acercamientos de zoom in. Y entra a nuestra mañana en dosis crecientes. Los primero: la imagen; y todavía nada de la voz, que es donde se juega la intimidad censurada de una discusión con un camionero, en apariencia el cabecilla de una rebelión que por su cordialidad pareciera ser afín a un sindicato de coreógrafos.
De todos los protagonistas, sólo Berni tiene un rol claro. El resto, compuesto por los camioneros soft, los periodistas mantenidos a distancia, un colaborador de Berni con look afro y el perro de Berni, que no alcanzamos a saber cómo se llama pero yo acá lo llamaría provisoriamente Milú en honor al perro aventurero de Tintín, aporta la grisura sobre la que Berni resplandece como una bengala.
Debería pasar algo, ¿no? Por ejemplo, no sabemos dónde está la policía. No vemos motos, ni personal de uniforme, ni carros de asalto, ni misiles ni bombas atómicas. Es la épica de un solo hombre que se basta a sí mismo para cortar un retén ilegal. El camionero, líder blando, diría incluso líder líquido de este acto de interrupción del tránsito le habla a Berni más o menos como Romeo le habló a Julieta: con adoración, con promesas de amor y pasión suicida. Berni es su objeto de culto.
¿Qué le dice Berni? Que saque los camines en cinco minutos o lo pasa por arriba; y le aplica los conceptos Cabo Cañaveral, lo que significa que ya ha comenzado la cuenta regresiva. Esos cinco minutos “ya empezaron a correr”, dice Berni, y en esa frase lo vemos actuar como Cronos, haciendo el tiempo y dándole la velocidad que quiere.
Entonces, el camionero más comprensivo del mundo, el menos combativo, el de la voz más aflautada de las rutas argentinas, corre los camiones a la velocidad de la obediencia esclava. No sin antes oír de su disciplinario engorrado esta cosa increíble: “¿O vas a seguir haciendo show?”. Típica inversión de roles en la que el muerto se ríe del degollado. Un periodista le pregunta “seriamente” al camionero qué va a hacer y, casi pisando el ultimátum de Berni, contesta: “Y lo vamos a correr a los camiones, tranquilos…”. Nunca en la historia del conflicto de intereses una negociación duró tan poco. ¿O no hubo ningún conflicto?
Aquí valen las mismas preguntas que surgieron tras la fábula antinarcóticos de Rodríguez Larreta: ¿para quién, para qué tipo de credulidad se realizan esos montajes que, es este caso, incluyó en un primer momento de la documentación una sonrisa del protagonista, típica del que está fingiendo y, por lo tanto, se tienta?
Es tan triste que triunfen estos dramas con tan pocos dones. Nos destruye como espectadores de calidad, que es la ilusión a la que aspiramos. ¿O no es de espectadores informados el compromiso con una sagacidad propia mínima, aquella que impide que el teatro malo pase por bueno? ¿Para qué darle tantas horas a la información que circula si no es para sentir que nos damos cuenta de sus transmisiones fallidas?
Antes que en estos simulacros atados con cinta de enmascarar, es preferible confiar en ejemplares humanos del tipo de Flavio Azzaro, que llevan la bestialidad a la cima sin inhibiciones. Como en el tercero de estos flashes informativos que despertaron la atención en los últimos días. En este caso, el episodio del policía exonerado, con vocación de trapecista más que de suicida, que se colgó de un andamio del Congreso de la Nación el 1° de julio por la mañana.
Allí está el individuo, recortado contra la cúpula de bronce enverdecida. Si no se tiró hasta ahora, quizás no se tire nunca. Pero esa especulación no es útil para los bomberos voluntarios, que trepan la estructura metálica para “reducirlo”. Nunca tan bien aplicada una palabra a una cosa. Reducirlo sería, por ejemplo, sustraerle el alma de kamikaze y reemplazarla por la de un zombi de pabellón psiquiátrico.
Pero este no es el día de escribir sobre estas cosas. Lo que ocurre es que los bomberos, en efecto, lo reducen, lo cazan de los brazos, de la cintura, de las piernas y el suicida trunco tira sus cachetadas de loco a los bomberos que, por decirlo de una manera que no falte a la literalidad, ponen la cara. Entonces, Azzaro, al que estoy oyendo gritar desde que me levanté porque considero su presencia en el mundo un shock de realidad, comenta la escena en la pantalla de Crónica.
Cuando ve que, al reducirlo, los bomberos reciben golpes de quien no quieren ver destrozado sobre las escalinatas del Congreso, dice: “Ah, no, no… Esto es mucho. Por qué no …”. Le leo el pensamiento parapolicial: “¿Por qué no lo tiran?”. Pero su poema de ajusticiamiento da una vuelta en el aire y se traduce a esto, que sí sale de sus bocinas: “¿Por qué no le pegan una piña en la boca?”. Y compró mi corazón, ¿por qué otra cosa que misericordia podría despertar quien no entiende la función de los bomberos? Que los bomberos peguen, que abandonen su tradición de sacrificio y la reemplacen por la del castigo. Eso es tener ideas nuevas. Mucho mejor que hacer teatro malo.
JJB